Horas críticas

La trilogía de la Guerra Civil o cómo las revoluciones acaban con el ser humano

Lamenta Miguel Pardeza Pichardo en el epílogo a Una isla en el mar rojo que la figura de Wenceslao Fernández Flórez, tan enorme en los años previos a la Guerra Civil como para temer ser reconocido en cualquier esquina, se haya ido empequeñeciendo con el paso de los años. De una merecida fama como escritor de ficción y articulista en el ABC a un silencio absoluto, solo roto allá por los años ochenta, gracias a la adaptación al cine de su novela El bosque animado, que nada tiene que ver con los temas que aquí nos disponemos a tratar.

Ediciones 98 ha decidido poner su grano de arena en la recuperación de la figura de Fernández Flórez con la publicación de lo que se ha venido a llamar La trilogía de la Guerra Civil, compuesta por unas memorias de su estancia en Madrid durante la guerra —El terror rojo—, una ficción basada en esas mismas memorias —Una isla en el mar rojo— y una novela difícil de definir —La novela número trece— , llena de retranca e ironía, en la que Fernández Flórez deja de ser protagonista directo o indirecto y pasa a narrar las peripecias de distintos personajes en las dos principales ciudades republicanas, Madrid y Barcelona.

El terror rojo

Aunque, en rigor, no hay un orden establecido de lectura, yo he de recomendar aquí el cronológico y no solo por una cuestión temporal o histórica, sino por la propia maduración de las ideas en el autor. El terror rojo (1938) es un relato en primera persona de las peripecias por las que tuvo que pasar el escritor en el Madrid republicano. Es un relato lleno de horror, de miedo, de cercanía, donde se percibe toda la deshumanización del conflicto en todos los sentidos: cómo el enemigo pasa a serlo por cualquier desencuentro, cómo la vida ajena pierde todo el valor y cómo, a su vez, el capricho decide el futuro del prójimo.

Al principio del libro, Fernández Flórez relata el consejo de un amigo francés: «Vigile sus ideas actuales —le dice—. Usted viene profundamente impresionado por este año de existencia entre excesos salvajes. Debe sedimentar sus experiencias para extraer la enseñanza definitiva». Puede ser, eso lo hablaremos más tarde, pero, precisamente, el atractivo de El terror rojo es la impresión del autor, es su necesidad vital de volcarlo todo en texto, de vomitar el miedo, la rabia, la impotencia, el odio…

Porque, sí, hay mucho odio en El terror rojo. Tiene que haberlo, a la fuerza. A veces, desde la distancia de casi un siglo, uno se imagina a Fernández Flórez no tanto como un Zweig sino directamente como un Borges en medio de una revolución populista. Completamente desconcertado. Completamente perdido. El único «spoiler» que me voy a permitir aquí es cuando el autor intenta freír un huevo en un aceite hirviendo y casi quema la cocina por no tener servicio que se encargue de ello. Hay algo de «mundo de ayer» que se derrumba frente a sus ojos, pero no ya un mundo teórico, casi estético, sino práctico: su casa, sus amigos, su vida…

Para mi generación, para los nacidos ya en la democracia, este tipo de libros son útiles en lo que ayudan precisamente a la memoria histórica. La versión que se repitió, supongo, durante cuarenta años, a nosotros se nos ha hurtado en gran parte: hemos vivido entre ficciones y discursos que nos repetían lo maravillosa que había sido la República, el horror de la guerra civil en zona nacional, las barbaridades franquistas —la deshumanización, el capricho, la delación, pero en el otro bando— y se nos había presentado como algo simpático, incluso heroico, la defensa miliciana, la persecución del quintacolumnismo o las matanzas en checas y derivados.

Nos faltan más experiencias como esta para darnos cuenta de que todo eso no deja de ser una idealización. Probablemente, ojo, la misma idealización en la que incurre Fernández Flórez cuando habla del bando nacionalista. En una guerra, el terror no es rojo ni es azul, simplemente va de suyo en cada centímetro del territorio. Leyendo el libro de Fernández Florez, uno recuerda el Homenaje a Cataluña de Orwell, cuando después de varias semanas de jolgorio, el inglés se da cuenta de que una revolución es lo que es: una especie de todos contra todos que puede acabar con cualquiera.

