Rotunda, de Candela Sierra (Andana)
Llegamos bastante tarde —a nuestro ritmo, en cualquier caso— a este cómic con el que ha debutado Candela Sierra, y que le hizo merecedora del V Premio València de Novela Gráfica, otorgado por un jurado en el que estaban, entre otras personalidades, la investigadora Iria Ros Piñeiro. Pese a su punzante sentido del humor, o armado de él, Rotunda es un retrato implacable de la precariedad y del neoliberalismo cuñado que en gran medida impera en el sector laboral patrio asociado a las labores (supuestamente) creativas. Su joven protagonista, escultora de formación, ya cansada de dar tumbos entre empleos de baja cualificación y entrevistas con gente mediocre de recursos humanos, entra a trabajar en un estudio especializado en diseñar rotondas (sic); lo que da una medida de la acidez y la afilada crítica que aquí se dirige a la cultura del chanchullo, del pelotazo y del compadreo patriarcal que trata de ocultarse bajo una apariencia de avanzadilla moderneta. Más de lo mismo pero vestido de terminología cool. Llama la atención que, en ese desolador panorama en el que se halla ahogada Brisa, lo que más duele son las horas desperciadas, es decir, la vida y el talento entregados a quienes ninguna intención tienen de valorarlo: «Lo que me preocupa es estar perdiendo el tiempo» o «Estoy vendiendo mi tiempo. Y muy barato» son algunas de las frases que salen por boca de este personaje. Candela Sierra, que en breve editará un nuevo álbum con Astiberri y que junto al genial Riki Blanco ha formado el dúo de gráfica y comunicación Ducho&Lego, sorprende en su valiente ópera prima con esta brillante mirada a unas prácticas que, por desgracia, al lector le serán muy familiares. No solo los reveladores diálogos, sino sus magníficos trazos son capaces de recrear, con una mezcla de sutileza y contundencia, de colores vívidos y fondos desnudos, muchas de las aristas de un escenario que huele a podrido por mucho rebranding al que se someta. Como señala Rubén Lardín en el texto que acompaña esta magnífica publicación de Andana Gráfica, Rotunda es «un tebeo con alma antigua de serigrafía, colmado de gestos de precisión, observaciones silenciosas y conductas inadmisibles». Un libro a reivindicar, como los temas que afronta.
Cine documental, de Ian Haydn Smith (Libros Cúpula)
Desde hace unos años, vivimos en todas las artes una explosión de lo que se ha dado en llamar no ficción, etiqueta que no obstante corre el riesgo de banalizar las obras que engloba metiéndolas en el mismo —informe— saco pese a su relevancia creativa y formal, que las convierte en únicas y disruptivas. En el caso del cine documental y como señala en su prólogo a este libro Asif Kapadia (autor de los films biográficos Senna, Amy o Diego Maradona), no hay una sola forma de concebirlo y, «sobre todo debido a la democratización de la tecnología digital, ya no hay un modelo preestablecido de lo que debe ser». Desde estilos y enfoques muy diversos, todos los que merecen la pena lidian con lo que el cineasta británico de ascendencia india denomina «la naturaleza esquiva de la verdad», que es mucho más importante incluso que los hechos; la verdad es multiforme y polifónica, casi inasible, pero las cien muestras de documentales (largometrajes de cine y televisión o series), más otros veinte cortometrajes clave, que contiene este volumen registran esa búsqueda que nunca acaba en los créditos finales. Los seis bloques en que el periodista, escritor y editor Ian Haydn Smith estructura el volumen Cine documental, en un precioso diseño concebido por Libros Cúpula con multitud de imágenes —como cabía esperar en este marco temático—, no responden a una intención enciclopédica, cronológica o exhaustiva, sino a componer un muestrario de esa diversidad desde la invención del séptimo arte hasta nuestros días: de la radicalidad conceptual de Dziga Vertov a la audacia de Edgar Morin y Jean Rouch, pasando por la vanguardia de Chantal Ackerman, la sabiduría de Nicolas Philibert, la intimidad de Sarah Polley, el compromiso de Pere Portabella o de Barbara Kopple, el ilusionismo de Orson Welles, la memoria de Agnès Varda o la reconstrucción de Errol Morris, hay obras cumbre y obras desconocidas en esta selección, pero sobre todo hay voluntad de reflejar la trascendencia de un género libérrimo. Como recogía Welles en su Fraude, el arte no es la verdad, sino «una mentira que nos acerca a la verdad». Y el cine documental puede llegar a ser una excelente, bellísima mentira verdadera.
