Catherine Robbe-Grillet tenía 84 años cuando se rodó el documental de Lina Mannheimer La ceremonia, que es un gran acercamiento a su figura, pues las imágenes transmiten la esencia de sus rituales de una forma que no logra la literatura. Y esas imágenes se intercalan con sustanciosos testimonios de tres amigas y un sumiso que completan y enmarcan las declaraciones de CRG. Al contemplar la potencia de esas escenas se percibe claramente por qué su fuerza no se logra en las descripciones verbales, ni siquiera en las que la propia Catherine realizó en su libro Ceremonias de mujeres, donde, además, reflexiona sobre el sentido de sus rituales BDSM:
—He decidido contar algunas ceremonias emblemáticas, extraídas de un repertorio más amplio que a menudo gira en torno a puestas en escena ritualizadas donde las inmovilizaciones, los silencios, los juegos para la vista (máscaras, espejos, luces) y la distancia sugieren menos la orgía que el cuadro viviente, incluso si no se reducen a él. A pesar de que el rito se complazca en las repeticiones, en cada ocasión reservan sorpresas para mis amigos y para mí, aunque solo sea por las variaciones, las nuevas combinaciones en la elección de los actores, o la distribución de los papeles. Nunca deben ser idénticas, bajo riesgo de aburrimiento. Nunca.
¿Y dónde está lo sexual en todo esto? Lo sexual está ahí, constantemente presente, en el centro de todo, pero en suspenso, diferido. Por supuesto.
El primero de los rituales que recoge la película se desarrolla en una estancia del castillo que los Robbe-Grillet compraron en Normandía. Una escalera sube desde la planta baja a la superior a lo largo de tres paredes. Por el hueco que deja se ven abajo dos mujeres, vestidas con trajes de noche y portando un látigo y una fusta; caminan alrededor de tres hombres vestidos solo con un pantalón corto. Los ponen a cuatro patas y les ordenan: «Haz la bestia». Ellos rugen como si fueran auténticas fieras cuadrúpedas.
En lo alto de la escalera, Catherine contempla el espectáculo. A su lado una joven doncella le ofrece trozos de carne cruda en bandeja de plata. Lentamente, ella pincha la carne con un tenedor y la tira desde lo alto. Los tres sumisos pelean por cogerlo del suelo con sus dientes como si fueran auténticos tigres. Los rugidos de la pelea retumban en el castillo.
Abajo, Beverly se acerca a uno de los sumisos: «Haz la gallina», le dice con voz firme. Él se agacha, flexiona los brazos, los acerca y aleja del tórax como si estuviera aleteando y cacarea, cacarea con fuerza mientras da saltitos como si fuese una auténtica gallina. Esta parte del ritual tiene un punto bastante ridículo. Beverly levanta la mirada hacia lo alto de la escalera, donde se encuentra Catherine, y esboza una sonrisa como si pidiese su aprobación.
*
—Hay un poco de teatralidad en mis veladas y al mismo tiempo un cierto tipo de erotismo. Yo soy el Ama de todas esas escenas, la Maestra de ceremonias. Mi papel es llevar a los presentes al punto de incandescencia, atraparlos en una especie de tensión dramática que es como algo sagrado, pero pasajero. Quizá exagero un poco, no solemos asociar las palabras «sagrado» y «erótico», no se considera decente. Pero es eso lo que yo intento hacer.
Claude, una de las amigas de Catherine, lo explica de esta manera:
—Su pasión es el teatro, es importante decirlo, la representación teatral, con una gran puesta en escena. Yo he visto sesiones muy aburridas, con hombres que quieren ser azotados, cosa que en sí no tiene ningún interés. Quizá ellos lo disfruten, pero a mí me aburre como a una ostra.
La segunda ceremonia que recoge la película se inicia con Catherine sentada en un salón iluminado por velas en candelabros. A su lado están otras tres mujeres, cada una en una silla, todas con los ojos vendados y largos trajes oscuros de noche. Entra un camarero vestido de esmoquín con una bandeja que lleva varias copas y ofrece la primera a Catherine, las siguientes a sus compañeras. La cámara muestra entonces que frente a ellas está de pie una joven delante de un espejo, vestida con una falda negra y una tela cruzada sobre los pechos que deja a la vista el vientre.
