Entrevistas

Belén Gopegui: «El capitalismo expropia el tiempo para acercarte a personas que no sean imágenes en la pantalla»

La autora presenta en Sevilla su última novela, ‘Existiríamos el mar’, un fresco generacional, de gentes en torno a los 40 años, cuyas vidas discurren entre crisis, pandemias e imposibilidad para el cambio

Belén Gopuegui. Reportaje Gráfico: Ángel L. Fernández

Belén Gopuegui (Madrid, 1963) acaba de apearse de un tren en Sevilla portando cierta sorpresa. Su última novela, Existiríamos el mar (Literatura Random House, 2021), vio la luz en septiembre y todavía sigue girando con ella. En una espídica industria en la que un libro es una antigualla pasadas apenas dos semanas de su publicación, agradece que todavía hoy sigan celebrándose presentaciones en distintas ciudades y, más aún, que sean muchos los lectores que en ellas participan, que le interrogan acerca de sus personajes y que le hablan del inmueble que centra el texto, en el número 26 de la calle Martín Vargas de Madrid, como un refugio al que regresar.

Es primavera. Lluvia y sol, manga corta y chaquetón. Ya sin mascarillas. El precio de la energía sube, el mundo lo padece. En el patio de un hotel de azulejos cartujanos se escuchan conceptos como sindicalismo, emigración, fealdad del capitalismo, soledad del siglo XXI. La narradora, una de las voces femeninas más deslumbrantes y precisas de nuestras letras, traza en esta novela coral, en torno a cuarentones que comparten piso, la radiografía de una generación abocada al pesimismo, pero también de unos seres que, pese a no tener las vidas que ni ellos ni sus padres les habían imaginado, han construido un espacio compartido y una familiaridad que liga este conmovedor relato a la esperanza.

La anécdota parte de la desaparición de Jara, una de las inquilinas de la casa, la única de los cinco que no tenía trabajo. Se ha esfumado sin avisar ni dar explicaciones. La siempre política escritura de Gopegui alcanza aquí una altísima belleza en lo sutil. El lector sabrá valorar su escudriñante atención a los detalles, a los sonidos de lo cotidiano, a todo ese murmullo que acompaña a las grandes historias para hacerlas reales, para que nos interroguen y nos expliquen algo del mundo en que vivimos, partiendo de lo mínimo -apenas unos metros de piso- para enunciar lo colectivo.

El libro se publicó hace meses y aún sigue girando con presentaciones. Le ha ganado la partida a la mesa de novedades, qué maravilla.

Estoy contenta, sí. Estar aquí en Sevilla ahora significa que el libro sigue vivo. Nunca me había pasado que tanto tiempo después continúe eso que llaman la promoción y que trato de que sea algo más próximo, una forma de estar cerca de las personas que han leído o van a leer el libro. Lo que más me alegra es que en cada acto hay intervenciones de lectores que han visto en lo que les pasa a los personajes algo que les concierne. O que me hablan del piso de Martín de Vargas como un refugio donde descansar antes de volver a un afuera de borrascas. Quizá tenga que ver con el momento en el que ha aparecido esta novela. No se escribe en soledad, sino recogiendo mucho de lo que hay, y eso conecta a su vez con las personas que precisamente lo inspiraron. Creo que sí, que hemos tocado algo que estaba ahí.

Este es un libro generacional, centrado en personajes alrededor de los 40 años. Personas que han vivido emparedadas entre dos crisis, la de 2008 y la pandemia. Además, han experimentado un cambio capital con lo que internet ha supuesto para el mundo profesional y las relaciones sociales. Por otra parte, es también la generación que con más profusión se ha autorretratado en la ficción. 

Sí, es algo en lo que habría que pensar más. No tanto en la autoficción como en sus causas. Y en las causas de las causas. ¿Por qué ha llegado esta desconfianza en la ficción y por qué el empeño en contar la propia vida? Para mí la ficción tiene unos códigos claros, mientras que la autoficción, no. La ficción no trabaja en el territorio de lo verdadero y lo falso, en cambio, cuando se habla de uno mismo hay una supuesta voluntad de decir la verdad y, por otra parte, un inevitable ánimo de autoengaño. El autoengaño se corrige con la realidad, con la dialéctica, con el contraste, no con uno. El desengaño llega cuando te chocas con lo que no eres tú; no es posible autodesengañarse. Me parece un registro complicado, lo cual no significa que no haya buenos libros de autoficción, y ahí sí creo que lo están haciendo mucho mejor las mujeres. La autoficción combina dos códigos: contar lo que no es verdadero ni falso sino imaginado, y contar lo que en teoría sucedió, me sucedió; el primero no pide comprobaciones, pide otro tipo de lectura, pero el segundo te obliga a reclamar la verdad. La ficción no hay que creerla, pide solo que la interpretes, no esconde que es ficción. La autoficción no deja claro desde dónde habría que juzgar lo que se lee.

