Horas críticas

Libros de la semana #133

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Goliat, de Tom Gauld (Salamandra Graphic)

«Y los filisteos reunieron a sus tropas en lo alto de un monte, y las tropas de Israel se reunieron en lo alto de otro monte, y había entre ellos un valle». Con esta introducción se abre un cómic que, por suerte, mucho más que la épica o el atroz arte de la guerra, evoca los tiempos muertos —muertos en el mejor sentido—, el sinsentido y las rutinas de batallar por cuestiones que escapan a los que exponen su propia existencia. También hay algo de existencial, justamente, en esta obra que parte del lenguaje económico de la tira gráfica para despojar al mito bíblico —y, por tanto, granítico— de toda solemnidad, literalmente desmitificándolo y observándolo desde un enfoque irónico y entrañable, aunque también algo amargo. Esta nueva edición de Goliat, la ópera prima con la que el historietista e ilustrador Tom Gauld (Aberdeenshire, 1976) logró una nominación a los Premios Eisner en el año 2012, llega con traducción de Carlos Mayor y evidenciando su influencia posterior y su vigencia como clásico de la literatura viñetística. El estilo minimalista, geométrico y a la vez lírico, tanto en el apartado gráfico como en el narrativo, anticipaban ya entonces a autor mayúsculo que escribe con minúsculas, proclive a pillar al lector con la guardia baja. En cada una de las escenas que componen este breve volumen parte de lo aparentemente anecdótico para transformar el mito y releer su metáfora central: aquí el gigante ejerce la guerra que le han encargado con la misma actitud desapasionada de cualquier tarea burocrática, ignorante del (escaso) futuro que le espera a manos del menudo David, antes de que este se convierta en líder de la nación israelita; desconcertado ante su inminente final: «Vienes a mí con espada y lanza y escudo… / Oye, perdona, ¿qué dices? / Mas yo vengo a ti en el nombre de Jehová… / ¿Qué? A ver, un momento. / Y sabrás que de Jehová es esta guerra…». Absurdo final el de Goliat y el de otras víctimas de la guerra emprendida en nombre de dios.


Jara morta, de Ángela Segovia (La uña rota)

Por toda biografía de la autora, acompañan la edición de este libro las siguientes nueve palabras: «Ángela Segovia / (Las Navas del Marqués, 1987) / todavía escribe». En realidad, esos tres renglones contienen mucha información sobre este libro, pues identifican para los no iniciados a su autora, que en 2017 ganó el Premio Nacional de Poesía Joven; su lugar de origen, donde según ella misma «el viento es violento y parece traer agujas a la piel»; su año de nacimiento y a lo que todavía se dedica, lo que denota, por un lado, que aun habiendo pasado los 35 sigue siendo joven y que, a la vez, ha alcanzado la madurez literaria queriendo «aprenderlo todo para poder escribirlo». Ni siquiera la división en versos es inocente, como tampoco el hecho de que esta obra suponga la segunda entrega de un ciclo titulado Bella Morte, en el que da rienda suelta a un verbo desnudado de corsés estilísticos y donde lo formal se diría que le viene dictado por las voces del entorno, a la manera de la poesía mística —con algo, casi siempre, de experimental—. «Todo lo que aquí se cuenta es verdad», avisa al inicio de Jara morta, una especie de diario poético o cuaderno de campo existencial que, como en el anterior Mi paese salvaje, recoge las emociones y las palabras de un paisaje mental y espiritual tan cercano como amenazante. El ritmo con que fluye esta reunión de textos, su forma de conectar con el mundo de los objetos y con otros mundos, sus hallazgos en forma de imágenes vívidas y potentes, su indagación en el lenguaje de los sentidos y en el sentido de aquello que no lo tiene a simple vista, su trascendencia esencialista que mira tanto o más al suelo… todo es parte de una voluntad autoral abierta al abismo: «El claro era como una plaza. También ahí estaban las jaras tumbadas, es decir, muertas. Se me fueron metiendo por los ojos, y ya no sé qué más». Eso es: un libro que entra por los ojos, y por los poros, hasta desarmar toda capacidad de juicio crítico. Jara morta es lo que es. O lo que debería ser, a veces, un libro.


