Ficción

Desde el infierno

El 16 de octubre de 1888, George Lusk, presidente del Whitechapel Vigilance Comitee, recibió una carta autógrafa con el encabezamiento «From Hell». Decía así:

Señor Lusk, le adjunto la mitad de un riñón que tomé de una mujer y que he conservado para usted, la otra parte la freí y me la comí, estaba muy buena. Puedo enviarle el cuchillo ensangrentado con que se extrajo, si espera usted un poco. Atrápeme cuando pueda, señor Lusk.

La carta iba acompañada de medio riñón humano conservado en alcohol, y a una de las víctimas de Jack el Destripador, Catherine Eddowes, asesinada el 30 de septiembre de 1888, le había sido extirpado (entre otras cosas) un riñón.

En 2014, un grafólogo de la policía española aseguró que, tras rigurosos análisis, había llegado a la conclusión de que la siniestra carta «desde el infierno» había sido escrita por Arthur Conan Doyle. No era el primero en acusar de asesinato al padre (perdón, al condensador) de Sherlock Holmes: en 2003, el psicólogo Rodger Garrick-Steele publicó un libro titulado The House of the Baskervilles en el que afirmaba que Conan Doyle envenenó a su amigo Bertram Fletcher Robinson para robarle (además de a su esposa) un manuscrito que convertiría en El perro de los Baskerville, su novela más popular.

Busqué en internet la carta «From Hell» y alguna muestra de la caligrafía de Conan Doyle. Elegí (por puro morbo) una carta suya a Bram Stoker, imprimí ambos textos muy ampliados y los comparé minuciosamente, solo para comprobar que el supuesto grafólogo policial era un inepto o un farsante. Los patrones gráficos no coincidían, y tampoco el patrón de puntuación, ni las distancias objetivas entre signos de puntuación; la muestra ciega de consonantes clave era distinta, y también la posición de escritura del sujeto con respecto al papel; el tamaño objetivo de las vocales, el tempo y el interlineado tampoco coincidían…

Y entonces me acordé del padre Brown. En El duelo del doctor Hirsch, el sagaz cura detective, al examinar un escritorio y ver que absolutamente nada de lo que hay en él coincide con lo que cabría esperar, deduce que tan total divergencia no puede ser casual. Y la disimilitud entre la caligrafía de Conan Doyle y la de la carta «From Hell» era tan acusada en todos y cada uno de los detalles que parecía haber sido buscada deliberadamente.

Y me acordé de Stevenson, a quien Conan Doyle admiraba hasta el punto de considerarlo el más grande de los narradores, el único que dominaba con igual maestría la novela y el cuento.

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde se publicó en 1886. En 1888 Jack el Destripador perpetró sus horribles crímenes. Y en 1887 apareció Estudio en escarlata, la primera aventura de Sherlock Holmes. Entre Jek y Jack…

Esa voz interior que en algunas ocasiones me había salvado la vida y en otras me había metido en los peores líos imaginables, me dijo de pronto: «No era Jack el Destripador, sino el doctor Jekyll».

Presa de una extraña excitación, cogí mi bloc de notas y escribí apresuradamente algunas ideas sueltas, temeroso de que pudieran volatilizarse:

1. Jekyll 1886, Holmes 1887, Jack 1888.
2. Jekyll y Hyde. Holmes y Watson. Holmes y Moriarty. Sherlock y Mycroft. Sherlock Holmes e Irene Adler. Sir Arthur y Conan el Bárbaro.
3. Personajes dobles y/o antitéticos. Doppelgänger.
4. Paralelismo con Raskólnikov. Raskolnik = cismático.
5. Sobrevaloración de Stevenson.
6. Holmes inspirado en Joseph Bell, maestro y padre intelectual.
7. Mata a Holmes en 1893, mismo año su padre muere alcoholizado.
8. Racionalista y espiritista. Moderado y exaltado. Pacífico y violento.
9. Dedicatoria a Robinson desaparece.
10. Trastorno de identidad disociativo. ¿Pérdida de tiempo?