Dos de las compañeras de Catherine se levantan y sujetan tiras de tela entre las muñecas de la joven y el dorso de su cuello. Se escucha entonces la voz de Catherine dirigiéndose a la chica: «Usted está aquí para darnos placer. Me han dicho que sabe bailar. Por lo tanto, baile». La joven, con expresión asustada, empieza a moverse sin desplazarse. Una de las ayudantes, sin quitarse la venda de los ojos, se levanta y se acerca a la bailarina. Vuelve a escucharse la voz autoritaria:
—Póngase tras ella. Cójala por ambos brazos. Guíela. Eso es. Ahora apártese de ella. Acérquese un poco. Muy bien. Los brazos sobre la cabeza. Así. Bien. Míreme, míreme a los ojos. Muy bien. Baila muy bien, es precioso. Ahora, gire. Dese la vuelta. Gire más, que podamos verle la espalda. Movimientos amplios. Eso es. Muy agradable. Más amplios, más. [La bailarina, congestionada, respira cada vez más fuerte]. Un paso atrás. Regrese a su sitio. Más atrás. Ahí. Míreme. Sonría. Muy bien, lo ha hecho muy bien.
En un epílogo de esta ceremonia la joven bailarina está de pie frente al espejo. Varios huevos, lanzados con fuerza desde atrás, se estrellan contra el cristal, muy cerca de su cara; la masa viscosa se extiende por la superficie. La imagen de la bailarina en el espejo es ahora borrosa, pero aun así se observa como una de las ayudantes se acerca a ella, le agarra la cabeza, la empuja hacia el espejo. La chica besa la superficie cubierta de yemas y claras, la lame, la acaricia con lenta voluptuosidad. Finalmente se lleva las manos húmedas a la cara y se acaricia a sí misma con ellas.
*
El carácter ritual en los juegos de dominación-sumisión evoca el placer de concebir, interpretar o contemplar una representación teatral. Pero ese es solo uno de los múltiples componentes que se articulan en ellos; sus enigmas reflejan la complejidad de su composición.
Otro de los elementos esenciales se encuentra en el resultado de un combate simbólico, la aclaración de una jerarquía. Es la tranquilidad de haber reconocido quién es el que manda, el descanso de saber si nos corresponde decidir o simplemente obedecer. Lo curioso es que, en este aspecto, la satisfacción del triunfador no parece ser más gratificante que la instalación del sometido en su condición de sumiso. Al menos cuando las razones de la verticalidad jerárquica están claras para ambas partes:
—Cuando estamos juntas —dice Claude— ella es la Soberana absoluta. No respecto a mí o a otros, no se trata de eso; es por la vida que lleva, las cosas que ha visto, su edad, su experiencia… Inspira respeto. Tiene una autoridad natural que puede usar cuando es necesario. No admite que las cosas se aparten de lo que tenía planeado, han de ser tal y como ella ha decidido. E impone su voluntad con calma, de forma muy natural, aunque con una imaginación extraordinaria.
Al mismo tiempo aparece el deseo de ser dominado y la búsqueda de la persona adecuada para hacerlo. La propia Claude relata el caso arquetípico de un joven encantador que se le ofreció en condición de sirviente doméstico. Lo había conocido en una galería de arte; tras una primera conversación él la invitó a cenar en su casa para mostrarle las pinturas que poseía. Ella aceptó y la cena se prolongó hasta que ella, aburrida, como le solía ocurrir, se despidió y se fue. Él la llamó varias veces para verla de nuevo y ella se escaqueó. Un día volvieron a coincidir en otra exposición. Él la invitó a cenar de nuevo y esta vez no dejó escapar la ocasión: «Señora, lo que yo quiero es servirla». Pensó: «Este chico está loco. ¿Cómo podría servirme?». «Como usted quiera, Madame. ¿Qué puedo hacer por usted?». Le respondí: «Podría hacerme la compra». Y la hizo, pero insistió: «Puedo hacer mucho más, puedo limpiarle las ventanas, los zapatos, la casa». Lo miró atónita, «¿por qué diablos haría eso?». «Tengo un Ama para la que lo he hecho durante 35 años». «¿Y cómo se lo agradece?». «Me azota hasta que sangro». Claude decidió que prefería seguir limpiando sus ventanas ella misma.
