Ficción

Un final… y un principio

De nuevo entre fogones.

¿Quién me lo iba a decir a mí? A mí, que al llegar la jubilación, después de cuarenta años metida en la cocina de La borraja guisando arroces, me juré que jamás volvería a cocinar.

Lo cumplí. Sopas de sobre, comida para llevar a casa, bocadillos, tardes de sofá comiendo palomitas y leyendo como una loca: primero un rato con los egipcios. ¡Fantásticos! Estoy acabando con todas las existencias de la biblioteca municipal. ¡Qué poco sabía yo del antiguo Egipto! Después con Max Aub, que es el autor que estamos trabajando en el club de lectura. Me ha venido de cine, porque mi marido tenía una buena colección: El laberinto mágico completo, cuentos y obras de teatro. Estaba entusiasmado desde que lo conoció. El taller donde trabajaba construyó la maquinaria para una moderna fábrica de papel en México, y allá que fueron el equipo de  montadores, el ingeniero y mi marido que era un buen soldador. Max lo recibió, charló con él y le regaló, dedicado y firmado, Campo cerrado. Se empeñó en coleccionar toda su obra. Como nuestra economía no era muy boyante ¡dejó de fumar! Y metía en un bote lo que ahorraba en tabaco para comprar libros. Tres veces a la semana, después de la siesta, partidas de burro en el hogar del jubilado hasta las tantas, acompañadas de chocolate y churros… En menos de un año trece quilos sobre mis costillas.

Un día apareció mi hijo, que encima es médico, o quizá debería decir «somos», porque hay que ver los miles de paellas que me costó la dichosa carrera. Y como tiene un ramalazo de su padre, que era tan inoportuno que hasta se murió a destiempo. Me pasé toda su vida diciéndome: no debía de quererte, no debía de quererte, y, sin embargo, te quiero. Lo malo es que cada noche sigo recordando al metepatas de mi Antonio y cantándome la dichosa copla. Absurdos del amor.

El caso es que mi hijo llegó cuando menos falta hacía.

Por la tarde me esperaban para jugar la partida, y pensé que preparar un bizcocho no era faltar al juramento y, al no tener práctica en pastelería, aprendía algo nuevo. Me pilló retirándolo del horno y me cayó una reprimenda de antología.

Después sacó el estetoscopio (que siempre lleva en el bolsillo como si fuese en paquete de cigarrillos. No me extraña que no encuentre novia; si cuando está con una chica en lugar de decirle qué bien te sienta ese vestido y fijarse en sus curvas, le suelta te noto agitada y se pone a auscultarla… )  y me llegó la revisión médica, con extracción de sangre incluida.

A los dos días volvió con los resultados y otro responso a punto: demasiado tabaco, demasiado sofá, demasiada grasa, un paseíto diario por la Tebaida, Sopeña, bajar al río por la calle Larga y ¡subir! Y consulta con la dietista. Quise negociar alegando que todos los días caminaba cuando salía a la compra y a la partida y que yo era una experta cocinera como para que ahora me dijera nadie lo que tenía que comer. Ni me contestó. Puso cara de busto de enciclopedia y me miró fijamente, empezó a levantar una ceja mientras ladeaba la cabeza y esbozaba una sonrisilla irónica, hasta que nos dio la risa. Me estampó dos besos, escribió el nombre y la dirección de la dietista y se marchó.

Doña Aránzazu Elgorriagabezkitia Romero. ¡Por Dios! ¡Qué paz, qué bocanada de naturaleza, qué descanso para la lengua cuando alcanzas el segundo apellido! Con ese nombre esperaba una señora entrada en años y en carnes, pero no. La doctora Aránzazu es una treintañera con una melena corta y alborotada, una bonita sonrisa y delgada como un fideo. Si casi no distinguía sus piernas de las patas de la mesa tras la que me recibió tendiéndome la mano. ¡Madre mía!, pensé al verla, ya me veo a pan y agua un año entero. Disimulando como pude, la saludé correctamente, porque al pensamiento me venía sin cesar la cancioncilla que el gordo Goliat (compañero de andanzas del Capitán Trueno) cantaba, acompañándose con la lira, después de una buena pelea: «Tengo hambre, tengo hambre, estoy flaco cual alambre».