Me sorprendí al darme cuenta de que estaba amaneciendo. Y más aún al levantar los ojos del bloc y ver ante mí, sentado al otro lado del escritorio, a Aníbal el Caníbal.

—Disculpe que haya entrado sin llamar —dijo con una sonrisa desmentida por sus ojos de hielo—, pero, paradójicamente, era la única forma de demostrarle que no vengo con malas intenciones; si quisiera hacerle daño, habría aprovechado el factor sorpresa.

¿Era la materialización de un ser digital? ¿Los habitantes del liberespacio estaban invadiendo el mundo real? Suponiendo que tuviera algún sentido hablar de mundo real…

—Sé lo que está pensando —continuó sin dejar de sonreír—. No se alarme, no me he escapado de ninguna película. Aunque en cierto modo sí. Cuando en 1991 vi El silencio de los corderos, me sobrecogió mi extraordinario parecido físico con Hannibal Lecter (con Anthony Hopkins en ese papel, quiero decir, no estoy tan loco como para confundir a un personaje cinematográfico con una persona real), y en cierto modo absorbí su personalidad. Vi la película muchas veces, leí los libros de Thomas Harris y, algunos años después, conocí personalmente a Alfredo Ballí, el bondadoso médico mexicano en el que Harris se basó para construir al fascinante doctor Lecter.

El bondadoso doctor Ballí, conocido en México como «el hombre lobo de Nuevo León», degolló a su compañero sentimental y luego lo troceó meticulosamente para meterlo en una caja de reducidas dimensiones, en un alarde de lo que los matemáticos llaman empaquetamiento denso; además, despedazó a varios autostopistas y fue arrojando sus trozos a la carretera por la ventanilla de su automóvil.

—Veo que no está de acuerdo con mis adjetivos, sobre todo con el de «bondadoso» —dijo el hombre de ojos de husky tras una inquietante pausa que parecía haber dedicado a leerme el pensamiento—. Tal vez no sepa que Alfredo Ballí, durante los veinte años que estuvo en prisión y luego, tras quedar en libertad, hasta que murió a los ochenta y un años de edad, se dedicó a atender gratuitamente a enfermos sin recursos económicos.
—No lo sabía —conseguí articular.
—Pero no he venido para hablarle del querido doctor Ballí, sino para contratar sus servicios… Aunque antes permítame proponerle un sencillo rompecorazones.
—¿Un rompecorazones?
—Si llamamos «rompecabezas» a esos enrevesados problemas de lógica que ponen a prueba nuestra inteligencia, parece adecuado llamar «rompecorazones» a esos enrevesados problemas de ética que ponen a prueba lo que algunos llaman inteligencia emocional.
—Entiendo —mentí.
—Bien. Suponga que es abducido por unos extraterrestres en cuya astronave hay un panel con seis botones numerados del 1 al 6. Le entregan un dado y una lista en la que aparecen, numeradas por orden alfabético, seis grandes capitales occidentales: 1 Berlín, 2 Londres, 3 Madrid, 4 París, 5 Roma y 6 Washington, y le dicen: «Tienes que apretar uno de estos seis botones, con lo cual detonarás una bomba que destruirá la ciudad del mismo número. Puedes elegir según tu criterio o echarlo a suertes lanzando el dado; pero si no aprietas ningún botón, decidiremos nosotros qué ciudad destruimos». ¿Qué haría?
—Preferiría no contestar.
—¿Y si le dijera que si contesta puede salvar una vida? No tiene por qué gustarme su respuesta ni parecerme razonables sus argumentos; pero tiene que ser sincero. Ah, y por si cupiera alguna duda, es un juego puramente teórico: le aseguro que no he puesto ninguna bomba en ninguna de esas hermosas capitales; bajo ningún concepto haría daño a inocentes.
—Está bien —suspiré—. Voy a pensar en voz alta… Mi primer impulso sería desentenderme y dejar la decisión en manos de los extraterrestres (suponiendo que tuvieran manos); pero unos seres tan malvados como para destruir una ciudad de millones de habitantes seguramente tomarían la decisión más dañina, fuera la que fuese. La segunda opción sería el dado, que aparentemente me eximiría de responsabilidad; pero lo cierto es que pienso que para la humanidad sería mejor que desaparecieran la Casa Blanca y la sede del Banco Mundial que el Museo del Prado o el Louvre… Creo que, con gran dolor de mi corazón, pulsaría el botón número 6.
—Buena elección. Considérese contratado —dijo poniendo sobre el escritorio, al alcance de mi mano, una hojita de papel y un dado.