Respecto a por qué he elegido a esta generación, primero porque, como me interesa la ficción, considero que cierta distancia es buena. Y, segundo, porque de mi generación ya se ha hablado y escrito mucho. No se trata de quitarles la palabra, puesto que ellos están ya contando su historia, pero, como dices, por la tendencia a la autoficción, nos encontramos con muchos protagonistas escritores o del entorno cultural, y mi propósito era salir de ahí, tratar otros trabajos y otros días. Me interesaban mucho estas vidas de personas que, también como mencionas, os habéis quedado en mitad de una situación de muy difícil salida.

Una gran hostia, por decirlo con otras palabras. Porque el relato que nos contaron a las personas de mi generación era el del triunfo absoluto, el de que viviríamos mejor que nuestros padres y mucho mejor que nuestros abuelos. En este sentido, me gustaría saber cómo fue convocando a los habitantes de ese piso. Creo que están muy bien elegidas sus profesiones, sus anhelos… Dan una foto mucho más completa de la generación. 

En el proceso de escribir una novela me importa mucho eso que acabas de nombrar a la perfección: el tiempo para convocar a los personajes. Cuando escribo, quiero contar una forma de ver el mundo que no está representada o cuya representación puede servir para abrir otras miradas. Me he documentado sobre ese tipo de trabajos, cómo eran quienes los desarrollaban, he leído y he hablado también con quienes los desempeñan. Hace muchos años, cuando querías hablar de lo que hace, qué se yo, un oftalmólogo, no tenías otra forma de acceder a esa información que conocer a uno, o intentar documentarte buscando en revistas especializadas y analógicas. Ha cambiado todo muy rápido. Hoy puedes documentarte de mil maneras, mirar quién pasa por un puente que nunca has cruzado desde una cámara en constante funcionamiento. Aun así, creo que hablar con las personas, ayuda mucho. Al final, los olores y otras impresiones te vienen cuando estás en el lugar. Empecé preguntándome qué quería contar y tiré mucho de personas con quienes pude entrar en contacto. A lo mejor no he conocido a alguien que trabaje exactamente en lo que trabaja Hugo, pero sí a alguien que en algún momento lo hizo o que ha frecuentado ese entorno profesional.

A todos los habitantes de ese inmueble les une el hecho de que ninguno está donde se habría imaginado hace unos años. Y también el anhelo de una biografía más novelesca, menos adocenada. Es algo también muy común en esta generación, la vida con pocas sorpresas, al menos buenas sorpresas, muy de puertas para adentro y con pocas posibilidades de cambio.

Hay dos tipos de deseos contrariados en parte de esa generación: Uno sería el del éxito entendido como la vivienda unifamiliar con jardín, que no les preocupa tanto porque no se han construido con ese deseo. No es que no quieran una cierta comodidad y, como cualquier persona, unos espacios luminosos para vivir, pero no están en ese código del «nos deben nuestra casa con jardín y nuestro coche». Esto ya se cruza con la crisis ecológica, es difícil no ser consciente de que algo grande va a cambiar. Lo que no aceptan es una vida a la que no puedan dar un sentido que les importe. Y eso es lo que el capitalismo suele negar. Primero expropia el sentido, el que encontrábamos en la vida: estar con la gente que quieres, pasear por sitios agradables, tener tiempo para hacer algo tranquilamente, tal vez algo que se considere bueno, poder ir a ver alguien que vive lejos, tener tiempo para leer un libro… todo eso te lo quitan. Te meten en el gimnasio que tienes al lado y con el que perderás mucho menos tiempo que yendo al monte. Sí, algo te mueves… pero es absurdo. No era eso. Para que los gimnasios privados se llenen, primero hay que haber destrozado la posibilidad de que tengas tiempo para andar o subir al monte con gente amiga. Más allá del trabajo, te expropian el espacio y el tiempo para acercarte a personas que no sean gotas solo de opinión o de imágenes en la pantalla. No hay tiempo para construir otras clases de redes, para poder averiguar, también mediante la acción, lo que es justo y lo que no. Cuando la capacidad de acción se reduce a votar cada cuatro años en elecciones que no tienen ningún poder real para cambiar las cosas, una parte grande del sentido, que consiste en colaborar con tu comunidad para que se convierta en un espacio más justo e igualitario, desaparece. Solo dejan la acción de buscarlo en «uno mismo». El capitalismo crea soledad, crea también fealdad mediante la belleza normativa, y deja luego como única salida una operación o el consumo de fármacos. No me digas que mi cuerpo no vale o que mi temperamento es poco adecuado y que gestiono mal mis emociones. Hagamos un espacio en el que estemos menos acorralados.

