Llegó el día. Quizá hubiera preferido otro escenario, no esta aséptica habitación de la clínica paliativa privada, pero lo cierto es que esta circunstancia se me antoja ahora cuestión secundaria. Llegó el día en que, con las fuerzas escasas pero aún suficientes, logro que comiencen a desfilar, como en un carrete de fotos, los momentos culminantes de mi vida, hitos diría no sé quién hablando de las cosas de la muerte en la cafetería de la Facultad, pegada a mi magro cuerpo la más bella de las muchachas colombianas que llegaron como de repente a comienzos de curso. Siempre pensé que las imágenes primeras corresponderían a mi infancia. Pero no fue así. El comienzo resultaba ser una fase confusa en la que, con una calidad visual deplorable y un argumento olvidado, se ofrecía como anticipo un inseguro mensaje. Me estoy muriendo, de hecho dudo de que no haya muerto y que el famoso proceso de revisión de la vida no pueda producirse con el corazón parado, con unas chispas de electricidad en el cerebro. Y a esta situación lastimosa se suma otra, aún más descorazonadora; la relación de imágenes es mucho más breve de lo que hubiera esperado. Mi vida, queda claro, no mereció vivirla. Tras ese tráiler artesanal vienen unos recuerdos de mi lúgubre adolescencia temprana, rematándose el filme con tristes episodios de mi última etapa, de cuando, y de eso hace muy poco, ejercía de viejo verde en jardines y vestuarios. Sin embargo, entre tanto desastre, emerge una secuencia, completa, nítida, perfectamente sonorizada y, diría que, si eso es posible, agradablemente odorizada. Es una mañana de primavera, soy un estudiante universitario, me hallo en un parque de la zona alta de Barcelona, y mi mano derecha se entretiene en las nalgas de la mujer madura que me acompaña mientras observamos cómo unos ejemplares de avión común –Delichon urbicum– se posan en los cables, sin duda agotados por su reciente viaje migratorio. Una mujer tumbada boca abajo, resaltando las curvas posteriores, que de modo pretendidamente natural dice «¿te gusta mi trúlara?», glorioso sustantivo de resonancias africanas que quizá hubiera que escribir «trúlera» dada esa costumbre catalana de abrir la «e» átona hasta alcanzar una «a» oscura y gutural. Una atrevida finta sexual la mía, un giro en nuestra relación, que ella describiría después como «hoy se ha producido un cambio», y que daría paso a una sucesión de visitas matinales a mi domicilio pertrechada cada vez con cien gramos de jamón de york (allí llamado «jamón dulce») de la charcutería Tívoli, un fiambre que, la verdad, me entusiasmaba.