La Ilustración, encabezada por una tropa de intelectuales europeos emperrados en «disipar las tinieblas de la ignorancia mediante las luces del conocimiento y la razón», tiene la culpa de que el siglo XVIII haya sido bautizado de manera oficial por los historiadores occidentales como «el siglo de las luces». Una época convertida popularmente en la antesala del mundo moderno, tras haberlo apostado todo a las casillas de la ciencia y el pragmatismo. Un siglo objeto de la romántica idea de que, en su seno, todas las ideas y los individuos brillaban como si los acabasen de pulir con mucho esmero y un bote generoso de lustre intelectual. Pero lo cierto es que cien años es demasiado tiempo como para creer, por muy idealizado que esté, que en dicho periodo solo tuvo cabida la excelencia erudita. Porque, a pesar de la iluminación imperante y las tinieblas aireadas, siempre existen rincones sombríos. En un momento dado, la excepcional ensayista norteamericana Terry Castle se asomó a aquellas sombras e intuyó que el laureado siglo XVIII también había sido el embrión de un concepto incómodo, uno que tendría un padre psicoanalista.
En 1919, Sigmund Freud escribió Das unheimliche, un ensayo traducido habitualmente como Lo siniestro, pero también como Lo ominoso o Lo inquietante. Se trataba de una obra donde el fundador del psicoanálisis expandía la idea que años atrás había ensamblado el psiquiatra alemán Ernst Jentsch: la existencia del unheimliche, un término complicado que carece de traducción directa en varios idiomas, entre los que se encuentra el castellano. Una palabra que a menudo es aplicada con un sentido indeterminado, cercano a lo espantoso, lo espeluznante, lo ominoso, lo angustiante, lo terrorífico o lo inquietante. Lo que sentimos cuando algo familiar se reprime y pasa a transformarse en algo que nos produce un profundo desasosiego. En su Das unheimliche, Freud se apoyaba en cuentos de E.T.A. Hoffman para analizar elementos de la ficción que invocaban ese sentimiento turbador: la apariencia humana de los autómatas, los espectros, el doble de uno mismo conocido como doppelgänger o el terror que se acurruca en las fábulas para niños. Y también aquellas experiencias reales que provocaban una sensación similar: la fe en la magia, las obsesiones, el temor a la muerte, las neurosis o los presentimientos que acaban haciéndose realidad.
Un siglo después del estudio de Freud, a la altura de los años noventa, Terry Castle reconoció que aquel texto, que calificaba como «magnífico, problemático y muy acertado», había esculpido la percepción que ella misma albergaba sobre el siglo XVIII. Y vio que era posible utilizar dicha tesis como hoja de ruta para enlazar sus propios ensayos y congregarlos en un tomo titulado El termómetro femenino: La invención de lo inquietante en la cultura moderna. Un libro dedicado a explorar cómo lo inquietante (un término que en su versión original en inglés la autora traduce como «uncanny») comenzó a fraguarse en la imaginación colectiva del siglo de las luces. El termómetro femenino le toma prestado su título a una sátira misógina aparecida en 1754 entre las páginas del semanario The connoisseur. Un artículo donde se describía un artilugio imaginario conocido como termómetro femenino e ideado con el objetivo de medir «la temperatura exacta de las pasiones de las mujeres», un «tubo de cristal con una mezcla química en su interior compuesta de extractos destilados del amor de una mujer y cabello de Venus y cera de abeja virgen». Ingredientes que al reaccionar con «la circulación sanguínea y los espíritus animales» provocaba que el fluido subiera o bajara «según los deseos y apetencias del usuario», en una cantidad «exactamente proporcional a la altura por la que se llevaran el corsé y las enaguas». De este modo, ese termómetro fantasioso etiquetaba a su usuaria con uno de los siguientes valores: «Modestia inviolable», «Indiscreción», «Descaro inofensivo», «Comportamiento disoluto», «Insolencia» o la muy dramática y alarmista «Impudicia desenfrenada». Aquel era, por tanto, un texto que se pretendía gracioso pero solo conseguía dar muchísima grima, resultar ominoso.
Partiendo de ahí, Castle analiza a lo largo de su libro una fabulosa colección de elementos que, enarbolando lo inquietante, se asomaron por la cultura del siglo XVIII: las apariciones del espíritu de María Antonieta, el sueño perverso y de transexualidad latente que tiene un personaje de la novela Clarissa o la historia de una joven dama, de Samuel Richardson, las ilusiones ópticas ideadas para epatar, el escándalo social que provocó la historia de una mujer juzgada por travestirse y casarse con otra dama, la novela gótica, los bailes de máscaras en Inglaterra, los patrones sexuales de la novela Roxana: la amante afortunada, de Daniel Defoe, los doppelgängers novelescos, los informes del trastorno psicótico compartido conocido como folie à deux, los trenes espectrales en los espectáculos de fantasmagorías, la pulsión homoerótica, lo carnavalesco o las profecías certeras. Todo un circo unheimliche que la excepcional prosa de Castle analiza de forma afilada, convirtiendo algo tan denso como el ensayo posestructuralista en un entretenimiento fascinante. Porque en el siglo XXI lo inquietante también puede ser divertido.
El termómetro femenino Terry Castle Trad. de Miguel Cisneros Perales El Paseo Editorial (Sevilla, 2021) 384 páginas 22.95 € |