Otra de las obsesiones habituales del autor en este libro y en los posteriores es la tibieza de los neutrales, de los «burgueses simpatizantes», en sus propias palabras. Hay una referencia demasiado explícita a Ortega y Gasset y su «no era esto, no era esto…» como para ignorarla. Una crítica visceral a todos los que, tanto en España como en el extranjero, veían con simpatía los excesos liberales convertidos con el tiempo en caos retórico basado en el odio y el rencor. Fernández Flórez ve muy claro que una cosa lleva a la otra, pero ahí habría mucho que discutir. Probablemente forme parte de ese pensamiento no sedimentado del que hablábamos antes.

Una isla en el mar rojo  

Escrito en 1939, ya acabada la guerra, Una isla en el mar rojo es precisamente el libro pausado que le pedían a Fernández Flórez que escribiera cuando llegó a Francia. Más desapasionado, más analítico, quizá, con más tiempo para la reflexión, con personajes auxiliares —el fabuloso Demetrio Rich— que introducen matices y análisis que no veíamos en El terror rojo y con una visión de la vida que, frente al Wenceslao-Zweig-Borges más sensato, nos recuerda al romanticismo alemán, al Kant de las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. Un esteta, en definitiva, en tiempos de moralismo.

La novela empieza con el visionado de una película sobre la Revolución Francesa —más adelante, el protagonista, ya en huida, intentará sin éxito leer unas hojas de la biografía de María Antonieta escrita precisamente por Zweig— y el convencimiento de que esa revolución podría arder en España a poco que se complicaran las cosas. La Revolución Francesa no como culminación del pensamiento ilustrado, no como inicio de una nueva era de la humanidad ni como reparación de injusticias pasadas… sino como una sucesión de ajustes de cuentas que derivan, inevitablemente, en el Terror, con mayúsculas, y sus guillotinas.

Tanto en esta novela como en las anteriores, es curioso que Fernández Flórez rara vez hable de «la República» o de su gobierno, más allá de alguna chanza en referencia al físico de Azaña o a la inutilidad de tal o cual ministro. Habla de «la revolución marxista». Habla de esos primeros meses de desorden absoluto, en los que no había autoridad alguna, solo bárbaros armados buscando su particular revancha. Si algo achaca el autor al gobierno del país es precisamente su desaparición, su dejar en manos de los salvajes las vidas de sus ciudadanos, el no molestarse en proteger los derechos mínimos de civiles indefensos.

La novela, como tal, no nos cuenta mucho que no supiéramos antes. Hay pasajes idénticos a los recogidos en El terror rojo solo que el protagonista tiene otro nombre y otra profesión. La isla es la legación de un país extranjero en la que acaba recluido como acabó el propio Fernández Flórez en la vida real. Sinceramente, los capítulos ambientados allí se hacen largos, tan largos como se le debió hacer a él la estancia en las embajadas de Argentina y Holanda. Demetrio Rich aparece y desaparece más de lo que nos gustaría y la trama sentimental es muy floja, básicamente porque no parece que el autor tenga mucho interés en sus personajes. Por ejemplo, el de Erna da para mucho más, sin duda. El de Gabriela, en cambio, para mucho menos.

Una vez consumada la huida, una vez llegado a la zona nacional a través de ciertos salvoconductos y ayudas que en ocasiones rozan el «deus ex machina», el lector se queda con ganas de saber qué pasó a continuación. ¿Qué se encontró Wenceslao/Ricardo en la zona nacionalista? ¿Cómo reaccionó ante las noticias de sus propios excesos? ¿Vivió su propio «no era esto, no era esto»? Menciona Miguel Pardeza en el epílogo citado al inicio de esta recensión que Fernández Flórez no fue un hombre demasiado querido por el régimen de Franco. ¿Pudo tener algo que ver el hecho de que se basara en exactamente las mismas barbaridades de las que él había huido a duras penas durante sus horas más amargas?

