Analógica

Guía y poesía de las lenguas en la música urbana actual

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

Es muy de señor intentar poner una fecha concreta y una narrativa lineal a movimientos sociales tectónicos que se ramifican en muchos caminos de ida y vuelta. Catalogar con un esto fue así para no perdernos, cuando perderse es la única forma de encontrar las rutas que antes no se vieron. Pongamos que fue alrededor de 2013 que el paraguas de las músicas urbanas empezó a notarse en la península ibérica. Se percibe en cómo se deforma el rapeo, se auto-tuniza el r’n’b y las estéticas del glitch y el hyperpop toman las instrumentales de las canciones. La corporalidad del reggaetón, la sensualidad de la bachata y el maleanteo de los capos de la salsa se filtra en las discotecas. Se invita también al flamenquito e incluso a la música raï. Lo extrarradial se vuelve central en los discursos musicales de estas nuevas generaciones, una vez más.

Cada generación necesita sus propios discursos, que no vienen de la nada, sino de una mezcla de lo que les interesa. A su vez, después de muchas décadas de pop anglosajón, prima la faceta más hispánica y menos europeísta de nuestra meseta. Los jóvenes quieren conectar con LATAM, porque de Latinoamérica, el Caribe y muchísimas regiones de África, en especial del norte, son nuestras familias o los vecinos con los que convivimos. Parte de la población española ya son hijos de segunda y tercera generación de estas comunidades migradas. No olvidemos que ellas están aquí porque antes nosotros estuvimos allí. Nos devuelven la visita, en otros términos menos favorecidos. Y con ellas nos traen los préstamos, jamás lo suficientemente valorados, de sus culturas de origen.

En este contexto las músicas urbanas son un nexo extraoficial entre continentes. ¿En cuántos idiomas se canta una canción? Seguramente se puedan identificar distintas variantes autóctonas de español, en todos los acentos y con sus respectivos códigos de calle. Además de caló, spanglish, slang inglés, verlan francés, patois jamaiquino, portugués de distintos orígenes y códigos de los centenares de lenguas originarias y vigentes en el continente africano. Un legado de respuesta (anti)colonial a través de lo que la academía llamaría deformaciones lingüísticas, pero que son auténticos idiomas al uso. Espejo de que no existen poblaciones purasangre, todas somos mixturas. Y hay orgullo en ello. Así lo canta en «NADIE SABE» Bad Bunny, «[las palabras] las termino con la L, con la R suenan mal», dándole la prioridad que merece a su acento boricua.

Es una relación que, desde la distancia y en lo musical, es fácil de romantizar, pero que en la práctica choca con las cotidianidades. No podría escribirse sobre ello sin el testimonio de divulgadoras culturales como Mónica Gómez Vesga, conocida como Chica Acosta en su pódcast La Candela Viva. Como migrante residente en Barcelona, si le preguntas por los nexos idiomáticos, apunta que, de similitudes, pocas: «Tampoco siento que me entienda demasiado bien con los españoles si hablo netamente como venezolana o como colombiana. Lo latino solo se entiende, se celebra y se usa en la música y el mainstream porque es lo que está de moda, no porque haya una verdadera intención de integración social de esos códigos prestados. Trabajo redactando contenidos digitales y mil veces me han corregido palabras en castellano “que en España no se usan”. Pero luego oyes canciones de pop y urbano hechas por artistas españoles donde se cuelan palabras como teteo, flow, piquete, chimba… Hay algo que no cuadra».

Empezando, quizás, por las identidades monolíticas. Como señala el DJ y productor dominicano Sosa RD, «los líderes quisieron perpetuar esta concepción de que nosotros somos primero españoles, cuando los dominicanos somos caribeños, que es una mezcolanza de africanos, europeos e indígenas». Una mestura (como oí falar recentemente en galego) que es impracticable a la hora de cuantificar con los métodos que nos propone el sistema. Vendría a ser lo que el profesor John L. Jackson Jr. cataloga como sinceridad racial versus autenticidad racial, entendiendo los estereotipos de raza como una parodia preconstruida frente a una sinceridad racial que «no ofrece una forma sencilla de identidad; todo lo contrario, se deleita con los placeres de la incertidumbre, la complejidad y la contradicción» como otra vía de conocimiento más movible en las propias circunstancias.

