Horas críticas

Libros de la semana #96

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Regurgitar, de Eva Veiga (Autografía)

«No esperaré a estar muerta para / poder oír crecer las plantas». Estos dos únicos, impactantes versos que constituyen el poema titulado Zumbido, son la puerta de entrada a un lenguaje directo, crudo y desatado, devoto de la forma y de lo vulgar, la eufonía y lo malsonante, lo existencial y lo cotidiano; sobre todo lo corporal, lo sensorial a la hora de confundir memoria y vuelo mental en imágenes de una potencia desacomplejada. Eva Veiga (Ibiza, 1990) era conocida hasta ahora como actriz de teatro y cine —carrera que ha desarrollado a caballo entre España y Francia—, aunque ha escrito desde niña como refugio y autoexploración. En este debut literario, que dedica a todo aquello que la ha «alimentado» en ese ejercicio, podemos hallar trazas de muchas de sus referencias, que son dispares y multidisciplinares: la música de Pink Floyd, el cine de Leos Carax, la fotografía de Shōji Ueda. Poliédricas, también, como este libro que aparenta desestructura, pero cuya mixtura de poesía y narración está atravesada de temas recurrentes: el reino animal desromantizado, representado por perros callejeros, hormigas, ratas o erizos muertos; órganos y carnalidad, heridas y grietas que duelen y pican y se abren a conciencia («Quiero aguantarte la mirada pero algo me dice que si / lo hago acabaré roja como un mar lleno de sangre»); árboles, montañas y suelos espesos que experimentan sus propias emociones; monstruos, miedos y muertes que cierran el círculo de la vida o la cadena trófica («Yo te entierro. / Tú te entierras. / Él, Ella te entierran. / Nosotros te enterramos. // Ellos te comen»). Armada de un estilo explícito y descarnado que bebe tanto de los incorregibles Palahniuk y Bukowski como de las rompedoras Kane, Lispector y Kristof, los textos de Veiga redoblan su fuerza gráfica acompañados —en una cuidada edición— de las ilustraciones de Bárbara García, que en apenas unos cuantos tonos sanguinolentos aportan aún mayor fisicidad. También incluye este volumen un relato algo más extenso sobre una chica aspirante a escritora, vía concursos literarios, que convive en un piso de putas, lumis o mujeres de compañía: «Seguía escribiendo todos los días, aun estando rodeada. Me costaba hablar de según qué cosas. Prefería escribirlo y regurgitar sin que nadie lo escuchara, solo regurgitar». Ese verbo, que da título al libro, es una de las claves de lo que Veiga logra hacer con su material de partida, extrayéndole todos sus jugos (gástricos): como señala en el prólogo Heren de Lucas, la autora ibicenca es capaz de plasmar en el folio lo que bulle en su cabeza «violentándose y violentando el orden de cosas establecido», a través de una reivindicación de la locura, el oxímoron y la incoherencia que expone la dificultad de encajar en sociedad pero en la que todo lector sensato podrá verse reconocido. Inclasificable y a la vez capaz de clasificarla como escritora de pleno derecho, Regurgitar es una obra llena de sinceridad, que nos hace sentir a todos raros y especiales. Así pues, celebremos la excentricidad y lo que no existe más que en la literatura.


Orgullo y prejuicios, de Amparo Serrano de Haro y África Cabanillas (Tres Hermanas)

