Horas críticas

Pureza

Me crie en un mundo bisagra, como corresponde a todos los tiempos de interés. En el trayecto que va desde el blanco y negro del Capitán Tan y los Chripitifláuticos, hasta el colorido en las camisas de Jarcha y su «Libertad sin ira». El pernil del pantalón iba creciendo verano tras verano, en coches abigarrados sobre los que, con suerte, llovía a ratos, aclarando el bru-bru-brú en los duros cambios de marcha al adelantar a camiones Pegaso que chiflaban en medio de la polvareda. Con la lluvia salvífica nos despertábamos, como los inmortales de Borges, y podíamos seguir con el dedo la gota engordada que resbalaba por la ventanilla. Alarde de distracción; un salto evolutivo más acá, desde las moscas de Machado. La música de fondo era el «Reina y Madre del colegio», indefectiblemente asociada a un éxtasis colectivo en la capilla, cuando la potencia de mil voces hacía vibrar las vidrieras, con aquellos santos y su definición, al entrar un rayo de sol a través de su exagerado cromatismo: «son hombres de colores a través de los cuales pasa la luz». Imbatible. Mundo feliz, anestesiado. Mundo de abrazo asfixiante. Mundo familiar, carcelario. La pereza era la madre de todos los vicios, y la pureza implicaba un plan de vida, una dirección espiritual, con círculos y meditaciones, junto a la salvífica sensación —creencia, vivencia— de que una hora de estudio era una hora de oración. De que una ducha de agua fría alejaba a los malos espíritus de la lujuria, tan pertinaz como aquella sequía, madre de pantanos. La lujuria no era seca, no; era lluvia de granizo que enterraba el sueño de los hombres —«esto vir», según nos decían y leíamos en latín— que queríamos ser santos. Pero no lo fuimos, porque nos pusimos a leer en los márgenes de aquella autopista hacia el cielo, con Michael Landon haciendo de Michael Landon. Abandonado Martín Vigil, resultaba que el alfabeto seguía ofreciendo combinaciones tan pecaminosas como iluminadoras. En fin, que de la vieja obra de Dios solo quedaron los andamios, en los que, una tarde de abril con sabor a bocadillo de mortadela, se apareció Juan Goytisolo y su juego de palabras: resultaba que no era la pereza, sino la pureza, la madre de todos los vicios, y que «mens sana in corpore Susana». ¡Bum!

Tras del estallido, aquel sentido de la pureza, preconstitucional y tridentino, se derramó por entre los andamios residuales de la obra de Dios. Las sotanas negras de los directores espirituales dieron paso a la sonrisa Profident de terapeutas que no mandaban penitencias, y la vieja palabra pureza se fue destiñendo poco a poco, hasta confundirse con el gris de los recuerdos adoquinados. Y, de pronto, Eva y Antonio la pintan aquí, PUREZA, de rojo, sobre ese fondo gris, como aquella mujer inmaculada de Delibes. ¿Es otra pureza, o la clonación semántica ha logrado llevarle la contraria a Koselleck y sus conceptos envejecidos, sus palabras cansadas? Nos dicen en el libro que nos preparemos para redescubrir, y nos dan la guía institucional: volver a sentir interés por algo. CREAR. Pues, como escribe Eva, será «la frustración de vivir la que nos empuja muchas veces» a hacerlo. Pero ¿ya no somos artesanos de santidad, sino creadores; autores de vida? Y es entonces cuando Eva Mena nos golpea con sus cuadrados mágicos, sus nubes como manos, manos como criaturas, criaturas que abrevan por caminos no marcados, eludiendo vallas alambradas. Eva planifica la realidad, en el sentido de que la vuelve plana, abarcable, tras el beso de su objetivo fotográfico: el beso de Ovidio, que no el verso, como ella misma dice, apostando por metamorfosis. Ovejas, cochinos, perros guardianes en sus horas libres, jaramagos, malas hierbas y, sobre todo, Platero y él; Manolo y su burro. Con esa camisa de cuadros que nos retrotrae de nuevo —re-descubriendo, como decían los autores— hasta una vieja canción de aquel tiempo bisagra, casi tridentina, del añejo José Domingo Castaño.

Y luego llega Antonio Palacios, con su traca de mandamientos, que nos devuelve a la fuente de las cosas. Con su «no vivir el momento» al estilo de no pensar en un elefante, de Lakoff. Nos arrastra hasta la impureza del caos previo a la creación, chapoteando entre escrituras de pueblos infieles, pliegues de tiempo, el tedio juguetón de los hijos únicos, el frío de la vida, esta «maleta llena de papeles de otro», ese «escudo de hojas marchitas», o aquella «malla de mentiras». «Realidad-disciplina», «rostros a medio morir», «muro de luz impenetrable»… Entre las imágenes en los versos de Antonio Palacios y la poesía secuencial en las fotos de Eva Mena, se deja entrever esa nueva PUREZA, saludando desde la ventana cuadrada de este libro.

Después de recrearnos entre estas páginas, la pureza ya no es lo que era. Solo nos queda la pereza, hasta que Eva y Antonio decidan encuadrarla.


Pureza
Eva Mena Pozo y Antonio Palacios Rojo
Editorial Lemendu
(Sevilla, 2021)
95 páginas
31,50 €

Un comentario

  1. Cristina Martínez Martin

    Chapeau a ese colorido y pintoresco recorrido por ese periodo
    de la adolescencia, acompañado de sabrosas referencias y melancólicos referentes.

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