Beverly expone la forma personal en la que siente el placer de dominar:
—Pienso que nunca es igual, si le preguntas a cien Dominatrices tendrás cien respuestas diferentes. En mi opinión hay dos maneras de vivir esto, dos tipos de placer entre los dominantes. Antes de conocer a Catherine, lo que más me excitaba, lo que más placer me daba, era dominar a hombres viriles que no fuesen sumisos. Domarlos. Entrenarlos. Hombres, machos dominantes que nunca habían imaginado que pudieran someterse a una mujer. Lo más placentero para mí era dominar a ese tipo de hombres y ver hasta qué punto, a regañadientes, lo disfrutaban. Podría ser un rasgo sádico que yo tengo. Pero puede que tampoco fuese así, porque si ellos no disfrutaban yo tampoco lo hacía. Mi satisfacción consistía en verles descubrir el placer donde nunca lo hubieran imaginado. O quizá sí fuese sádica, después de todo, porque se avergonzaban al descubrir que disfrutaban de ser dominados. Todo esto es muy complicado.
Dominique, otra de las amigas y discípula de Catherine, expresa la intensidad de las relaciones que se establecen de forma muy rápida gracias a esos juegos que suelen llamarse «intercambio de poder»:
—En el sadomasoquismo está la idea de dar o tomar el control, abandonarse o dominar. No se trata de quién tiene el poder, lo importante es que allí hay alguien que inspira una confianza plena. La seguridad que da permite que el otro se libere de sí mismo, de las cosas… Que se abandone, se pierda, se deje ir sabiendo que alguien establece los límites, decide cuándo hay que parar, cuándo se puede continuar. Esta forma de hacer las cosas es más potente cuando se realiza en silencio, con orden, siguiendo un ritual. De pronto salen a la luz cosas muy profundas. El poder de la escena está en que es inmediata. Cuando conoces a alguien en la vida cotidiana necesitas bastante tiempo para alcanzar esa confianza. En este juego, en cambio, puede suceder enseguida, de inmediato. Y Catherine es absolutamente magnífica a la hora de crear ese vínculo. Lo hace con respeto, profundidad y poder.
Estas observaciones de Dominique sobre las sorpresas que proporciona la entrega plena en condiciones de seguridad se ven enriquecidas por las que realiza Christian sobre el puro placer de sentirse pasivo, libre de cualquier responsabilidad. Hay algo infantil en esa entrega absoluta a la figura que une la autoridad paterna con la ternura materna. Es la relajación de la inocencia garantizada, el goce de la impunidad:
—Somos ella y yo, nos sentimos muy próximos, tenemos mucha confianza. Hacemos el amor y ella es la que manda, la que dirige, ella marca el ritmo, la velocidad del texto, del sueño. Lo que a mí me corresponde, lo que escribo de ese texto es: «Tengo que esperar, dejarme llevar, ella es la que dirige y solo acabaremos cuando haya tenido suficiente».
Estoy relajado, me doy cuenta de que es muy agradable, no tengo miedo de hacer las cosas mal, de cometer errores. Ella manda, dirige. Hacemos las cosas a su manera, es su responsabilidad, no hay riesgo de que yo me equivoque. No puedo hacerlo mal, es muy simple.
CRG tiene su propia explicación de este fenómeno, avalada por el hecho de que a lo largo de los años ha recibido muchas demandas de sumisos deseosos de ponerse a su disposición. Y esa situación de disponibilidad, de entrega pasiva, incluye muchas veces la petición explícita de ser humillado. Mirando la pantalla de su móvil, lee y comenta uno de los mensajes recibidos:
—Buenas tardes, Señora. Me gustaría que me insultase, llamándome «sucio negro» y «zorro». Con mis respetos, Señora. Firmado: El Perro.
Es decir, por una parte, pide ser tratado como un animal, y por otra, expresa un gran respeto hacia mí. Desde luego, al leerlo en voz alta parece una tontería. Pero yo entiendo muy bien que, en este mundo del sadomasoquismo, se encuentran en la cabeza de la gente cosas que resultan ofensivas, deseos que parecen aberrantes a quienes no los comprenden. No solo son difíciles de comprender, también son chocantes. Pero yo los entiendo. Y además está el hecho de que nada ni nadie me obliga a hacer esto, satisfacer deseos de esta naturaleza, organizar nada. No estoy obligada a hacerlo ni tengo razones económicas. Si lo hago es porque me interesa; y a la vez tengo la sensación de que estoy haciendo algo bueno. El joven que me pide hacer esto lo ha estado deseando mucho tiempo, pero hasta ahora no lo ha podido encontrar. Por lo menos, eso dice, que no ha logrado encontrar una mujer que satisfaga sus deseos. Me ha estado enviando mensajes en los que expresa las ganas que tiene de que llegue el día de nuestro encuentro. Sí, la palabra «ganas» me parece la más apropiada.
