Horas críticas

Libros de la semana #149

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Lee Miller. Fotografías, de Antony Penrose (Blume)

En su prólogo a la magnífica edición de Blume —una más—, la actriz Kate Winslet cuenta que la protagonista de este libro (a la que ha encarnado en la película Lee, de Ellen Kuras, desde cuyo set de rodaje firma esas líneas), tras haber cubierto con su cámara el avance aliado por Europa entre 1944 y 1945, en un momento en que a las mujeres les estaba vedada la presencia en conflictos armados más allá de sus labores paliativas, «no podía no ver las desgarradoras atrocidades que había fotografiado». Lee Miller (1907-1977) empezó siendo modelo y musa desde muy joven, por eso ya a los veinte años decidiría ponerse al otro lado del objetivo: «Prefiero hacer una fotografía que ser una fotografía», dijo entonces. Tras sus estudios en artes plásticas y decepcionada por el hecho de que todo estuviera inventado en la pintura, la creadora nacida en Poughkeepsie acabaría formándose en París bajo la tutela de Man Ray, el fotógrafo de vanguardia más reputado en aquel momento. Desde ese momento, su carrera fue imparable: desde la fotografía de moda, siempre marcada por su osadía y su visión surrealista del retrato, a las imágenes encontradas, que más tarde en su actividad como fotorreportera independiente la llevarían a captar «fondos de pesadilla formados por edificios destruidos»; era la guerra. Así se convertiría en corresponsal en los más duros escenarios, aunque incluso ante esa temática tan definitiva afloraba su mirada surrealista sobre unos hechos que, en sí mismos, distaban de la normalidad y pedían a gritos —literalmente— un mínimo distanciamiento para mantener la cordura. Quizá aquello le permitió, en sus últimas décadas, retratar con mayor empatía, mayor cercanía, a quienes se ponían delante de su cámara. Lee Miller. Fotografías, editado e introducido por su hijo, el escritor y fotógrafo Antony Penrose, recoge su extraordinario legado gráfico en una serie de bloques que recorren sus imágenes a través de epígrafes dedicados a París, Nueva York o Egipto, y bajo títulos tan elocuentes como «Moda en el Blitz», «Mujeres en la guerra» o «La banalidad del mal». Como recuerda Winslet en las primeras páginas, Miller hizo algunos de las fotografías bélicas más sorprendentes que existen, pero es que «poco de Lee era como se podría esperar». Este libro lo atestigua y, de paso, reivindica a una artista fundamental del siglo XX.


David Cronenberg al límite, de VV. AA. (Solaris, Textos de Cine)