En el papel había una lista de seis nombres numerados por orden alfabético.

—Esta vez no juego —dije ásperamente tras echar una ojeada a la lista.
—¿Está seguro? —replicó sin inmutarse—. Si elige a uno de estos criminales, con o sin dado, sabrá quién va a ser mi próxima presa y podrá prevenirlo o intentar protegerlo de alguna manera. Como le he dicho antes, podría salvar una vida. Si no elige, no sabrá a cuál de los seis me comeré, y prevenirlos o protegerlos a todos será mucho más difícil.

Tenía razón. Cogí el dado y lo sopesé en la palma de la mano como si fuera un arma arrojadiza; pero tras unos segundos de vacilación volví a dejarlo sobre la mesa, cogí el lápiz e hice un círculo alrededor de uno de los números.

—De nuevo la mejor elección —comentó el hombre de hielo asintiendo con la cabeza—. Se merece una retribución extra. Usted me ha ayudado con mi lista y yo lo ayudaré con la suya.

Instintivamente puse la mano sobre el bloc en el que había apuntado las ideas relativas al caso Doyle.

—No tema, no tengo poderes extraordinarios —prosiguió sin dejar de asentir como un autómata con el mecanismo atascado—, solo extraordinariamente desarrollados. Antes de sentarme, he leído esa lista de diez puntos por encima de su hombro. No se reproche el no haberse percatado de mi presencia, soy experto en ninjutsu… Volviendo a su lista, coincido con usted en que la gran admiración de Doyle por Stevenson pudo deberse a que vio en El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde la expresión literaria de su propio conflicto interior. Y el hecho de que Sherlock Holmes estuviera inspirado en Joseph Bell hace que el personaje sea a la vez hijo y padre del autor.
—¿Cree que Conan Doyle pudo ser Jack el Destripador, o comportarse en algún momento como el señor Hyde?
—No lo creo. Doyle llevaba dentro un demonio, seguramente; pero me atrevería a afirmar que solo lo dejó salir en sus relatos y en alguna soflama política. Puede que fuera el autor o el instigador de la carta «From Hell», para burlarse de la policía y potenciar indirectamente el atractivo del infalible Sherlock Holmes; pero, como psiquiatra experto en mutilaciones, no lo considero capaz de destripar a una mujer indefensa.
—¿Y qué opina del supuesto plagio de El perro de los Baskerville?
—La desaparición de la dedicatoria es muy sospechosa, desde luego: es una forma de eliminación simbólica, además de una maniobra de ocultación; es probable que Doyle plagiara a Robinson, pero no creo que lo matara, ni siquiera que le pusiese los cuernos… Bien, su encantadora tía Marta está a punto de llegar y no queremos asustarla, ¿verdad? —dijo levantándose bruscamente—. Si le parece bien, le pagaré lo que se suele pagar por encontrar a un desaparecido, puesto que ha encontrado a un desaparecible. Muchas gracias, ha sido un placer —añadió dejando un sobre encima del escritorio.

Y se fue sin darme tiempo a contestar.


Este texto corresponde a un capítulo del libro Terrible ángel, publicado por West Indies Publishing Company, cuyo protagonista es «El detective íntimo», una especie de psicólogo/investigador que resuelve los más abstrusos problemas intelectuales y emocionales con la ayuda de su tía Marta, una mujer tan imaginativa como audaz. 

2 Comentarios

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