Podríamos decir que en una narración un objeto es siempre un objeto mágico», escribió Italo Calvino, a propósito de la rapidez, en sus Seis propuestas para el próximo milenio (1985). Los objetos —visibles, fragmentados, ocultos— vibran en las páginas de la última novela gráfica de Anapurna, Norbu (Jot Down Books, 2024), con toda su magia. Alimentada por el diálogo entre texto e imágenes, las secuencias de viñetas dibujan dos movimientos narrativos: un pasaje de la vida de Astrid, por un lado, y la etapa liminal de la existencia de Marc, por el otro. El juego de espejos no sugiere solamente la invitación a la metáfora, sino que se instala en la propia estructura narrativa, desdoblando la experiencia de lectura.
Las historias de Astrid y de Marc se desarrollan (aparentemente) de manera autónoma, cada una en un extremo físico de Norbu. Un epílogo, que es también intermezzo (por su posición central en el volumen) e interludio (por su valor rítmico de cohesión), insinúa el contrapunto y amplifica el poder de sugerencia de los símbolos. Un objeto es siempre un objeto doble.
Si en Chucrut, obra que mereció el Premio Internacional de Novela Gráfica Fnac-Salamandra Graphic, Anapurna, nombre artístico de Ana Sainz Quesada (Palma de Mallorca, 1980), ya había dado muestras de su habilidad para infundir capas en la narración gráfica, en Norbu (publicado en Francia por Éditions Çà et Là) juega conscientemente con el poder de sugerencia del detalle para apuntar sin revelar, para sugerir la circunstancia emocional del personaje en su tránsito movedizo.
Astrid es bailarina; al control del cuerpo que impone la danza se opone el flujo libre del pensamiento, que el instante detiene en la perfección del gesto: seis páginas, animadas por sus correspondientes viñetas, encapsulan el silencio del cuerpo en movimiento. La delicadeza detiene por un instante la exploración del dolor ante la ruptura de la relación de pareja, mientras los tiempos narrativos se superponen y la memoria lucha con la incertidumbre del presente. Los tonos anaranjados sugieren la búsqueda de estabilidad, la tierra firme ante la grieta, y cada elemento se confabula para ampliar la experiencia del personaje. Pensamientos, voces en diálogo, sonidos ambientales construyen la verdad de Astrid, en puntas de ballet. Un objeto es siempre un objeto en movimiento.
La historia de Marc empieza con una escena de corte realista, que nos sitúa falsamente en el costumbrismo sentimental, porque pronto se mueve hacia los cielos cortazarianos de lo fantástico, expresados en pantone azulado y violeta, en un cambio de atmósfera y tono que sitúa la narración en el borde entre realidad e imaginación. El gesto necesario de dar la vuelta al libro para seguir leyendo ya implica el acceso a otra dimensión, una inversión de perspectiva física y simbólica, que impacta directamente en la experiencia de lectura. «En tibetano, Norbu significa joya», nos revela la autora en la primera página de la novela gráfica. Y entre las búsquedas de Marc figura precisamente una gema.
¿Cuántas historias conforman una vida? ¿Cuántos secretos se comparten en un encuentro? ¿Cuántas verdades encierran las mentiras? ¿Y en qué margen se colocan la realidad y su fusión con las fantasías? A la multiplicidad de voces que intervienen en el episodio de Astrid corresponde el flujo ininterrumpido de la mente de Marc, que recuerda, afirma, duda, especula. Un objeto también encarna un pensamiento.
El porcentaje reducido de texto, en comparación con la presencia de la imagen, implica precisión en ambos lenguajes: la palabra vehicula el tránsito entre intuición y reflexión que el personaje experimenta, mientras el trazo y la disposición de las viñetas convierten las páginas en viveros de símbolos. ¿Dónde se encuentra Marc? ¿Qué códigos rigen el universo en el que se mueve? ¿Cómo leer las señales? No hay indicios ni explicaciones y ahí está el acierto: se trata de una invitación al juego narrativo y visual, a través de la confluencia de lenguajes que la novela gráfica plantea en su propia naturaleza.
Si Astrid se mueve en espacios interiores, la aventura de Marc se desarrolla en exteriores. A la estructura rutinaria que organiza el día, desde su comienzo hasta el crepúsculo, se añade la suspensión temporal del amanecer y el tiempo onírico de la noche. Los objetos cotidianos se transforman en indescifrables y adquieren una significación desconocida. Las preguntas que articulan las dos historias se hacen eco y exploran decisiones, pérdidas, deseos. En el medio, profecía de respuestas y de nuevas dudas, está la visión.
Entre Astrid y Marc, en el centro de Norbu, hay una mirada que es oráculo e interrogante a la vez, y dice: «La vida es solo una parte del ciclo». Habla desde los bordes de la percepción, en la posición privilegiada que nace del silencio y de la memoria. Es figura y símbolo de acceso al país de las maravillas, marcado por el trazo azul sobre el fondo rosa. Se infiltra en las intermitencias entre pasado, presente y futuro, y desde allí observa a los personajes y a quienes leemos y (nos) miramos en el laberinto que construye Anapurna con finura.