Horas críticas

Libros de la semana #139

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

El arte de leer. Ensayos, de W. H. Auden (Lumen)

«Hay libros que son injustamente olvidados; ninguno es injustamente recordado». Es una de las reflexiones con que se abre este libro singular, con el ensayo titulado Leer, que como otros de los textos de esta recopilación está lleno de lúcidas sentencias, casi aforismos iluminadores de su autor, W. H. Auden (1907-1973). En septiembre se cumplieron 50 años desde la muerte del gran poeta, mucho menos conocido por su condición de magnífico ensayista y crítico literario, que es la que recoge este volumen titulado El arte de leer. Como señala su editor Andreu Jaume en el prólogo, el hecho de que su producción poética reflejara como pocas el magma ideológico, político, estético y espiritual de su siglo procede de una gran conciencia sobre su oficio, y así «desarrolló su poética al calor de una indagación teórica paralela y, en muchas ocasiones, convergente». Siguiendo la tradición de autores como Poe o Valéry, dos de los citados en este libro, o de T. S. Eliot, todo un referente para Auden, su lectura omnívora llegó a ser indisociable de su escritura, como dueño «de un demoledor sentido común, de una inexorable independencia de criterio y de una fértil y contagiosa libertad interpretativa que convierte sus asaltos en puntos de vista únicos e irrepetibles», según Jaume. Los ensayos compilados en estas páginas hablan, por supuesto, de poesía, de D. H. Lawrence, Marianne Moore, Cavafis o Tennyson; especialmente de los Sonetos de Shakespeare, del que analiza su capacidad insólita para el fraseo. Una obra compuesta a partir de los tres principales libros de crítica que publicó en vida el autor nacido en York (en 1962, 1967 y 1973, respectivamente), y que justamente centran buena parte de sus argumentos en esa labor. Por ejemplo: «El disfrute no es, en ningún caso, una orientación crítica infalible, pero es la que yerra menos»; o bien: «No se educa el paladar de nadie diciéndole que lo que está acostumbrado a comer es decididamente asqueroso». Algunos deberían —deberíamos— tomar nota de ideas que, más de medio siglo después, no han perdido un ápice de su vigencia. Al fin y al cabo, leer bien es casi tan importante como escribir bien; todo un arte a cultivar.


Terror Kabuki, de Tsuruya Namboku / Daniel Aguilar (Satori)

Si pensamos en la relativamente reciente corriente cinematográfica bautizada como J-Horror, que tuvo su eclosión a principios de milenio, es inevitable que nos venga a la mente la imagen de una mujer-fantasma de pelo largo y oscuro («símbolo de la condensación de sus pasiones»), capaz de encarnar las más terribles escenas relacionadas con algún trauma o alguna herida irreparable del pasado. Pues bien, una de las inspiraciones principales para esas historias de cineastas como Hideo Nakata o Takashi Shimizu, y para su materialización visual, son las leyendas populares del periodo Edo que el más famoso dramaturgo del género kabuki-terror, Tsuruya Namboku IV (1755-1829) recogió en los inicios del siglo XIX vistiéndolas con ropajes sobrenaturales y personajes marcadamente macabros. En Terror Kabuki, el escritor, traductor y especialista en cine japonés Daniel Aguilar (Madrid, 1966) adapta por primera vez al español tres de sus libretos más influyentes, con toda su carga de crueldad, humor negro, ruptura de tabúes y, por supuesto, terror; un terror retorcido, cercano a veces a lo grotesco. Los relatos basados en hechos reales y centrados en Iwa (acaso la más famosa de las historias japonesas de fantasmas), Kasane y Sakura dan vida a tres mujeres protagonistas que pasan de ser víctimas a poderosas artífices de una brutal venganza; narraciones pobladas de muertes, apariciones, divinidades, posesiones, erotismo, espejos, trasgos, demonios y las más bajas —y humanas— pasiones en relación al deseo. Como expone Aguilar en su excelente introducción, de unas 40 páginas, a las tres obras teatrales, donde establece una genealogía del kabuki-terror en el contexto de la historia cultural del país nipón y repasa la biografía y la obra de Namboku el Grande, hombre carente de estudios pero dotado de una gran capacidad de observación, su figura iría cayendo en el olvido hasta hace ahora un siglo, coincidiendo con el surgimiento del ero-gro, movimiento que nacería como protesta al silenciamiento de ciertos temas en el arte. Hoy Tsuruya Namboku es un personaje mítico, objeto de infinidad de estudios que alimentan la leyenda en torno a este prolífico autor (escribió unas 120 piezas dramáticas), del mismo modo que su imaginación ha alimentado nuestras más recurrentes pesadillas en los últimos años.