Decía en una entrevista reciente la Premio Nacional de Poesía 2022 Aurora Luque —aunque ya lo había dicho en ocasiones anteriores— que su rescate de mujeres poetas no se debe tanto a que hayan sido olvidadas como silenciadas, es decir, invisibilizadas a propósito por la Historia. Orgullo y prejuicios. En torno al arte de las mujeres no es una crítica más de ese injutso desequilibrio, sino un esfuerzo por establecer ciertas bases sobre las que artistas de todo género puedan escapar de los principios de autoridad masculinos, tan presentes aún. Las historiadoras del arte e investigadoras feministas Amparo Serrano de Haro y África Cabanillas unen fuerzas para componer este análisis, tan fundamentado en su propio conocimiento de la materia como en su voluntad activista, partiendo de que «la historia de las mujeres artistas no puede, sin más, adjuntarse a la de los hombres artistas manteniendo las mismas estructuras que se usaron para dejarla fuera, sino que requiere de nuevos marcos metodológicos». Con un estilo transparente y riguroso que elude el academicismo a la hora de exponer los temas, las autoras abordan en sucesivos capítulos una serie de asuntos tan poco explorados como el de las mujeres con un deseo creativo temprana —frente al genio-hombre renacentista—, descrito por teóricas como Linda Nochlin; la confusión de biografía y obra de la artista, que aboca a una «patología de lo femenino» según Griselda Pollock, y que se centra en juzgar las vidas personales en detrimento de lo expresado; la contribución de las mujeres al arte abstracto, a menudo tenida por inadecuada o reducida al estereotipo, como denotan los ejemplos de Hilma af Klint o Lee Krasner; las estrategias de las pintoras surrealistas que, en una sociedad netamente patriarcal, debían mostrar «la lealtad más absoluta a las redes masculinas» como única forma de integrarse en un circuito del que, finalmente, se las borraría; o las parejas amorosas y artísticas (como en la típica relación entre el artista y la modelo) donde, «si bien la imagen del hombre artista procede de otros hombres, la construcción de la mujer artista también es obra de ellos», en lo que Amelia Valcárcel denominaheterodesignación. Asimismo y provistas de no poca ironía, Serrano de Haro y Cabanillas ofrecen una serie de consejos a quienes dedican exposiciones a mujeres artistas, tan frecuentes hoy y a veces de forma excluyente: en ese caso, denuncian lo que Celia Amorós llama la falacia de las idénticas que, desde un enfoque esencialista, «consiste en concebir a las mujeres como parte de un colectivo homogéneo e inmutable, lo que significa negar su singularidad y su condición de sujeto histórico». Al fin y al cabo, como señalan las autoras desde el mismo inicio de este ensayo, una historia de las mujeres artistas no es una subcategoría del arte general, sino «el arte mismo».


El demonio y otros cuentos, de Tanizaki Junichirō (Satori)

«Como primordialmente no me interesa la política, mi única preocupación ha sido estudiar las formas y los estilos de la vestimenta, la comida, la vivienda, la belleza femenina o el modo en que han evolucionado los medios de entretenimiento». Esta confesión de Tanizaki Junichirō (1886-1965) sirve, de alguna forma, como resumen de su visión de la literatura, en la que interpretó su época y cierto espíritu de lo japonés «mediante un acercamiento riguroso a los usos y costumbres de una cultura en plena ebullición debido a los cambios a veces traumáticos que suponía el ingreso de Japón en la modernidad», según explica en su prólogo a esta edición el japonista y japonólogo venezolano Ednodio Quintero. Ese dilema se halla en el centro de la presente colección de cuentos —una vertiente que a menudo se solapa con su consideración entre los más grandes novelistas de su país, así como autor del influyente tratado estético El elogio de la sombra—, correspondientes a una primera etapa «volcánica e incontenible» de su producción, y que en esta selección abarca desde 1912 a 1925. Once relatos que sorprenden por su audacia y su indisimulada crítica hacia los valores o la idiosincrasia de su propia cultura: «Al ver esas fotos, se me ocurre que no hay ninguna raza tan deprimente, humilde y desgraciada como la nuestra». Pero también es llamativa la cantidad, y sobre todo variedad, de recursos estilísticos y técnicas narrativas desplegados en las páginas de El demonio y otros cuentos. En cuanto a los argumentos, dominan aquellos relacionados con la sensualidad y la belleza, aunque también lo escatológico y lo salvaje, en un sentido cercano al terror. Muestras diversas de lo que Quintero denomina la locura corriente: de la presencia de lo fantástico en «La creación», donde una obra artística definida como perfecta cobra vida, a «El criminal», un fascinante personaje fuera de toda moral que se considera a sí mismo artista, pasando por «Una confesión», donde nuevamente un malhechor explica sus actos con pasmosa frialdad («Para que uno encuentre placer en hacerle daño a alguien, tiene que haber alguna razón que lo justifique»); «El odio», monólogo a vueltas con esa inexplicabilidad del instinto que conduce al mal; el tragicómico y autobiográfico «Un puñado de cabellos», oda a la alegría de (sobre)vivir; «Una flor azul», retrato de una suerte de femme fatale adolescente; «Historia de la mujer convertida en mono», extrañísima y tensa narración de un cuentacuentos (rakugoka) sobre un simio prendado de una geisha; «Jotaro, el masoquista», casi una nouvelle sobre un escritor con síndrome del folio en blanco que descubre el oscuro placer de sufrir; «Tristeza de hereje», que retrata las cuitas de un artista pagado de sí mismo, holgazán y borrachuzo; «El demonio», cuento perverso y sorprendente que vuelve a explorar los rincones de la psique, esta vez de un estudiante fracasado; y «El pequeño reino», donde se detiene en la crueldad de la infancia. Una oportunidad única de redescubrir a Tanizaki, integrante junto a Joyce, Proust o Borges de un grupo de aspirantes al Nobel que no lo necesitaron para trascender en la historia de la literatura universal, y de admirar su escritura desbordante y analítica, capaz de ahondar en las profundidades de la mente humana como pocas otras lo han hecho.


