Horas críticas

«Acerico», de Florencio Luque Alfonso: las agujas del pensamiento

Durante el siglo XXI, por medio del florecimiento de las redes sociales y su pensamiento twitter hoy, siguiendo la lógica de la brevedad, pensamiento X, la expresión se ha ido adelgazando hasta quedar reducida a un esbozo de razonamiento, a un pobre intento de decir con palabras lo que sucede en la estructura profunda de la conciencia. El lenguaje ha resultado herido y, enfermo, no ha logrado superar este mal de estrechez lingüística. La palabra al uso no suele ser más que el torpe balbuceo de quien la pronuncia. Sin embargo, posiblemente impulsada por la necesidad de inmediatez que predomina en la sociedad actual, ha brotado con fuerza otra forma de acortamiento en el decir: el aforismo, un género bifronte mitad poesía, mitad filosofía que aprovecha su brevedad para cargar de sentido las palabras. Se podría decir que el aforismo es un dardo que busca el centro de la emoción. Pero para llegar al destino es necesario que la punta saje el aire, la levedad del aire, siendo este el verdadero espacio, el de lo sutil, el que atraviesa el aforismo. Es, a un tiempo, la piedra y el agua, la hoja y el viento, la oscuridad de la noche y las estrellas que lo iluminan, la voz y el silencio.

Acerico es el último libro de aforismos de Florencio Luque Alfonso, reconocido con el Premio Internacional Artemisa de Aforismos 2023 y publicado en Detorres Editores. Ese acerico, que nos servirá para tejer la vida, el poeta lo ha dividido en cinco partes: visiones, sueños, tiempo, laberintos y lienzos. Cada una de estas partes, a su vez, están compuestas por veinte diminutos alfileres punzantes que buscan dibujar los patrones de su peculiar percepción del mundo. Un alfiler, un aforismo. Cada alfiler, cada aguja, servirán para hilvanar la conciencia del yo y no olvidemos que se trata de una labor manual o de artesanía para zurcir el perfil de un autor de claro sesgo humanista, que ha ahondado en la esencia de la pintura, la música, la filosofía y la poesía como distintos caminos en los que buscar algunas verdades, en los que interrogar a la naturaleza humana. Porque la labor de Florencio Luque es la del que se pregunta sobre lo más cercano para elucubrar lo más lejano: el misterio de ser y de estar sobre la tierra.

Todo héroe es itinerante y su viaje es circular, como nos hizo ver Joseph Campbell en El héroe de las mil caras (Atalanta, 2020). El camino emprendido en Acerico no es trivial. La etimología de trivial nos remite a tri-via, es decir, a un cruce de caminos que superamos eligiendo al azar la ruta que seguiremos, desde la indiferencia, desde la rutina. No pensamos, no meditamos y lo damos todo como dado, por hecho, ya acontecido. La costumbre ensombrece la percepción de la luz y andamos a ciegas en el anonadamiento de la cotidianeidad. El héroe de Acerico es el sujeto poético que realiza un viaje iniciático desde los orígenes de la infancia, nos habla de los obstáculos que oscurecen la aventura de vivir la bajada a los infiernos de la duda, de las victorias éticas y del retorno al protagórico hombre como medida de la contemplación de todas las cosas; sin embargo, este héroe emprenderá la odisea del pensamiento, mediante la reflexión y el juicio, como un viaje en construcción hacia sí mismo, hacia el interior de sí mismo y, a su vez, proyectándose hacia afuera en el lector; será la suya una aventura hacia lo esencial y hacia la firme concienciación de existir. Leer Acerico es, pues, asomarse a un espejo que nos devuelve la no siempre grata imagen que quisimos proyectar. Unas veces consentimos con el poeta y salimos satisfechos, reforzados de nuestra heroicidad; otras, en cambio, nos vemos reflejados en la alteridad que nunca quisimos ser («Somos el reflejo donde se deforman los sueños»).

Por ello, la travesía aforística de Acerico permite esta doble aventura de goce y padecimiento, de regocijo y sufrimiento. A veces, se muestra escéptico; a veces, esperanzado. El ser humano y la realidad que lo constituye es dialéctica, pues es la paradoja la mejor vía para acercarse a la verdad, al menos desde los cimientos del pensamiento oriental, desde Lao-Tsé, y del occidental, desde Heráclito. La lógica paradójica posibilita que el ser (las cosas, el hombre, la naturaleza…) sea él mismo y su contrario, que, por ejemplo, se pueda rezar sin palabras o que la oscuridad sea el reino de la luz: «Todo sueño es paradójico: parece verdad porque es mentira». La realidad, como los sueños, no se confunde, sino que son, como dice Florencio Luque, verdad y mentira a un mismo tiempo. Lo que cada cual ve de la realidad depende del velo con el que la haya vestido a lo largo del tiempo: unos sólo alcanzarán a ver lo visible; otros, más agudos, lo visible… y lo invisible. Son estos últimos los que pueden disfrutar de la belleza de lo cotidiano y ver en la inmediatez de la cosa-en-sí un esplendor de plenitud, como en el canto de los pájaros que pueblan estas páginas, en las fugaces nubes del cielo o en el recuerdo de las cometas de la infancia. Pero también son estos los que visualizan lo oculto, la verdad y no la apariencia, como el instinto del gato al acecho de la sangre latiente del pájaro, como la nada que nos cubre o como la cometa de la infancia que se llevará el viento. Somos y nos somos.