Punto de realce, de Simonetta Agnello Hornby (Tusquets)

«Las mujeres, poco a poco, iban conociéndose y a veces hablaban entre ellas. Al bordar, era natural recurrir a la palabra, pero no se trataba de cháchara o cotilleo, sino de auténticas confesiones, hechas necesariamente con la mirada baja, porque nunca se miraban a los ojos para no perder el hilo, y eso favorecía que hasta las más retraídas vencieran su timidez, ayudando así a compartir secretos y disgustos cuyo peso resultaría demasiado difícil de sostener solas». El bordado, una labor sencilla y asequible que ocupa las manos y la mente, es la excusa en torno a la que Sara, Rachele y Beatrice, Las Tres Sabias protagonistas de esta novela, reúnen a mujeres de diversa edad y estrato social (de nobles a monjas o prostitutas) en una especie de tertulia femenina que las hará unirse en sororidad frente a los nuevos tiempos que trae la década de los 60 a la Sicilia de posguerra. Con Punto de realce, la autora del superventas La Mennulara cierra su trilogía en torno a la saga familiar —aristocrática— de los Sorci, un fresco histórico que comprende desde el último decenio del siglo XIX hasta la masacre de Capaci y el asesinato del juez antimafia Giovanni Falcone en 1992, y que es, a la vez, un gran retrato de su región natal. Simonetta Agnello Hornby (Palermo, 1945) vuelve a integrar en una narración absorbente la complejidad de los privilegios y los traumas de una sociedad convulsa, cuyos poderes subterráneos siguen oprimiendo a la población en otra clase de guerras, igual de letales. Partiendo de la tradición de la novela decimonónica, la escritora italiana muestra su habilidad como narradora al dejar que sus personajes adquieran voz, en un relato polifónico, para contar sus disputas familiares, las soledades y las traiciones, el sometimiento patriarcal, la expansión de la mafia y la gran plaga de la droga; el fin, en definitiva, de muchas esperanzas de cambio. Agnello Hornby observa las evoluciones e involuciones de su tierra con una mezcla de fascinación y dolor, señalando las contradicciones y los contrastes de una región de conmovedora belleza y escenario de grandes horrores; como evoca la cita inicial de Gesualdo Bufalino: «Sufre, Sicilia, de un exceso de identidad, y no sabría decir si se trata de algo bueno o malo». Frente a esas «mil curvas y entramados de sangre» que evoca el poeta de Comiso, solo queda el poder de la comunidad, de renacer colectivamente tejiendo «el hilo del propio destino».


La maldición del Marqués de Sade, de Joel Warner (Crítica)

De escándalos está plagada la historia de la literatura universal. Pero pocas obras llegan al nivel de espectacular enrevesamiento en su transmisión como ha ocurrido con el manuscrito de Los 120 días de Sodoma o la escuela de libertinaje, escrito por Donatien Alphonse François de Sade (1740-1814) durante su estancia en la prisión de la Bastilla. Considerada al mismo tiempo como una de las novelas más importantes jamás escritas y como «el evangelio del mal», su odisea a lo largo de varios siglos por toda Europa, pasando de unas manos a otras y siempre envuelta en la polémica y el malditismo, es narrada de forma apasionante por el escritor, editor e investigador Joel Warner (Boston, 1978) en La maldición del Marqués de Sade. Desde cómo el célebre agitador se fue labrando «una reputación basada en las transgresiones cometidas sobre la página y no en las que había cometido en otros lugares», pasando por el momento en que la obra en cuestión salió de imprenta a principios del siglo pasado —119 años después de su creación—, editada como clandestino artículo de lujo; la fascinación de los intelectuales surrealistas y la intervención de Cocteau o Breton contra la censura de la edición de Jean-Jacques Pauvert a finales de los 40; su notoriedad como objeto revolucionario y sometido al contrabando; la adaptación de Pasolini en Salò al contexto del fascismo, o la aparición en escena de Gérard Lhéritier, rey de los manuscritos y comprador de la obra de Sade que sería arrestado en 2014 por un presunto fraude piramidal, a partir de aquel condenado pergamino que «se había convertido en el plato fuerte de una iniciativa que tenía por objetivo transformar la propiedad global de la palabra escrita, pero que acabó dejando en ruinas al mayor mercado de libros y manuscritos del mundo»; hasta la adquisición en 2021 por parte del gobierno francés, que ahora lo considera un «tesoro nacional» y que le hacía concluir su periplo en una biblioteca estatal, a menos de mil metros de donde había sido escrito, en el lugar que antaño ocupaba la Bastilla. Allí mismo empezaba Sade a dar forma, una noche de octubre de 1785, a un libro cuyos efectos sísmicos ya podía anticipar, como podemos apreciar en su introducción: «Es ahora, querido lector, cuando tienes que preparar tu corazón y tu espíritu para el relato más impuro que haya sido creado desde que el mundo existe». Un relato que se extendería a su propia existencia como obra literaria capaz de sembrar el caos allá por donde circulase; justo lo que, a buen seguro, habría querido el sádico Marqués.

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