Naturalezas, de Ralph Waldo Emerson (La Línea del Horizonte)
«Para estar en soledad, las personas necesitan retirarse tanto de su habitación como de la sociedad. No estoy solo mientras leo o escribo, aunque nadie esté a mi lado. Pero si alguien quiere estar realmente solo, que mire a las estrellas. Los rayos que provienen de esos mundos celestes le separarán de lo que toca». Así comienza Naturalezas, obra que recoge sendos ensayos esenciales del filósofo y escritor Ralph Waldo Emerson (1803-1882): el primero de su carrera, publicado en 1836 y justo un día después de que se iniciara el movimiento trascendentalista, del que fuera fundador y uno de sus máximos representantes junto a Thoreau y Whitman; y el procedente de una conferencia que impartió en 1841. Ambos son fundamentales para entender el núcleo de su pensamiento y su forma de proponer nuevas relaciones con el mundo natural, por lo que su vigencia no puede resultar mayor. Como explica Carlos Muñoz Gutiérrez en su magnífica introducción a esta reedición reeditada de La Línea del Horizonte, la naturaleza para Emerson es un lenguaje, de modo que «las palabras son signos de hechos naturales, porque los hechos naturales particulares son símbolos de los hechos espirituales, y porque la naturaleza es el símbolo del espíritu». De ahí procede su visión, que distingue la madera obtenida por el leñador y el árbol considerado por el poeta a través de su ojo integrador. «Para hablar claro», asegura el líder de la Escuela de Boston, «pocos adultos son capaces de ver la naturaleza. La mayor parte de las personas no ven el sol, o al menos su visión es superficial. […] El amante de la naturaleza es aquel cuyos sentidos internos y externos están realmente ajustados entre sí; aquel que retiene el espíritu de la infancia aunque llegue a la edad adulta. Su relación con el cielo y la tierra se convierte en su alimento diario». Como figura intelectual, Emerson era un moralista tanto como un idealista descendiente del romanticismo alemán, un erudito que apostaba por empezar de cero, volver a unos orígenes basados en el sentido común y en comprender el sentido de la naturaleza para legitimar la vida política y social. La suya es una mirada protoecologista cuyos principios resuenan, a partir de la lectura de esta obra, en nuestro convulso e indefendible presente de emergencia climática e insostenibilidad crónica. Nos queda el consuelo de que, «en presencia de lo natural, un delicioso sentimiento salvaje recorre a las personas a pesar de sus penas». Al menos mientras conservemos la posibilidad de esa presencia.
Embajada a Calígula, de Agustina Bessa-Luís (La Umbría y la Solana)
Nos legó con La sibila, en 1954, una de las novelas fundamentales en la Historia de la literatura portuguesa, además de un centenar de títulos en los más diversos géneros y sus magníficos guiones para el cineasta Manoel de Oliveira, pero la escritora Agustina Bessa-Luís (1922-2019) aún es relativamente desconocida en nuestro país, exceptuando la reivindicación de su figura que ha hecho la autora —y gran divulgadora de talento luso— María Sánchez. Publicado originalmente en 1961, Embajada a Calígula es uno de esos libros de viajes que es mucho más que un libro de viajes, o que se parece a la mejor versión de ellos que podamos tener en mente. Porque ¿cómo definir lo que aquí se nombra como atmósfera moral de un traslado? «El viaje es la intimidad del fastidio. […] Con su misterio y su intimidad con la consciencia, con sus alegrías que nacen inexplicablemente de un golpe de viento en la polvareda sobre un puente, de una sensación de vida aislada y profunda cuando atravesamos una tierra extranjera, ¡ah, ese viaje pocos pueden experimentarlo!». Estas páginas (que aquí nos llegan en excelente traducción de Martín López-Vega para La Umbría y la Solana) son su particular crónica de un periplo por tierras españolas, francesas e italianas que la empuja a recoger sus reflexiones sobre los diversos escenarios y sus vivencias, con ese estilo perspicaz y libérrimo, irónico y evocador, virtuoso y complejo de su prosa, que la equipara a los grandes maestros de la narración contemporánea europea. En su deambular comenta la Historia de cada lugar bajo la luz de sus impresiones directas, y también el arte de Goya, Velázquez o El Greco, de Picasso, Matisse, Bernini o Botticelli, acompañada de las voces de Proust, Stendhal, Montaigne o Gabriela Mistral, entre muchísimas otras referencias. Y sin embargo, llegando hacia el final de su vasta peregrinación, Bessa-Luís confiesa no haber vivido el trayecto con felicidad, sino más bien alivio ahora que se desprende de «toda esa belleza descatalogada» que contempló en los museos; ser testigos de tanto prodigio, nos recuerda, acaba por devolvernos una insondable tristeza al regreso. «¿Era ver los tesoros, admirar las ciudades, conocer las civilizaciones, lo que deseábamos? No, no era eso. Yo creo que no. Quería, en vez de vagar por capitales embanderadas, vivir en un tiempo limpio y sin exasperación, en que poder leer los versos de Neruda sin esconderme de quienes tienen el corazón demasiado puro». Según la brillante autora portuguesa, el mundo es rico en «insignificancias mercadeables, en silencio ruidoso, atronador»; también el que vemos cuando nos sentimos extranjeros, sin reparar en que acaso siempre lo somos, da igual el suelo que pisemos.