La doctora empezó su trabajo. Me pesó, me midió, me tomó la tensión, y lo anotaba todo en la página de una libreta que había encabezado con mis datos personales. Me llamó la atención que no usara el ordenador como hacen ahora casi todos los médicos. Cuando terminó con sus notas, me miró sonriendo y me preguntó si sabía la causa de esos quilos de más.

Fue como la luz de un relámpago.

―Pues mire, ―le contesté― acabo de darme cuenta y creo que es porque ya no cocino.

Y le expliqué que antes de la jubilación preparaba cada día entre seis y doce paellas, que era capaz de tener controladas tres a la vez, que me entretenía en dorar bien el pollo y el conejo, en el sofrito de la verdura, el tomate y el garrofó ; que el aroma me decía cuando echar el agua o el arroz, si ya era el momento de poner el romero o de retirarlo o de probarlas. Una buena paella se prueba dos veces, como mínimo, para controlar la sal con mucho tiento y cuidar el punto del grano, que debe ser exquisito cuando llega a la boca, pleno de sabor, cocido y a la vez suelto, tierno y jugoso, pero no grasiento. Total, que al acabar las paellas ya estaba harta de comida y con dos cucharadas de socarrat y una pata de conejo tenía más que… Corté de golpe el discurso, que había acompañado de todo el teatro que supe, porque el mirar a la doctora Aránzazu, muy tiesa y callada mientras yo hablaba, la vi pálida, sudorosa y vacilante.

―¿Se encuentra bien, doctora? ―le pregunté.

Me miró fijamente, abrió mucho los ojos y, con un gran esfuerzo, intentó esbozar una sonrisa y articular un sí. De pronto todo le falló y se desmoronó de bruces sobre el escritorio.

―¡Menudo golpe! ―exclamé.

Con el susto encima, me acerqué a la doctora, la incorporé apoyándola en el respaldo del sillón y observé que muerta no estaba, pero en medio de la frente le crecía un chichón de aquí te espero. Aprovechando que no le iba a doler, le apliqué el remedio de la abuela: coloqué una moneda de dos euros sobre la protuberancia, apreté con fuerza y se la sujeté con un pañuelo rodeándole la cabeza. Como no se recuperaba ni con todos los zarandeos que le había dado, recordé esa botellita, de olor fuerte y contundente, que les pasaban bajo la nariz a las señoras que se desmayaban en las películas antiguas.

De modo que saqué del bolso el bizcocho de almendras que, todavía sin desmoldar, aportaba a la merienda previa a la partida. Con un bolígrafo lo pinché varias veces para que soltase más aroma y se lo acerqué a la nariz. Al poco abrió los ojos, se apercibió de lo que tenía delante, puso cara de éxtasis, lanzó un «¡aaaaaah!» y se desmayó de nuevo. Esta vez pude agarrarla del cuello de la bata y evité la catástrofe. Pobrecilla, pensé, está muerta de hambre. Muy despacio fui arrancando pellizquitos del bizcocho y metiéndoselos en la boca, y ella, como un polluelo en el nido, abría el pico, masticaba y tragaba. Cuando llevábamos casi la cuarta parte y un bonito color rosa apareció en sus mejillas, juzgué que era suficiente, no fuese a asustarse su estómago y le diese un cólico.

Después de compartir momentos tan íntimos, ya soy casi como su madre, y en la siguiente consulta, que tuvo lugar en mi casa a la hora de la merienda y con tarta de manzana, Arancha (la llamo así que es más fácil y más dinámico) me confesó que lo de dietista no le va, que lo que de verdad le gusta es la Oftalmología, pero le asustaba porque los ojos son muy delicados y se ponía muy nerviosa en las operaciones.

Se la he confiado al pánfilo de mi hijo, que como médico sí que es solvente, para que la ayude a preparar el MIR y a quitarse el miedo escénico al bisturí. Y ya que estamos, a ver si se da cuenta que es una mujer estupenda (demasiado flaca, pero ese asunto ya  en vías de solución) y por fin tengo nietos.

Y mientras espero que la naturaleza haga su trabajo, las chicas de la partida tenemos mucha actividad. Les hice una propuesta y aceptaron entusiasmadas. Hemos abierto una cafetería – chocolatería – bollería: La edad del dulce.

Un auténtico éxito… en todo.

 

Este relato pertenece al libro Contamos con Max, publicado por la Fundación Max Aub en 2021, relativo al V Taller de escritura creativa.

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