Es la segunda ocasión en que incluimos entre nuestros Libros de la Semana esta estupenda publicación especializada en cine, Solaris, a la que resulta difícil quitarle ojo debido a su poco común fijación por el lenguaje cinematográfico, que gana cómplices desde la misma elección del tema de sus monográficos. En el caso de este número 9 de la revista, se trata de una de las figuras que más han alterado la mirada del espectador contemporáneo, David Cronenberg, y de las más vigentes en el cine de hoy, o en el que mira —en argumento y forma— al inquietante mañana. Lo expresa a las mil maravillas el título del primero de los textos de David Cronenberg al límite: «Jamás fue tan oportuno escribir sobre Cronenberg», resume con su habitual clarividencia crítica Desirée de Fez, declarada fan del cineasta canadiense. Por un lado, reflexiona la especialista, su presencia actual se asocia a su predilección por el cuerpo y la sexualidad en relación con la transformación (deseo, peligro). Por otro, su ascendencia en ese «presente mutante» que evocan las películas de Julia Ducournau o de su hijo Brandon Cronenberg, e incluso la reformulación de Inseparables que Alice Birch ha concebido en forma de miniserie. Jesús Palacios disecciona el concepto de la nueva carne en su filmografía y las «inevitables connotaciones mesiánicas y religiosas» que arrastra su noción —satírica y nihilista— del transhumanismo como salvación de las almas. Elisenda N. Frisach aborda en profundidad la omnipresencia en su cine de «una carnalidad hipertrofiada y metastásica donde no hay moral ni limitaciones físicas». Irene de Lucas se centra en una de sus obras más importantes, la escandalosa Crash inspirada por la novela de Ballard, y su exploración de «cómo el sexo orgásmico y las colisiones mortales no son, paradójicamente, experiencias tan dispares». Raúl Álvarez pone a dialogar el cine de Cronenberg con el arte conceptual y el pensamiento contemporáneo, así como la idea de Artaud de un cuerpo sin órganos como modo de «abolir tanto la idea de esencia trascendente (Dios) como la idea de orden esencial (organismo)», que la tradición occidental asocia a lo eterno. Carlos Losilla habla acerca del lenguaje fílmico cronenbergiano y su constatación de que «todo conato de narración desemboca en una ausencia […] de construcción y coherencia». Aaron Rodríguez Serrano reflexiona sobre el binomio amor/deseo y la apuesta política e ideológica que convierte algunas de sus obras en «mucho más provocadoras, peligrosas y molestas ahora que en el momento de su estreno». Elisa McCausland y Diego Salgado escriben sobre el activismo performativo en paralelo a su producción, así como sobre «el colapso de uno y otro paradigma expresivo bajo el peso de la democratización de la experiencia performativa y su anhelo, no de confrontar lo establecido, sino de colaborar en sus dinámicas». José Antonio Jiménez de las Heras se refiere a la mirada atea de Cronenberg, en cuya obra «en ningún caso se producen fenómenos sobrenaturales o intervenciones de dioses o demonios». Fernando Usón Forniés se fija nuevamente en Crash como película clave y punto de inflexión «entre el cine de terror clásico, contemplado con disimulada sorna, y los presagios distópicos de la ciencia ficción más estilizada». Lorenzo J. Torres Hortelano, finalmente, destaca la idea de muerte en vida y otros gestos claves de sus películas como «ejemplo de la complejidad de las relaciones humanas y la incertidumbre de las emociones en su cine». Con estos mimbres, este último número de Solaris nos sitúa ante un minucioso y laberíntico recorrido por la vida y obra de un creador que es, en sí mismo, objeto de culto y que, como señala De Fez, es capaz de hacer «accesible lo inaccesible, asumible lo retorcido, atractivo lo perverso». ¿A quién no sería capaz de seducir Cronenberg, de llevar hasta el mismo borde del precipicio, con tales argumentos?


Monstruos, de Claire Dederer (Península)

«Quién no se ha preguntado alguna vez: ¿soy un monstruo o esto es ser una persona?», se cita a Clarice Lispector al inicio de este libro. No es tarde para seguir reivindicando una obra fundamental de 2023, que a buen seguro va a seguir resonando en los tiempos venideros (no hay más que ver la última polémica en el ámbito del cine español). Las implicaciones del fenómeno de la cancelación representa uno de esos temas sobre los que todo el mundo tiene una opinión —por lo general en forma de beligerante tuit—, pero pocas reflexiones pausadas, pocos argumentos sustentados, al menos, en un análisis medianamente riguroso. La crítica literaria, periodista y escritora norteamericana Claire Dederer se propuso enfrentarse a, como reza el título original, el dilema de una fan en torno a qué hacer con aquellos creadores cuyas biografías presentan aspectos decididamente oscuros o cuestionables, cuanto menos, pero cuyas obras nos sigue pareciendo majestuosas desde un enfoque estrictamente artístico. En realidad, la semilla —nunca mejor dicho— de Monstruos reside en un artículo de 2017 para The Paris Review («What Do We Do with the Art of Monstrous Men?») y su indagación sobre la figura de Polanski, así como en una revelación sobre lo que en realidad le interesaba del tema; no esos artistas por los que se había sentido decepcionada, sino quienes juzgaban su obra, quienes juzgaban —también— a la persona que estaba detrás: «Quería escribir una autobiografía del público», anuncia Dederer en el prólogo. Poco a poco, la autora fue constatando que esa tristeza privada iba a irse convirtiendo en rabia colectiva, y su dolor en una cuestión política. De eso habla este sorprendente y brillante ensayo, pero sobre todo, y en profundidad, de dilemas o sentimientos morales; al fin y al cabo, pronto se dio cuenta Dederer de que la cuestión subyacente era un conflicto de nosotros contra ellos: «Los dueños de la razón moral contra los inmorales». Su galería de monstruos/genios abarca a los Woody Allen, Michael Jackson, Picasso, Hemingway, Wagner, Carver, Miles David o Nabokov (el antimonstruo que «estaba dispuesto a que el mundo pensara lo peor de él»), pero también a las Virginia Woolf, Ana Mendieta, Doris Lessing o Valerie Solanas, que no suelen escapar a las antorchas pese a sus importantes contribuciones creativas. Además, sus reflexiones contienen una autocrítica de la —para muchos, monstruosa— labor de la crítica (¿una metacrítica?). Para esa deconstrucción, Dederer se apoya no solo en su propia mirada, sino en la de muchos otros autores con los que teje un coro muy distinto al vocerío habitual en este debate: de Vivian Gornick a Jenny Offill, Donna Haraway, Philip Larkin, Mary Karr o el crítico —otro de su especie— Dave Hickey, quien escribió: «La belleza es lo que nos gusta, lo queramos o no». Una definición compleja que, a su vez, sirve para definir este libro, y que la autora cita en su epílogo como el argumento definitivo en la discusión sobre lo que hoy día llamamos cancelación: no hay criterio para la belleza que cada cual percibe, como no hay criterio para el amor. No hay criterio para lo que a uno le gusta y, a menudo, «no queremos a quien lo merece»; por triste que suene. Al fin y al cabo, son nuestros monstruos, y seguramente algo de ellos haya en nosotros.