El piso de su libro representa en gran medida ese espacio. El capitalismo claramente nos quiere solos y consumidores. Viendo Netflix y, como dice, sin tiempo para las relaciones sociales reales. Frente a esto, hay una rebeldía en la familia que se han construido sus personajes dentro esa residencia compartida.

Me alegro de haber construido el piso. Hablamos muchas veces de los cuidados, pero deberían tener dos facetas. Por un lado, lo que es necesario para vivir, para lo que hace falta un tejido público con muchos más apoyos a fin de esquivar problemas como el altruismo obligatorio, que ha recaído sobre las mujeres y que ahora se deposita sobre la población migrante. La otra parte atañe a las relaciones con todas las personas, no solo con las más vulnerables. A menudo se da en la convivencia y en otros espacios, pero casi nunca se narra, y lo que no aparece, parece que no existe. Esto mismo pasa con el sindicalismo.

Justo quería preguntarle por este tema. Pienso en la gente que ahora está en la veintena, o en la treintena incluso, a ellos la palabra sindicato les suena a anacronía.

Hay un ejemplo reciente que lo muestra, la película de El buen patrón, que habla de una empresa grande en la que no hay un solo sindicalista ni nadie que se preocupe por una persona que ha sido despedida y lucha como puede. Al contrario, a esta persona se la caricaturiza y parodia. Entiendo que sea una comedia, pero si extraes esa posibilidad de apoyo del imaginario, la estás haciendo desaparecer de la realidad. El hecho de que los sindicatos queden fuera de la creación cultural, porque tampoco están en la novela, por ejemplo, y de que en los medios solo aparezcan para ser denigrados, es preocupante. No digo que no haya que criticarlos, pero en vez de crítica nos encontramos con silencio de un lado y propaganda distorsionada del otro lado. Estamos permitiendo que cada vez sean más las empresas que impiden de forma implícita la presencia del sindicalismo en ellas, y que el hecho de introducirlo se convierta en un acto violento para quienes lo necesitan.

Sí aprecio entre los jóvenes un ánimo más combativo pero, a la vez, más atomizado. Se pierde la noción de la lucha colectiva.

Si algo hemos aprendido en la izquierda es que hay que unir todo tipo de grupos que luchan desde lugares diferentes. No vale aquel purismo de defender solo lo mío. Confío en que todos estos pequeños grupos terminen conectándose. Porque cuando estás organizado es fácil saber a quién llamar. Hay personas mucho más jóvenes un poco perdidas y perdidos, pues cada vez el desánimo y la dispersión es mayor. Pero, por otra parte, sé que están combatiendo. Ya saben que si la transición ecológica y el declive brutal que se avecina no se organiza desde la política, se organizará desde el abuso. Dentro de unos años va a haber que racionar cosas y eso no se puede hacer con un sistema de precios, porque es lo más injusto que hay. No puede ser el que se lo pueda permitir, saque su flota de cinco coches, mientras que a la persona con dificultades para moverse que tiene que ir a un centro de salud, se le diga que se las apañe si no puede pagarse un taxi.

En su libro se produce el diálogo intergeneracional. Esto es importante. Por ejemplo, con la madre de Renata, que ve lo que ocurre a su hija y su familia adoptiva desde la perspectiva del tiempo. «A Jara el paro no le dejaba ser», dice.