Pero, sentadas las bases de la crítica, hablemos también de otras prioridades como el uso de estas interconexiones lingüísticas en las músicas urbanas para romper lo que Juan Carlos Valencia, en su ensayo El ritmo no perdona (2014), llama la colonialidad estética, a partir de la cual todos los códigos musicales deben medirse según unos cánones eurocentristas. Pongamos otro ejemplo, cedido por Chica Acosta: «Hay un concepto colombiano que es el estadero: una tienda-cantina en la que se vende alcohol, hay pistas de baile, picós y orquestas en vivo. No es un club, no es un bar, pero la selección musical suele ser autóctona (salsa, merengue, rancheras) y la gente va a bailar toda la noche». Si adaptamos este formato de espacio de ocio aquí, tomado directamente de Colombia, ¿cómo deberíamos llamarlo? ¿No sería más apropiado adoptar estadero como palabra clave, memorizando y recordando su orígen? ¿Habría una manera más apropiada de apodarlo?

Con esto, adonde quería conducir es a que hay palabras enraizadas en estos ritmos latinos que se comparten a través de las músicas urbanas que no pueden explicarse si no es con su vocabulario fuente. Expresiones asociadas al baile, como guayeteo, sandungueo, tembleque o incluso la mueca (que habla de un baile propio del dembow dominicano más crudo que se hace a través de la gesticulación facial), que no podrían definirse de otra forma y que tienen, por lo tanto, que conservarse a través del urban dictionary común en estos géneros musicales interseccionados. Palabras prestadas que nos dan más códigos para comunicarnos con sus contextos. Podemos decir que estas comparticiones de lenguajes callejeros e intercontinentales revientan los códigos de la llamada colonialidad estética. Y eso nos gusta. Porque como dice Audre Lorde en esta cita reconocida, «no se puede desmontar la casa del amo con las herramientas del amo». Nos sobran herramientas propias, desde las alteridades deberíamos compartirlas.

¿Qué otras roturas del sistema proponen las músicas urbanas y qué podemos aprender de sus códigos lingüísticos? Primero, un elemento común en todas las músicas, que es tratar temáticas humanistas universales como el amor, la muerte, las alegrías y los malestares, y su evidente riqueza metafórica y comparativa, que va desde elementos animales, alimenticios y naturales a referencias criminales, como por ejemplo «vamos a matarnos», que en códigos reguetoneros vendría a ser «vamos a follar». Segundo, otra muy básica, que es la capacidad de autorrepresentación de todos los colectivos minorizados por el sistema que encuentran en la música la propia expresión de sus realidades, que en el mainstream no se encuentran explicadas desde el punto de vista de origen. Rompen así la cadena sobre quién tiene el poder de hacer circular las historias y sus significados.

Por otro lado, existen una serie de códigos base como los tags o etiquetas sonoras propias de cada artista, productor o colaborador, que se añaden como elemento no solo estético de la canción, sino también como forma de cita autoral. En las músicas urbanas tampoco hay miedo a citar las fuentes originarias, sus referentes. Hay muchas canciones con name-dropping y repeticiones de frases que han aparecido en otras; por ejemplo, Young Miko en su pieza «Wiggy» canta abiertamente el «Aserejé» de Las Ketchup, y el español Yassir cita a los padres del reggaetón Tito el Bambino y Héctor el Father en «Desde que nací», creando así playlists comisariadas por los propios artistas sobre sus inspiraciones directas.

En las músicas urbanas hay un doble lenguaje, que hace circular nuevos significados y que también implica una escucha activa en el oyente para que lo pueble con su propio imaginario. El deseo aquí, al contrario de lo que se suele criticar, no se problematiza sino que se aprovecha; nunca se desperdicia, sacándole hasta las últimas gotas de jugo en un intento por explicar las sexualidades. Algo que en España, a pesar de nuestra pretensión liberal, hemos estigmatizado. Así lo vive Sosa RD, quien percibe cómo «el tipo de macho ibérico no permite que un hombre baile y se suelte y disfrute de su propia sensualidad. Siendo caribeño aprendes a bailar desde niño y tienes acercamiento con la otra persona desde que eres bastante joven a través del baile y del goce». Lo que aprendemos a través de esta conexión continental entre las músicas urbanas va más allá de los códigos lingüísticos: también retrata muchas circunstancias sociales y cómo se posicionan nuestros cuerpos, proponiendo que la próxima vez que deseemos juzgar, seamos conscientes de que son la representación cultural más actual sobre nuestras complejidades identitarias.

 


Aïda Camprubí es codirectora del Festival BAM y ha sido responsable de la programación de paneles en Primavera Sound y de La (3) de Sala Apolo, así como supervisora musical para películas. Es presentadora de Boiler Room en España, del programa musical Feeel y de la sección Territori Groupie en betevé, forma parte de El Bloque TV y colabora en medios como Radio 3, Rockdelux, Vogue o El Salto como crítica cultural.

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