La novela número trece

El encaje del tercer vértice de la trilogía es complicado. Aquí sí estamos ante una novela avant la lettre y no ante un ejercicio de autoficción. Comparte contexto con los dos libros anteriores, pero poco más. La novela número trece (1941) es un compendio de chanzas con toda la retranca gallega de la que el autor solía hacer gala. En ocasiones, intencionadamente, se cae en la caricatura. Todos los republicanos —perdón, todos los «rojos»— son malos, son torpes, son crueles, son medio tontos, son una panda de ladrones… y son feos. Es curioso porque esto también se veía en los otros dos libros, una especie de asimilación nietzscheana entre la fealdad física y la fealdad moral. El derrumbe del cuerpo como preludio del derrumbe del alma.

Eso no quita para que, en su casi totalidad, sea una novela muy divertida. Disparatada, sí, pero bien trabajada, con una naturalidad en la prosa que se agradece frente a la lógica solemnidad de los otros dos libros y con personajes y situaciones brillantes. «La novela número trece» tiene algo de novela costumbrista y algo de novela de detectives, y a Fernández Flórez no le importa lo más mínimo pasar de una cosa a la otra según le venga en gana. Las historias del detective inglés Charles Ring y el aspirante a miliciano Leonardo Saldaña —en realidad, no llega nunca a entrar en combate, más bien tiene que huir de sus compañeros porque quieren quedarse con su dinero en nombre del pueblo— se mezclan y se acaban encontrando en un viejo camión rumbo a Barcelona.

A lo largo de la lectura, con sus viajes, sus encuentros, sus fondas, sus personajes disparatados, es imposible no recordar por momentos al mismísimo Don Quijote. Esas peroradas de Ring o de cualquier otro sobre temas que en principio nada tienen que ver con la trama y que a veces son recibidas con halago y a veces con ira por parte de sus interlocutores. La facilidad para meterse en líos. El intento de mantenerse noble, moral, estricto, educado… en un contexto de ruindad y pillaje. Sospecho que a Fernández Flórez no le cae bien su detective ni los compatriotas de este. Sospecho que el apoyo velado de Inglaterra a la República, pese a la manida «no intervención» tiene mucho que ver en ello.

Aunque ahí están las checas, aunque ahí está el SIM, aunque ahí están los salvajes nombrados ministros y los ministros escondiendo joyas en sus maletines para fugarse a Francia en cuanto puedan, La novela número trece sabe despegarse de su carga política y no convertirse en un panfleto. La propia ambigüedad de Leonardo Saldaña es la ambigüedad de tantos españoles en esa época que no acababan de encontrar su «bando». Fernández Flórez le tiene cariño, ese cariño que se tiene por los hijos irresponsables, y se nota. Saldaña se lo paga a su vez con su admiración por el genealogista Valdés, es decir, por el docto intelectual, no exactamente un trasunto del autor, pero sí de lo que el autor defendería como «ejemplo de los mejores».

En definitiva, hablamos de tres libros necesarios pese a alguna exageración y el evidente partidismo. Sería interesante que, al menos en El terror rojo, los rumores a los que refiere Fernández Flórez vinieran acompañados por notas al pie que explicaran hasta qué punto esos rumores son ciertos o no. El propio autor se pone la venda antes de la herida cuando dice: «Cuando nosotros desaparezcamos, los que vivimos esta verdad tremenda, las generaciones que lleguen después reputarán estos hechos —lamentablemente exactísimos— como exageraciones de un partidismo inflamado». Efectivamente, es así.

Chocan las referencias al «glorioso Franco» como chocan las alabanzas al dictador Salazar, en cuyo país se publicó en origen El terror rojo. Choca que todos los malos sean del mismo bando igual que nos chocan en las películas todos esos curas gordos y esos malvados guardias civiles que solo quieren humillar y perseguir a los nobles republicanos. Choca, en definitiva, el cliché. ¿Cuánto hay de cliché en el caos de una revolución? Ojalá no tengamos que descubrirlo nunca. En cualquier caso, se trata de una lectura necesaria, interesante y de provecho… más aún en tiempos en los que la guerra vuelve a llamar a las puertas de Europa.

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