La ciudad prometida, de Valentina Şcerbani (Impedimenta)
En una nota de presentación a la edición en español, cuenta la autora de esta novela —ambientada en Moldavia— que vivió en nuestro país en 2015 y que recuerda ese periodo como el más feliz de su vida. «Allí se fortaleció mi fe en la literatura», asegura, y fue entonces cuando decidió escribir La ciudad prometida, una obra que supondría su debut en 2019 y que le ha valido comparaciones con su compatriota rumana Tatiana Țîbuleac. Puede sonar a elogio hiperbólico, pero la pericia y la potencia narrativa de Valentina Şcerbani, la capacidad de su prosa para sugerir y evocar el dolor y la pérdida vinculados a la edad del fin de la inocencia, son impropios de una primeriza y asombran desde los primeros compases; por ejemplo: «El cielo vestía una sombra nacarada, y el horizonte se mostraba salpicado de leche. Estábamos a comienzos de septiembre y la tristeza del otoño cumplía su destino». Una promesa que tiene continuidad a lo largo de las 160 páginas de esta obra de extraordinaria lírica, nada afectada, que por cualquiera de sus partes ofrece sentencias memorables: «Ese día tuve la impresión de que vivíamos en acuarios o en vasos o en jarrones redondos o en frascos. El mundo exterior era para nosotras un paraíso perdido, bello como un sueño que no iba a suceder». La narración, solo poblada de mujeres en soledad, está repleta de dualidades: lo luminoso y lo oscuro, lo onírico y lo real, la muerte y la esperanza o el amor; la promesa, en fin, de un destino irreparable. Todos esos elementos desfilan y oscilan en un relato tan certero en lo psicológico como fascinante en lo atmosférico, donde los edificios adquieren rasgos y cicatrices humanas, donde el agua se manifiesta y se vierte por todos los estadios del espíritu y donde lo siniestro, lo lúgubre adquiere color y olor; donde lo dicho pesa tanto como un cuerpo exangüe y las imágenes de Şcerbani impactan y horadan, sacuden y exponen al lector a la intemperie: «Sobre la tierra, lechosa, se había posado la niebla. La lluvia había amainado. Debido a la niebla, la llanura parecía inmensa. Aquí y allá, la tierra era pedregosa y la pala entraba con dificultad. Pero las mujeres la sacaban con las manos. Con los dedos largos, secos, lastimados hasta hacerse sangre. Los dedos duplicados con el lodo». La ciudad prometida se lee como una ensoñación —o una pesadilla— de la que cuesta salir, como un cuadro de Chagall que seguimos viendo incluso después de cerrar los ojos. La visión de Valentina Şcerbani se queda con nosotros, persisten en su revelador empeño.
El tiempo, de Stefan Klein (Península)
Han transcurrido cerca de veinte años desde su publicación original, y desde entonces esta obra no ha cesado de crear adeptos y de influir en la opinión sobre un tema que está más vigente que nunca: el valor de las horas, los minutos y los segundos (que en el balance posterior se convertirán en semanas, meses y años), su relativa velocidad o lentitud, pero también su inexorabilidad. El físico y filósofo alemán Stefan Klein aborda en estas páginas «el descubrimiento del tiempo interno» y sus dimensiones ocultas, la manera en que lo experimentamos y cómo aprender a gestionarlo con mayor cuidado. El tiempo, en ese sentido, no se piensa aquí como un fenómeno exterior, sino como una sensación asociada a la conciencia, al cerebro, y por eso mismo, defiende el autor, tenemos mucha influencia en ella, dado que «todo aquello que nos permite percibir el paso de las horas es en gran medida algo aprendido, igual que lo son, por ejemplo, los mecanismos del sentimiento de felicidad». Este ensayo se compone de tres bloques: en el primero, se explora el origen de ese tiempo interno y los procesos de la sensación temporal; el segundo indaga en la reacción al ritmo del entorno, la velocidad de los tiempos actuales (y no digamos los de 2024) y el estrés; en el tercero, finalmente, se indaga en la naturaleza cósmica del tiempo, lo que nos hace parte de una evolución. La obsesión de hoy por la productividad y la ansiedad que genera este remolino temporal en que nos movemos apresuradamente son motivo suficiente para recuperar las teorías de Klein, quien lejos de enrocarse en un análisis puramente científico, echa mano desde su introducción no solo de citas de expertos en el tema sino también de otros especialistas, los literatos: de W. G. Sebald a Joyce Carol Oates, Jorge Luis Borges o Cees Nooteboom. El tiempo es relativo y subjetivo, somos capaces de dejarlo escapar, de (re)construirlo —como hacemos con los recuerdos—, de asistir a su evaporación o de entregarnos a la droga de vivir sin aliento. «Una nueva cultura del tiempo significa no obligar a las personas a acomodarse a un concepto abstracto del tiempo», concluye Klein, para quien la transformación de ese ritmo impuesto pasa por un cambio radical en el que tenemos mucho que decir, pues «no somos esclavos del reloj, sino dueños de nuestro tiempo».