El diálogo, diría, se da a menudo, aunque tampoco forme apenas parte de la representación narrativa, más proclive siempre a los conflictos incluso cuando son forzados. Aunque sí es posible encontrar a veces esa escucha mutua en diversas obras escritas y filmadas. En nuestra sociedad hay personas mayores al pie del cañón en multitud de batallas. Por poner un ejemplo entre mil, hace poco me contaron de la red de acogida Irungo Harrera Sarea, más de cien personas que empezaron a autoorganizarse el verano de 2018 ante la situación de las personas migrantes que quedan abandonadas y sin derechos en la estación de tren de Irún. La mayoría de las personas que componen la red son de generaciones anteriores a las nuestras. Y sucede en muchos ámbitos. No son nada autocomplacientes, todo lo contrario. Ya han vivido y educado a sus hijos y ahora entregan el tiempo que les queda para la mejora de lo colectivo, de lo común.

Dejando por un momento de lado la política, es gozoso el poder que ha conferido a los detalles en la novela. La presencia que tienen el ruido, el olor, el tacto, la luz de lo cotidiano. La casa funciona como un país, con su personalidad y sus costumbres, ya desde la primera página.

Se trata de no cercenar los campos literarios. La evasión puede ser útil en ciertos momentos, nada contra ella entonces; son, me parece, los autores de evasión los que prohíben a los personajes ser sindicalistas o que les interese su trabajo. Sus textos ejecutan unas ideas según las cuales otros temas no merecen ser abordados. La potencia literaria nace de la precisión. Describir bien una botella roza eso que llamamos lo poético. Lo que empobrece el lenguaje son los clichés y cuando quieres ser preciso, los evitas. Si hay un trabajo que hacer en la literatura es ese, y procuro dedicarle tiempo. La primera gran revolución literaria fue ampliar las clases susceptibles de atención más allá de la comedia; hay revoluciones pendientes. Claro que en una novela un sindicalista puede tener todo tipo de recursos lingüísticos. No van a ser solo patrimonio de personajes de la alta burguesía o relacionados con la creación y la cultura. 

Ya lo dice Ramiro, no todos los trabajos tienen que ser profundos. Ellos manejan códigos intelectuales sin ser literatos o filósofos. De hecho, es un libro lleno de referencias, de Chesterton a Carmen Martín Gaite.

Creo que la inteligencia está muy bien repartida, a diferencia de otras muchas cosas, y es demasiado fácil e inexacto negársela a tu interlocutor. Pienso en esa frase absurda de «es que la gente no lo entiende». O en ese momento en el que alguien protesta porque llega a un lugar y lo encuentra lleno de turistas sin asumir su papel como otro turista más. Empecé a militar en una escuela para adultos en la que dábamos clases a personas para alfabetizarse. Y todavía quedaban. Ha pasado mucho tiempo, hoy la formación se ha generalizado, sin contar con que el buen uso del entendimiento no siempre depende de la formación, ni mucho menos. Esa visión compartimentada de la inteligencia y el conocimiento es del todo insuficiente.

¿Qué va a pasar en 20 años con quienes, como sus personajes, tienen ahora alrededor de los 40?  Personas que no van a comprarse un piso y que viven con un colchón mínimo de ahorros.

El colchón en esta generación es importante porque cuando no se tiene, a veces se acude como pretexto a la llamada salud mental. Existen problemas de salud mental, pero hay también males que, en muchos casos, son problemas de desesperación social. Una persona llega a los ochenta años sin una red de apoyos, un poco dolorida y sin nadie que la acompañe al médico o a tomar un café y le dicen que está deprimido y le recetan unas pastillas. Si la depresión surge por un problema externo que la motiva, entonces habrá que resolver el problema. Por eso este momento podría, a pesar de todo, ser un buen momento para la movilización política, porque es urgente e imprescindible. Antes decíamos eso de otro mundo es posible, pero entonces aún quedaba un poco de la burbuja económica. Hoy ya no podemos afirmarlo, hoy ya se sabe que por este camino, nada va a ir a mejor. En Madrid, por ejemplo, están destruyendo la atención primaria. ¿Qué va a pasar si lo permitimos, cuando, como dices, pasen los años y las personas no puedan siquiera ir al ambulatorio para recibir ayuda y también hablar con la médica y el enfermero que les toma la tensión, que le atienden, esto es, que le prestan atención? ¿O si en vez de abrir más centros públicos de y para mayores, los siguen cerrando? Si los recursos que se emplean para dar apoyo a las personas más vulnerables se malversan en la corrupción y se ponen en manos privadas, vendiendo barato, esto es, robando, lo que tanto costó construir, y si además el dinero empieza a escasear porque el declive energético los encarece de manera insoportable para la mayoría, tendremos un panorama muy oscuro.

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