Desde hace tiempo, ver cómo entrena mi hijo Teo es mi plan de ocio favorito. Por eso prefiero librar los lunes y trabajar los domingos. Si hace frío, pido un té, y si hace calor, bebo un granizado de limón con una pajita. Me siento a solas en una esquina de la grada y observo en silencio la hora y media de entrenamiento, con mucha felicidad y un poquito de envidia.
El motivo de la felicidad es obvio: Teo se divierte, aprende y se esfuerza como solo saben los niños. Acierta y se equivoca, cae y se levanta, pierde y gana y termina las sesiones con el pelo revuelto, sudoroso, pidiendo una ración extra de chuts que ya se ha convertido en ritual padre-hijo. Teo llega al entrenamiento y sale de la ducha con la misma sonrisa. Adoro la versión futbolista de mi hijo porque es exactamente igual que en cualquier otro ámbito: alguien que se esfuerza, alguien que aprende constantemente, alguien que sabe divertirse y alguien que piensa siempre cómo ayudar al equipo. Teo es así, naturalmente generoso; un buen chico. A veces doy las gracias a Dios por regalarme un centrocampista zurdito.
El motivo de la envidia es múltiple. Ocurre que con siete años Teo entiende el juego mejor de lo que yo lo hacía con doce. Ocurre también que entrena en una serie de campos de césped artificial de última generación que yo —machacado en campos de tierra— no pisé jamás. Ocurre que sabe perder e intuye que no es tan bueno para ser de verdad futbolista, pero conserva un entusiasmo sano y realista. Pero ocurre sobre todo que tiene algo vital que yo no tenía: la botellita.
No he pasado tanta sed en ningún sitio como en un campo de fútbol. Me parece que era algo normal entonces. El paladar seco y la boca pastosa. No solo ocurría en mi equipo. Durante el entrenamiento no dabas un solo trago de agua. En los partidos, con suerte, el delegado portaba una garrafa comunal de cinco litros. Al descanso podías beber un poco, pero sin tocar con los labios el plástico. Nunca he sabido beber al vuelo, así que bebía poco en los partidos. Por lo que fuera, nadie propuso nunca una solución certera para este drama. Nadie propuso nunca que cada uno llevara su botellita. Tampoco a mí se me ocurrió nunca, del mismo modo que jamás se me ocurrió que podría existir internet y cosas por el estilo. Y aun así me creía muy listo.
Hace unos años, cuando Teo empezó a jugar, enseguida nos pidieron que cada niño llevara su botellita. A los entrenamientos y a los partidos. Cuando entrenan, dejan las botellas en un rincón del campo y se acercan a ellas durante las transiciones de un ejercicio a otro. En los partidos pegan un trago cuando los cambian y pasan un rato en el banquillo. Este sencillo mecanismo, por lo visto, era imposible de asumir hace unas décadas. Como sociedad no estábamos preparados para el desafío. Llevar una pequeña botella de agua para combatir la sed era una idea que escapaba a nuestro conocimiento. Las mejores mentes de nuestra generación estarían a lo suyo. Solo los ciclistas eran merecedores de ese privilegio a finales del pasado siglo.
Esta dinámica inexplicable nos perseguía más allá del fútbol organizado. En verano, en el pueblo, llenábamos nuestros bidones de agua si íbamos a algún lado con la bici, pero nos condenábamos a la sed si tocaba partido de fútbol. De verdad que no me lo explico. Íbamos a jugar a un prado llamado prao y a nadie se le ocurría llevar agua encima. Podíamos estar horas al borde del desmayo. No bebíamos agua hasta que volvíamos al pueblo propiamente dicho y hacíamos fila para beber en una fuente llamada la fuente, porque no había otra. Fuente donde a veces, para beber, teníamos que apartar a las ovejas, pero esa es otra historia ajena a esta historia y la Comunidad Económica Europea.
Esto tampoco lo vivirá mi hijo. Ya no se juega a fútbol en el prao, porque sembraron el prao y en el pueblo construyeron una pista de futbito. Teo ya no pasa sed, porque al lado hay un bar y otra fuente sin ovejas, porque ya no hay ovejas. Creo que primero unos rusos compraron rebaños, o algo así me contó mi padre, pero ya no hay rebaños y yo nunca vi a los rusos.
El agua. El caso es el agua. Cuando, por desgracia, no puedo ver los entrenamientos de mi hijo porque trabajo hasta tarde en el periódico (casi siempre), Teo coge el teléfono móvil de su madre y me envía por WhatsApp, antes de acostarse, un audio explicativo. Me cuenta cómo le ha ido el día, sus movidas, y se recrea con especial detalle en la descripción del entrenamiento.
Después, cuando vuelvo a casa pasada la medianoche, y mientras caliento la cena en el microondas, asomo por las habitaciones de mis hijos. Todos duermen. Delia siempre está enrollada en el nórdico y con la cabeza tapada. Álvaro, el bebé, se amarra en escorzo a su madre. Y Teo, por supuesto, duerme destapado y con los pies en la almohada. Una pizca de paradoja: ese pequeño caos postural es para mí la tranquilidad máxima.
Pasa poco tiempo hasta que Teo grita para pedir agua. Estoy empezando a sospechar que no es por la sed, porque a veces ni bebe. Casi siempre me llama cuando no me ha visto en todo el día. Pensar eso convierte la pereza de levantarte de la cama en algo bonito. Por si acaso, y copiando a los genios del fútbol, ahora siempre dejamos una botellita en la mesilla.