El nuevo orden erótico, de Diego Fusaro (El Viejo Topo)

El libre mercado absoluto, como aquí se le denomina, ha fagocitado hoy todos y cada uno de los ámbitos de nuestras vidas, y a esa lógica capitalista no escapa el amor, que como ya sabemos también es esencialmente un bien de consumo en esta sociedad que exacerba el deseo: «El amor, que antes era el fundamento de la vida, y según la tradición aristotélica de todo movimiento del universo —el amor que mueve el sol y las otras estrellas [según Dante]—, pasa a ser una mercancía disponible». Pero ¿qué hay de las relaciones afectivas basadas en la estabilidad, en los vaivenes de una asociación a largo plazo, pero también en los pilares sobre los que se asienta el vínculo familiar? ¿Es posible querer a alguien para siempre en los tiempos que corren o tenemos que resignarnos a la precariedad de las emociones en la que nos instala este nuevo liberalismo sentimental? Son algunas de las cuestiones que plantea el experto en Historia de la Filosofía y Filosofía de la Historia —campos distintos—, editor y prolífico escritor Diego Fusaro (Turín, 1983) en este ensayo subtitulado Elogio del amor y de la familia. Ya desde la cita inicial de Adorno y Horkheimer («En la época de la gran industria, el amor es anulado»), el autor no esconde sus cartas, sus referentes, aunque la teoría proceda, como en este caso, de hace 80 años. Acólito del pensamiento de Marx, de Hegel y de Gramsci sobre todo —su santa trinidad—, sus invectivas contra las izquierdas y las derechas políticas europeas lo han situado a menudo en el centro de todas las polémicas, y no es de extrañar, porque sin duda al filósofo italiano le va el mambo. Por otro lado, la que aborda en El nuevo orden erótico (ya lo sabemos por recientes ejemplos patrios) es una cuestión que escuece en los extremos de la balanza, pero que cuesta eludir: una reivindicación del amor comprometido y duradero, de su «poder derrocador», que ataca la intocable celeridad de una forma de entender la vida regida por el capital líquido-financiero. Fusaro recurre a la filosofía clásica y de manera principal a El banquete de Platón, pero también a la literatura de Stendhal y Shakespeare, o incluso a una obra pictórica como Les Amoureux (1888), de Émile Friant, para defender ese «ser-para-otro» y la promesa de eternidad que, según él, encerraría. En el actual contexto las palabras te quiero, asegura el autor turinés, representan la reacción a unas relaciones humanas reducidas a la forma mercancía: «En esto reside el poder intrínsecamente revolucionario del amor y, al mismo tiempo, la necesidad, para el poder, de neutralizarlo y reemplazarlo con sucedáneos coherentes con el orden hegemónico».

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