En La ceremonia hay también imágenes de una Catherine muy joven, con su aspecto totalmente aniñado, en un jardín y una piscina. Dan la impresión de haber sido rodadas con una vieja cámara de superocho. Una voz en off, probablemente la de la directora, pregunta: «¿Era usted la sumisa de Alain?»:
—Sí, en aquella época prefería ser pasiva, dejar que me cuidaran. Era el placer de dejarse hacer, obedecer, ser obligada, inmovilizada; el placer de entregarte a alguien por completo, totalmente. Era un placer a la vez físico e intelectual. Viéndome en esas imágenes, con esa cara angelical, nunca imaginarías que mi vida era así.
*
Treinta años después de La imagen, Catherine tampoco se atrevió a firmar con su verdadero nombre Ceremonias de mujeres, pero sí a feminizar el pseudónimo: Jeanne de Berg. Entonces se produjo una revelación inesperada. Bernard Pivot, el crítico literario más influyente desde su programa televisivo Apostrophes, seguido con devoción por toda la Francia culta, la invitó a presentarlo en un coloquio, aunque fuese con la cara cubierta. Y allí, acompañada, entre otros, por Roger Peyrefitte y Françoise Sagan, la enigmática enmascarada conmocionó a los espectadores. Ella misma lo recordaba treinta y cinco años después:
—Fue en 1985, con motivo de mi segundo libro, Ceremonias de mujeres. Pivot me invitó a aparecer Apostrophes y acudí oculta bajo un velo. Al final del programa, leyó unas líneas que acababan con las palabras robe grillé (“vestido tostado”). Algunos entendieron la revelación de mi identidad, otros no. Pero a continuación apareció un gran artículo en Paris Match, titulado «La dominatriz con velo es Catherine Robbe-Grillet». Ahí ya se enteró todo el mundo; antes había rumores, pero entonces ya fue oficial. Me reí mucho.
Pero las cosas no cambiaron demasiado. Mi cara no era tan conocida, y cuando citaba candidatos —casi siempre hombres— en un café o a la entrada de un teatro, podía verlos sin que me identificaran. Y decidía si me gustaban. Siempre les daba instrucciones precisas: «Estarás en tal sitio a tal hora, llevarás un periódico en la mano y un pañuelo rojo al cuello». Era una primera selección y luego pasábamos a una segunda prueba en privado para verlos de cerca y decidir si realmente queríamos continuar.
Las ceremonias eróticas basadas en el sadomasoquismo que organizo, están siempre escenificadas, son muy teatrales, con guiones, trajes y decorados. Se trata de algo muy especial, no creo que haya muchas parecidas. Siempre las preparo con mujeres como cómplices, porque creo que el erotismo femenino no es como el masculino.
El sadomasoquismo en los hombres está directamente ligado a la genitalidad, mientras que en las mujeres está dominado por la teatralidad y el simbolismo. Alain nunca participó en estas ceremonias eróticas, las hacía yo con mis amigas y hombres que fantasean con estas cosas. Hay siempre muchos que quieren ser sumisos, tenemos bastantes más solicitudes que plazas, por eso les hacemos pasar una serie de pruebas antes de organizar una ceremonia con ellos. No se eligen sobre la marcha.
Como Dominatriz, conocí a gente muy variada que nunca habría conocido de otro modo. Desde un gran profesor de Harvard hasta un tendero de la Goutte-d’Or. E insisto en que todo lo que hago con mi pequeño clan es totalmente gratis. Nunca hemos intercambiado un solo euro.
La gente siempre se pregunta por qué hace estas cosas una mujer. No entienden que se pueda hacer por placer. Por eso siempre he sido muy estricta: ¡nada de dinero! En cuanto hay un intercambio económico ya nadie cree que se haga por placer. Y yo quería que todo el mundo entendiese con claridad que se trataba de puro placer, el mío, el de mis amigas y el del eventual candidato.
Mis ceremonias solían celebrarse en el interior de una casa. Pero un día organicé una cacería de mujeres en un parque de Neuilly, que es público de día y está cerrado por la noche. Sería largo de explicar, pero el hecho es que Beverly tenía la llave, así que organizamos la cacería por la noche. Eramos siete, creo, seis cazadoras y la presa.
Tú me preguntarás: «¿Cómo encontraste a la presa?». Yo conocía a una joven que había sido mi sumisa y tenía en la cabeza la fantasía de ser cazada. Así que, obviamente, no fue por casualidad. Nos inspiramos en un cuadro muy famoso de Botticelli que representa una cacería salvaje, y a su vez ilustra uno de los relatos del Decamerón. Hicimos incluso ensayos, porque una vez dentro del parque todo tenía que funcionar con precisión.