Sueños de ácido, de Martin A. Lee y Bruce Shlain (Página Indómita)
Reza un antiguo proverbio talmúdico, citado al comienzo de este libro, que no vemos las cosas como son, sino como somos nosotros. En 1985, los reputados periodistas de investigación norteamericanos Martin A. Lee (Nueva York, 1954) y Bruce Shlain (Detroit, 1951) publicaban Sueños de ácido, una colosal obra que recorre la historia social del LSD a partir de una ingente cantidad de material desclasificado por el gobierno de su país y que revelaba los sorprendentes usos, tan escalofriantes como sobrecogedoramente irónicos, de esta droga de doble filo: por un lado, abrió las puertas de la percepción al movimiento contracultural de los 60 y, por otro, sirvió de material de uso experimental y controlador a los servicios de inteligencia y las fuerzas armadas de Estados Unidos. Las dos caras de la libertad, podríamos decir, convergen en esta cautivadora crónica a ritmo de thriller, llena de enigmas y conspiranoia, como no podía ser de otro modo, que ha sido elogiada en base a su exhaustividad, erudición y lucidez —nada alucinada— por algunos de sus protagonistas, de Allen Ginsberg a William S. Burroughs. Precisamente es la galería de extraordinarios personajes del ácido, a la que se suman Hubbard, Leary, Huxley, Owsley, Kleps, Kesey y muchos más, la que da aún mayor fuerza a esta narración sobre la innegable ventana metafísica y la visión sin precedentes de un mundo distinto que el LSD trajo a sus más insignes consumidores. Como destaca en su prólogo (bajo el revelador título «¿De quién son estos mundos?») el escritor Andrei Codrescu, al investigar los efectos de esta droga sobre la psicología, la sociología y la política de aquella era, los autores lograron situar en su contexto «el mito y la poesía que hoy impregnan casi cada faceta de la alta y la baja cultura americana». Estamos, por tanto, ante un verdadero clásico que supera la condición de culto para constituirse en un análisis de referencia a la hora de entender la etapa del siglo XX en que se definirían muchas de las diatribas del mundo occidental contemporáneo. Todo había empezado en 1938 con el doctor Albert Hoffmann, padre de la era psiquedélica, quien más tarde narraría su pionera experiencia tras sintetizar dietilamina de ácido lisérgico y probar sus efectos: «Permanecía tumbado con los ojos cerrados y aturdido, y entonces surgió una sucesión de imágenes fantásticas que cambiaban rápidamente, imágenes de un realismo y una profundidad sorprendentes, y que se alternaban con un juego de colores vívido y caleidoscópico». Todo un viaje concentrado en una minúscula molécula psicoactiva, que cambiaría la Historia mucho más allá del efímero (y sagrado y maldito) cuelgue.
La tentación de existir, de E. M. Cioran (Taurus)
Es prácticamente imposible no prendarse del estilo de un autor que comienza su obra expresándose en los siguientes términos: «Debemos la casi totalidad de nuestros conocimientos a nuestras violencias, a la exacerbación de nuestro desequilibrio. Incluso a Dios, por mucho que nos intrigue, no es en lo más íntimo de nosotros donde le discernimos, sino justo en el límite exterior de nuestra fiebre, en el punto preciso en que, al afrontar nuestro furor al suyo, resulta un choque, un encuentro tan ruinoso para Él como para nosotros». Violencia, exacerbación, fiebre, furor, choque, ruina: toda la fuerza convulsionaria y destructiva de la existencia parece concentrarse en apenas siete líneas. E. M. Cioran (1911-1995), ya lo hemos de intuir a estas alturas, está de moda, o quizá nunca haya pasado la costumbre de leer a un autor drástico y adictivo, nihilista y ascético, mordaz y maldito, irónico y moderno, cuyo extraño poder de fascinación no pierde vigencia con el paso de las décadas y las sucesivas generaciones. No en vano, esta edición incluye un excelente prólogo a cargo de la joven y experta escritora Luna Miguel, en el que resalta cómo el pensador rumano conocía bien a las poetas de la desesperación como Emily Dickinson o Alejandra Pizarnik. Parafraseando a Lacan, sugiere la autora madrileña que para Cioran «escribir es dar lo que no se tiene —pues imaginar es mentir, esto es, generar imágenes desde la nada— a quien no lo necesita —pues el lector ideal no existe y el texto […] solo es un generador de afectos—». En 1956, Cioran publicó La tentación de existir, donde se alejaba de las formas aforísticas para entregarse a su proverbial pesimismo (que era también para él una forma de humorismo), repasando entre otras cuestiones su diagnóstico de «una civilización exhausta» como la europea, su visión de la fatalidad en la literatura rusa y la española, las ventajas del desarraigo en el hombre de ninguna parte, la escritura como pecado original o el estilo como máscara y confesión, pues «toda idolatría del estilo parte de la creencia de que la realidad es todavía más hueca que su figuración verbal, que el acento de una idea vale más que una idea»; lo que, en cierto modo, rebate el mismo inicio de esta reseña. Como fuere, celebramos el antiestilo de este antipoeta del pensamiento que recupera Taurus en su estupenda colección de clásicos radicales (centrada no solo en obras extremosas sino también fundacionales), para que nos sea más fácil «consentir en lo indemostrable, en la idea de que algo existe… La nada era sin duda más cómoda». Podría ser.
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