Espectros del tiempo, de Pol Capdevila (Gedisa)

Sostiene el autor de este libro que a menudo se habla del problema de vivir en un estado de crisis permanente y multidimensional, pero que la cuestión podría ser más honda: «Podría tratarse de una crisis general del tiempo, en la que el presente, el pasado y el futuro se han descoyuntado». El arte de nuestro tiempo, o sea contemporáneo, no es ajeno a esta problemática, y lo que en estas páginas se acomete es el intento por tratar de definirla en base a disciplinas como la teoría e historia del arte, la sociología, la teoría de la comunicación y la historia a secas, desde el enfoque estético y filosófico propio de la trayectoria de su autor. Docente, investigador, crítico y divulgador, Pol Capdevila (Barcelona, 1976) emprende en Espectros del tiempo lo que denomina «hermenéutica crítica de lo contemporáneo o estética del tiempo histórico» a través de una colección de ensayos donde aborda el arte como espacio para la reflexión sobre la conciencia del tiempo histórico, las cronofilias y cronofobias; la investigación casi arqueológica del tiempo moderno y la historicidad determinista; la modernidad estética desde Baudelaire a las vanguardias; la posmodernidad y el actual presentismo, deshistorización o heterocronía, de Walter Benjamin a William Kentridge; la actitud performativa, constructiva y comunitaria hacia el tiempo en el arte contemporáneo, de Ariadna Guiteras a Otobong Nkanga. «El orden del presente es el desorden del futuro», se cita en el tramo final a Louis Antoine de Saint Just, Arcángel del Terror en la Revolución Francesa, guillotinado a los veintiséis años. La lectura del tiempo histórico y su conciencia que propone Capdevila en este libro es también revolucionaria, pues apela a su constante construcción, no a un bloque de ideas intocable. El milagro de actuar en sincronía, argumenta, es consecuencia de las iniciativas colectivas; no deberíamos estar solos en este viaje a través de los años.


Cadillac Ranch, de Antonio Tocornal (Sloper)

«Al día siguiente me dirigí hacia Cadillac Ranch en Amarillo, Texas. Salí cuando aún era de noche. Conseguí sintonizar una emisora que reproducía jazz y cuyo locutor no hablaba todo el tiempo; supongo que se limitaba a poner un disco tras otro mientras desempeñaba otro trabajo. Tal vez la emisora estaba en la trastienda de una ferretería que vendía rastrillos, cortacéspedes y trampas para mapaches, y el ferretero estaba desayunando un bloody mary y poniendo discos al mismo tiempo mientras esperaba la hora de apertura o mientras esperaba la muerte. Esto último es una conjetura; no lo podía saber. Una conjetura y un cliché, las dos cosas». Este largo pasaje del relato inicial de este libro, que además le da título, da una medida del paisaje —tonal y existencial— que hallaremos en sus páginas y de su vertiginoso estilo, que en esa evocación de la Ruta 66 avanza al ritmo de imágenes plagadas de referencias a Hopper, Springsteen, Kerouac, Jarmusch, Lynch, la Arizona Baby de los Coen o el París, Texas de Wenders. Quince relatos donde lo sorprendente hace acto de presencia cuando menos se lo espera, con un paisaje de fondo familiar y al mismo tiempo extrañado, salpicado de una serie de giros narrativos de 180 grados que sitúan al lector ante el accidente grotesco, inverosímil y tragicómico que es, bien mirada, cualquier vida, por muy en serio que se la tome. Dice el maestro del género Eloy Tizón que la música de este Cadillac Ranch supone la «reafirmación poética» de un escritor en su cénit, aunque paradójicamente este sea el debut en el libro de relatos de Antonio Tocornal (San Fernando, 1964), consagrado novelista hasta ahora. Pero sin duda se reconocen aquí su anterior exploración de la naturaleza profunda y brutal a lo Cormac McCarthy, su mirada provocadora a las humanas miserias y su prosa seca y lacerante, indómita y física, tan celebradas en recientes obras como Malasanta. Estos relatos se impregnan de aquel fatalismo y llevan al lector a pensar, como en la cita inicial de En el camino, que «nadie sabe lo que le va a pasar a nadie excepto que todos seguirán desamparados y haciéndose viejos». Es ley de vida, es decir: lo que vemos por el parabrisas mientras seguimos la senda que marca la carretera, aunque finalmente no vayamos a ninguna parte.

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