Crónicas desorbitadas

¿De qué demonios trataba exactamente Verano azul?

«Bea ya es mujer»

Chanquete ha muerto. Sé que esas tres palabras despiertan una automática remembranza en ustedes. Pero, aunque no se lo crean, no es esa la cita que más recuerdo de aquel hito de la soap opera de chancleta y sombrilla, faro de infancias y verdadera encarnación de la serpiente de verano, que se llamaba Verano azul. No, aquella sentencia luctuosamente marmórea que terminó convertida en algo no muy distinto del hito de carretera, apenas pertenece ya a mi bagaje pueril. Lo que de verdad marcó mi memoria fue otra frase que me dejó mucho más confundido y perplejo: «Bea ya es mujer». Imaginen el desconcierto de aquel pobre niño desorientado que, como todos durante la emisión de Verano azul, permanecía clavado ante la pantalla. ¿Qué demonios se suponía que significaba esa  frase? «Bea ya es mujer». Atónito, miré el televisor desde todos los ángulos concebibles. ¿Que ya es mujer, por qué? ¿De repente tiene las tetas más grandes? No producía esa impresión. ¿Había conseguido un trabajo? ¿Se iba a casar? ¿La enviaban al servicio militar? Ninguna de esas cosas era mencionada en los diálogos. A falta de mejores respuestas, concluí que era el cumpleaños de Bea —aunque no muy convencido porque no se veían tarta ni velas por ninguna parte— y que precisamente ese día había llegado a la edad estipulada en que a las niñas se les concedía una especie de diploma de feminidad que las capacitaba para, qué sé yo, ir en moto, ver películas de dos rombos o jugar al blackjack con crupier en vivo . Bea ya es mujer. Fantástico.

Esa misma sensación de perplejidad, aunque perenne, me invade hoy cuando pienso en aquella serie cuyo éxito traspasó veranos —porque la repescaban año tras año con una regularidad digna de la recién adquirida por Bea junto a su diploma de mujer— y también fronteras, ya se vio en otros países con bastante éxito, convirtiéndose en una de nuestras mayores exportaciones de la época, después, claro está, de Julio Iglesias. Aún sigo preguntándome: ¿de qué demonios trataba exactamente Verano azul? Porque imaginen que en pleno siglo xxi a alguien se le ocurriese producir un programa protagonizado por un marinero retirado que vive solo en un barco varado en una colina y que se pasa el día allí, rodeado de niños, sin que nadie controle sus misteriosas actividades, excepto una pintora, aficionada a la canción protesta y probablemente fumadora de marihuana, que no representaba precisamente una garantía de supervisión efectiva.

Pensándolo dos veces, creo que aquella serie constituyó la respuesta natural a la emergencia de una nueva figura en la sociedad española: el veraneante, que como todo fenómeno nuevo precisaba de un buen metraje documental donde pudiésemos contemplarlo en toda su zafiedad. La época del desarrollismo y una industria turística destinada a los guiris tuvieron como efecto secundario la proliferación del dominguero, en sus etapas tempranas, y del veraneante, en cuanto las familias pudieron alquilarse un apartamento cerca de la playa. El dominguero era ruidoso y molesto, aunque exclusivamente depredador de parajes cercanos a las ciudades, ya que debía estar de vuelta en casa antes de que empezase Estudio estadio. El veraneante, en cambio, era como el bárbaro. Desplazados de su hábitat propio durante semanas, no conocían fronteras (provinciales) ni tampoco límites morales, arrasando con todo a su paso, convirtiendo aquel remanso de paz que era el tradicional pueblo costero en un pandemonio de gritos, inconveniencias y, en el mejor de los casos, la constante fetidez de sus cremas baratas. Aunque el arma más destructiva del veraneante era, sin lugar a dudas, su prole. Niños o adolescentes estruendosos y estúpidos que desafiaban a la sufrida policía local y sacaban de quicio a los vecinos, mancillándolo todo con la chillona altanería del idiota de ciudad que considera su lugar de veraneo como la extensión del jardín de ese palacio que nunca ha tenido.

Verano azul es pues la crónica de una España decrépita cuyos nuevos brotes auguraban nuevas décadas de perdurable cretinez. Y ya ven que el augurio se ha cumplido. Los mocosos chillones se han apoderado definitivamente de la costa, con el bobalicón beneplácito de sus asilvestrados padres, ocupados en reblandecer lo poco que queda de su materia gris a base de rayos ultravioleta, porque como sabemos es una medida muy inteligente elegir lo peor del verano subtropical para tenderse al sol. Los valores educativos de Verano azul, que son como los de La casa de la pradera pero con tufo a pescaíto, bien poco han hecho por regenerar España, que continúa bailando con ahínco al son de la pandereta. Eso sí, dado que todos la vimos de pequeños, su memoria aparece embellecida por la nostalgia, emoción casi tan perniciosa como el enamoramiento. Pero no se dejen engañar. Verano azul era el tétrico retrato de lo peor de nuestra peculiar cultura. El Vaquilla, el Torete, el Piraña. Ah, aquellos maleantes de los ochenta.

3 Comentarios

  1. Pingback: Sometimes a coffee 44 – Klepsydra

  2. Miguel López-Neyra, ¿dónde puedo leer más de usted? ¿Tiene algún libro publicado? ¿Usa alguna red social? He leído todos sus artículos de la Jot Down miles de veces, gracias

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