Era de noche, pero se podía ver algo porque había edificios cerca y era una noche clara. Después de la cacería, que duró entre veinte y veinticinco minutos, nos reunimos en el piso de Beverly y pedí a las cazadoras y a la presa que escribieran una carta describiendo la experiencia que habían vivido. Aunque yo fuese la Maestra de ceremonias, no podía verlo todo, sobre todo de noche. Así que había seis cartas y cuando me pidieron que organizase algo en el Centro Pompidou, con el que tenía gran confianza, decidí leerlas.
En aquel momento estaba en silla de ruedas, porque unos días antes, en un bar, sentada en uno de esos taburetes grandes de la barra, el tacón de aguja de mi zapato se enganchó en él y me caí al suelo. Me recogió una ambulancia con una fractura de cadera, así que llegué al Centro Pompidou en silla de ruedas.
También organizamos una «cena negra» en un gran hotel de Estambul, en 2014. Nos inspiramos en la novela de Huysmans À Rebours. Todos los invitados iban vestidos de negro y hasta la comida era negra. Durante la cena ocurrieron muchas cosas. Yo era la Maestra de ceremonias, en la cabecera de la mesa, y cuando tocaba mi campanita todos tenían que dejar de comer y entonces ocurría algo. Se realizaba una lectura, o les vendábamos los ojos para acariciarles con pieles o plumas de avestruz.
Había once parejas sentadas en una mesa de once metros sobre la que se había colocado el maniquí de tamaño natural de una mujer con un pantalón oriental, un corsé, joyas y un zapato en la mano. El objetivo era convertir a una de las invitadas, que no sabía lo que iba a ocurrir, en un doble del maniquí, en su reproducción. Era algo muy elaborado, pero los invitados resultaron perfectos, todos muy obedientes…
En 2017, para el aniversario de Centro Pompidou, organizamos un acto que se tituló «Las impenitentes». Se colocó un confesionario en el centro de la escena. Yo era la sacerdotisa, la gente podía venir a confesarse y yo les imponía penitencias. Pedí que solo vinieran a confesarse mujeres enmascaradas. Confesé a catorce, con micrófonos que transmitían en directo lo que se decía en el confesionario a una sala con trescientas personas. También había un escenario con sofás, seis mujeres con caftanes rojos enmascaradas con mantillas y una mesita con té a la menta. Admito que añadí whisky al té para las que lo preferían. Estas mujeres leían textos sobre confesiones, de Rousseau o de Mishima. Así que la velada iba alternando el confesionario con esas lecturas. Fue muy divertido, porque algunas de las confesiones resultaron francamente graciosas. Una de ellas, por ejemplo, contó que solo podía gozar cuando se masturbaba leyendo el Télérama. Otra confesó que quería tener un harén de hombres; por desgracia su amante estaba en la sala y al final de la velada se acabó también la relación.
Este texto es un amplio fragmento del libro de José Lázaro: El contrato de prostitución conyugal. Catherine Robbe-Grillet (Editorial Triacastela, Colección Libros Incorrectos). Con una estructura mixta entre el retrato biográfico y el ensayo narrativo relata la vida, obra e ideas de la artista polifacética (actriz, fotógrafa, escritora…) que ha transformado las ceremonias sadomasoquistas en una rama de las Bellas Artes.
Cuando Catherine llevaba un año casada con el novelista y cineasta de vanguardia Alain Robbe-Grillet (que ascendía hacia la celebridad), él le entregó la propuesta de un «Contrato de prostitución conyugal». Ella no llegó a firmarlo, pero se convirtió en la sumisa de su marido. Hoy, con 94 años, la Catherine Robbe-Grillet es la Dominatriz y Maestra de Ceremonias más célebre de Francia. Este libro relata y analiza su historia, a la vez que plantea un profundo enigma sobre la naturaleza humana: ¿cómo es posible que el dolor se transforme en placer, la humillación en excitación y la sumisión en satisfacción? ¿Es realmente el sadomasoquismo uno de los placeres más intensos que se pueden alcanzar?
El análisis teórico se ilustra con un amplio catálogo de escenas sadomasoquistas tomadas de la literatura clásica, del cine y de los relatos clínicos. La presencia continua de esas escenas en la cultura actual contrasta con la pobreza de la investigación científica y la reflexión teórica sobre ellas. La hipótesis que aquí se plantea entiende el sadomasoquismo como una extraña metamorfosis de sensaciones y sentimientos que nos invita a profundizar en los aspectos más importantes y menos explorados del animal humano.