Mafalda para niñas y niños, de Quino (Lumen)

«¡Dios mío, qué manera de decir adulteces!». El título de este álbum, uno de los mejores regalos que puedan hacer y hacerse, es casi un oxímoron: bajo el prisma de la a priori —solo a priori— ingenuidad de sus menudos personajes, las tiras cómicas de Mafalda son devastadoramente adultas en su reflejo y su reflexión del mundo que nos rodea. Este 2024 se cumplirán sesenta años desde que la niña bonaerense, rodeada de su familia y amigos, apareciese en el semanario Primera Plana, y ya desde entonces sus historias nos acompañarían a lo largo de una década (y luego, para toda la vida). Con buen tino, Lumen ha aprovechado el aniversario para recopilar, por vez primera en un solo volumen, una serie de tiras de Mafalda con las que iniciar a los más pequeños en la lectura y en el amor por sus personajes. Sin suavizarlas ni retocarlas, claro, sin matices a la Roald Dahl; de hecho, desde la editorial recuerdan que en su primera publicación en España la censura añadió la etiqueta «para adultos». En este Mafalda para niñas y niños, que incluye como añadido y a modo de epílogo una Declaración de los Derechos del Niño comentada por los protagonistas, siguen estando sus temas de siempre: las relaciones paternofiliales, las decepciones y los desencantos del día a día («¡Me niego a que me anden cosiendo y descosiendo el porvenir!»), la sociedad de la (des)información, los golpes de realidad y de humor, los cuentos y las muchas lecturas (porque somos «carne de imprenta»), la conciencia de clase y las clases del cole que nos obligarán a desaprender, la (im)posibilidad de un mundo mejor («¡Dios mío! ¿Y ahora que haremos con toda esta libertad por delante?»), la sopa tibia que es tantas veces la vida. Joaquín Lavado, Quino (1932-2020), cuyo Premio Príncipe de Asturias también cumple años —diez—, impregna sus viñetas, incluso las más inocentes, de una comicidad absurda, un giro a las escenas cotidianas que no rehúye el diálogo con la filosofía existencialista («¿Justo a mí tenía que tocarme ser como yo?») o la crítica social, basándose para ello en el puro lenguaje gráfico y también en su uso de las palabras, tan divertidamente preciso, tan contundentemente significativo: «¡Otro más que engrosa el montón de los que no quieren ser uno más del montón!», exclama a sus seis añitos, o añazos, este personaje inmortal que no deja de hacernos reír, de conmovernos, de tirarnos del sillón con su mirada extrañada, perpleja, indignada y, en esencia, tan humana, que es imposible no acabar conectando son sus impertinentes reacciones. Todos querríamos ser Mafalda, ostentar su inteligencia, sentirnos vivos e inquietos niños en un mundo que ya apenas lo permite: «Es curioso, de pronto siento como si me hubiera entrado una basurita en el ánimo». Con frases como esa no es de extrañar la admiración que le han tenido autores coetáneos como Cortázar, Umberto Eco, García Márquez o Román Gubern, y que le siguen teniendo sus herederas actuales, como Camila Fabbri. Todos nos hemos preguntado alguna vez, como ella cuando observa las rutinas de sus padres, si estamos en buenas manos.

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