Tienen estos aforismos algo de herida y de naufragio, de búsqueda y de hallazgo, mucho de ética y poco de dogmatismo. Se ha dicho que la felicidad que concede la ignorancia es suplantada por el conocimiento oculto en los frutos que cuelgan del árbol de la ciencia. Todo conocimiento presupone el dolor de la llaga, el desvelamiento de la realidad, la luz de la razón. Cada aforismo nos muestra, como la pintura, el misterio de lo que vemos. Son, a un mismo tiempo, el mar y el náufrago que hacen posible el naufragio, el medio en el que existir es estar consumiéndose en la acción del paso del tiempo: «Existir no permite juicios ajenos a existir». Aquí y ahora son el marco que recorta el horizonte del poeta, quien encuentra en la plenitud del amor una tabla de salvación: «Quien ama ignora el tiempo».

El tiempo es representado mediante el fuego heraclitáneo («Si solo percibes repeticiones, obvias matices»), por el que todo es lo mismo, pero siempre distinto; siempre el mismo fuego, pero siempre cambiante. «No hay mejor confidente que el fuego», escribe Florencio Luque. Ante el fuego, el individuo se reencuentra consigo mismo, descubriéndose en él, hallando en sus llamas su interior, su verdad última. Adquiere la condición especular y revela la transformación constante a la que está sujeta el contemplador. Ve en él lo que él es. Del mismo modo, las aguas del río parecen siempre las mismas, aunque nunca nos bañaremos dos veces en sus mismas aguas (panta rei): «Por el abismo del tiempo cruzas un puente». Como el laberinto que protege su centro, quien entra en él nuevo símbolo del tiempo cae en el abismo de la existencia, en la vida, pero también en la muerte. El ser humano es esencialmente temporal y acabará siendo, como en el famoso último verso del soneto de Góngora, la llama que se apaga, el humo que vuela y restos de ceniza. Nada: «En la semilla del tiempo flores de luto».

Foto: Angela Mabray (CC BY-NC 2.0 Deed)

Quizá la nota que mejor represente el tono del libro sea la de la nostalgia, explícita en la sección «Tiempo»: «Todos nacemos nostálgicos». La nostalgia, del griego nostos, es el regreso del héroe, el retorno a la patria de Odiseo, al hogar, en definitiva, la memoria, por lo que reza uno de estos aforismos «al viejo todo se le vuelve exilio». Somos expulsados del tiempo para caer definitivamente en el olvido. La nostalgia es el dolor que provoca el anhelo, los deseos, los ideales, los sueños no cumplidos que inevitablemente nos pertenecen como una parte ineludible del ser. La vida, aquí, también son sueños. Y quien no sueña, no vive.

Hay un aforismo en la última sección, «Lienzos», que podría ser la clave de la escritura de Acerico: «Epojé pictórica: pintar exige poner entre paréntesis el hábito perceptivo». Pintar un lienzo o escribir un poema como si se hiciera desde la contemplación del mundo por primera vez es acercarse a la realidad sin los prejuicios que la ocultan. La epojé de los escépticos propone la suspensión del juicio: nada se niega, nada se afirma. En la fenomenología de Husserl, la epojé sería la desconexión de la cotidianeidad, que nubla los sentidos. El mundo que pasa al lienzo o al papel es el que es interpretado por el hombre, único y todopoderoso creador de mundos, cada cual el suyo propio, desde su ángulo o punto de vista a partir del cual contempla la vida. Una verdadera obra de arte es, en consecuencia, aquella que desautomatiza los mecanismos de percepción; de ahí el paréntesis en la razón. Con Protágoras, «la mirada hace el paisaje», último de los aforismos que leerá el lector de Acerico.

El papel del lector es el de ir sacando del acerico del pensamiento cada uno de los alfileres o aforismos que lo conforman y, una vez en su poder, ir confeccionando su propio pensamiento. Somos seres desnudos que necesitamos el traje, la máscara, el disfraz de las palabras, no como encubridoras, sino, en el mejor de los casos, como la identidad con la que vestirse. Estos alfileres, a caballo entre la filosofía y la poesía, sirven para desvelar y descubrir la otra verdad, la que ha sido ocultada por la monotonía de mirar. Son alfileres como rayos de luz que penetran en la conciencia, que iluminan las sombras del pensamiento. Una invitación a la libertad a través de la belleza de la palabra:

«Esta música de viento y trigo, ¿quién la dirige?»

 


 

ACERICO
Florencio Luque Alfonso
DETORRES EDITORES
(Córdoba, 2023)
56 páginas
10 €

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