Horas críticas Analógica

Caleidoscopio de andares

Reseña de «Caminantes», de Edgardo Scott

Siempre he querido ser como Simon Tanner, el joven idealista y soñador surgido de la pluma del suizo Robert Walser. Simon, ese muchacho sin oficio ni beneficio que se dedica a ir de allá para acá, caminando a través de parajes naturales o de ciudades, siempre en constante movimiento, como sus emociones y pensamientos. «¿Acaso Simon Tanner no vagabundea, nadando en la felicidad, para no producir nada, a no ser el goce del lector?», se preguntaba Franz Kafka. Y la respuesta es sí, querido Franz. Tú también, como yo, eres más de silla, flexo y actitud corporal de escritura que de gesto andariego y botas embarradas. Quizá por eso nos gusta tanto el personaje de Walser. Quizá por eso todos los que se dedican al trabajo intelectual han sido —y son— proclives a reflexionar sobre la figura del caminante y a ensalzar sus valores de audacia, despreocupación y afán de aventura.

El catálogo de ejemplos —abrumador y diverso— que ofrece Caminantes, el libro de Edgardo Scott (Lanús, 1978) recientemente publicado por Gatopardo en nuestro país, refuerza bien esta idea: el listado de gentes literatas, filósofas o artísticas que han glosado la acción del caminar, o se han lanzado ellas mismas a explorarla, parece no tener fin. Como si desde aquellos griegos seguidores de Aristóteles se hubiera iniciado un vínculo indestructible entre actividad cerebral y pies inquietos. En nuestra época, tal vez, se camina menos que nunca. «Lo cierto es que no se camina nada o se camina poco y mal. Se camina sin ver, sin contemplar, sin abandonarse al paseo», sostiene Scott. Y lo suscribo. Sin embargo, también más que nunca se escriben, rescatan, publican y consumen libros sobre el andar y sus derivas. Parece que esta fiebre andariega y libresca pretenda compensar las horas de sedentarismo digital que nos alienan. Caminantes llega para reforzar los atestados anaqueles de la flânerie. Y lo hace desde la mirada fascinada de un coleccionista de casos.

Argentino afincado en Francia, Scott ofrece una degustación en forma de catálogo personal de lecturas y autores que han andado o han reflexionado sobre ello. Como él mismo explica en su prólogo, la idea del libro surgió de «un afán insatisfecho y obsesivo: distinguir, coleccionar, clasificar. Quise ordenarme y ordenar». Y para ello compone un gabinete de curiosidades a partir de breves fragmentos. Fragmentos que no interactúan entre sí, que parecen escritos en momentos dispares y solo organizados uno tras otro cuando se toma la decisión de crear este pequeño volumen. La estructura, por tanto, ayuda poco a hilvanar o cohesionar el discurso personal del autor, aunque consigue crear un efecto de cuaderno de notas íntimas: como si Scott nos prestara su libreta de apuntes de la flânerie. Hay, eso sí, cinco bloques —flâneurs, paseantes, walksmans, vagabundos y peregrinos— que enmarcan las variantes. Pero se echa en falta una mayor presencia y profundidad de la voz autoral para aportar argamasa y evitar tantos saltos abruptos, que obligan a resituarse cada escasos minutos.

Tampoco convence la superficialidad con la que se tratan algunos autores —como Rosa Chacel, me temo que aquí leída a través de otros—, ni acaban de funcionar algunas de las citas y brevísimos resúmenes de textos literarios a la hora de facilitar una comprensión certera de las obras aludidas. Con todo, destaca un apartado por su tremenda originalidad: el dedicado a los walksmans, aquellas personas que andan con auriculares: «Como un rosario, como una cruz que se muestra al vampiro, son paseantes o peregrinos protegidos por un escudo, por un blasón musical». Y en su lista de canciones, por qué no, Machado a través de Serrat, caminante, no hay camino, se hace camino al andar.

Es verdad que Scott no prescinde de los autores previsibles —Poe, Benjamin, Thoreau, Baudelaire o Sebald—, pero también que incluye muchas referencias inesperadas para nuestro disfrute. Brillan especialmente las que aluden a autores latinoamericanos, pues amplían el canon del caminante literario desde otras latitudes: de Mansilla a Bioy Casares, de Marosa di Giorgio a Piglia, de Arlt a Carlos Correas. Y, sobre todo, Borges, que protagoniza los fragmentos más bellos del libro a través de la mirada de Silvina Ocampo.

La mención a Silvina hace aflorar otra cuestión: faltan mujeres andariegas —se citan pocas y más bien de pasada— y falta una reflexión sobre sus limitaciones de género. Ya lo señaló Rebecca Solnit en su libro Wanderlust (2000): «Si caminar es un acto cultural primario y un modo crucial de ser en el mundo, a quienes les han impedido caminar tan lejos como sus pies las llevaran les han negado no solo un ejercicio o un modo de esparcimiento, sino una importante parte de su humanidad». Lo sabían bien esas mujeres que recuperó Anna María Iglesia en La revolución de las flâneuses (Wunderkammer, 2019). Autoras como Olivia Laing (La ciudad solitaria, Capitán Swing, 2017) o Lauren Elkin (Flâneuse, Malpaso, 2017) transitan vías que abrieron textos de paseantes clásicas, como Annemarie Schwarzenbach, paisana de Walser. Quedan, quizá, para ampliaciones futuras de este cuadernos de notas andante.

 


 CAMINANTES 
Edgardo Scott
GATOPARDO
(Barcelona, 2022)
136 páginas
16,95€

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