Ficción

Into de wild

Sesenta años. Los cumples bien, a pesar de que tu celebración esté algo más poblada de lo necesario. Juan siempre quiere invitar a todos los amigos del grupo, y dejaste que se encargue. A él le encanta festejar, tú prefieres el trabajo. Eres buena en lo que haces: escuchas a tus pacientes, anotas, se van, anotas más, meticulosa y diligente, inquebrantable e intensa desde que naciste, decía tu mamá. Sesenta. Estás atenta, estás contenta, pero no tanto. Te juzgas; nunca eres ni es suficiente para ti. Ni tú, ni el adjetivo impreciso que utilizaste para describir a un nuevo paciente en el reporte de ayer por la tarde, ni la forma en que este vestido te aprieta incluso en la cintura, ni tu elección de un marido que se pone más dulce—empalagoso—con los años, ni tus hijas erráticas ahora ausentes por un viaje a Hong Kong, ni la torta de chocolate—demasiado esponjosa—que estás masticando en este instante. Te juzgas en lugar de agradecer lo que sí tienes, una profesión, una familia, las calas de tu jardín.

Todos conversan animados. Podrías unirte, pero más bien te piensas en la cotidianidad, en cómo sueles llegar a tu casa, cenar lo mínimo, escuchar a Juan hasta que toca mirar la serie de turno y quedarte dormida, una vez más sin leer aquella novela que empezaste hace meses, quizás años. Sonríes. Qué trágica. No disfrutas del todo este domingo, ni las risas de los invitados, ni el hocico del perro contra tu pierna, celebrándote a su manera. Masticas. Lento. Juan, ya entrado en copas, intenta insinuar alguna cosa, pasa su mano por tu espalda, señala con la cabeza que lo acompañes a la cocina. Le ruedas los ojos, te guiña, sientes cómo la cava late contra tus sienes. Estás envuelta en una niebla que no reconoces, o un poco sí, una sensación que te recuerda al gris húmedo limeño, de pesadez y hastío.

Hastío. Eso describe tu entrada a los sesenta. Hastío de ser de las mejores terapeutas de una ciudad europea, de trabajar con decisión, con tanta meticulosidad que un domingo como este lo único que quieres es dormir en lugar de follar.

***

Sesenta años y tres meses. Otra vez con Juan, ahora en la sala de espera del Institut Neurològic. Tu mano no deja de temblar. La izquierda. Una broma del inexistente destino ante una terapeuta zurda que detesta los teclados, que defiende la importancia de mantener la tradición de los reportes escritos a mano. La observas; parece una mano epiléptica. Por dios.

Juan intenta distraerte con alguna anécdota de una de sus clases, sobre un apodo que le puso a un alumno tras no sé qué. Tú te fijas en los zapatos rosados de una de las jóvenes sentadas frente a ti. Pequeños, elegantes, como si le pertenecieran a una muñeca antigua. La imaginas usándolos solo en ocasiones especiales, de celebración o de miedo, como la actual. Piensas en qué podrías decirle para hacerla sentirse cómoda, a pesar de la incomodidad de tu propia mano. En realidad, la mano ya casi ni la sientes. Como si el temblar tanto, en lugar de darle vida, se la hubiese quitado.

Se te aguan los ojos, disimulas con un bostezo, y en pleno bostezo sale de una puerta un doctor canoso que anuncia tu apellido. Juan te da unos golpecitos en el hombro antes de sujetarte del codo derecho: es hora de levantarte, de ir hacia el consultorio, de escuchar el diagnóstico. Caminas junto a Juan con la cabeza en alto, pegas la mano al abdomen para que tiemble menos. Pero sabes que el doctor ha identificado de inmediato qué ocurre. Sientes esa misma niebla de la tarde de tu cumpleaños posarse por unos segundos en su mirada y quieres retirarte, no, gracias, no quiero su opinión, no necesito oír lo que ya sabemos. Quieres correr, pero no eres impulsiva. Sigues caminando, el doctor asiente con la cabeza y abre la puerta de su consultorio, dándote la bienvenida a tu nueva, quizás espeluznante, vida.

***

Llegarán los sesenta años y cinco meses. El pánico habrá pasado. El doctor ya te habrá dicho que no hay por qué alertarse demasiado, que lo de tu mano no es Parkinson sino estrés, que solo es cuestión de tiempo, relax y fisioterapia, y seguirás.

Sian, una violinista hermosa, educada, peruanísima con rasgos orientales, cruzará tu camino. Te convertirás en su terapeuta, una vez por semana, tu única paciente mientras te recuperas. La verás los jueves a las cinco de la tarde en tu consultorio de siempre, aquel que poco a poco ya no podrás pagar, pero que Juan pagará por ti, por qué no, te dirá una noche después de la cena sin vino, somos un equipo, déjame ayudarte como me has apoyado tú a mí. Le dirás que sí, que claro, que pague el consultorio donde solo darás terapia una vez por semana, hasta que te recuperes.

Terapia con Sian. Sian y tú conversarán, le preguntarás sobre su semana, te contará sobre sus vecinos, su soledad y su violín y por primera vez no le cobrarás a un paciente porque entenderás que no te puede, o no te debe, pagar.

Serán como amigas, pero no del todo—te dirá que te pagará en algún punto y asentirás. Dejarás a Juan jugando ajedrez cada jueves por la tarde, una hora y un alivio sin que te cuide, sin que te consienta, sin que te mire con cada vez más lástima. Una hora para que respire como debería, para no tratarlo mal, incluso para que invente una nueva receta o para que mejore su inglés o para que se masturbe.

Te aferrarás a esa hora para estar tú contigo en tus cosas que no son tuyas, sino de Sian. Para entender la pena de una violinista en una situación como, pero tanto peor, que la tuya. Porque por lo menos tu mano ya estará más controlada, sin los temblores del comienzo, de esos días de vértigo que ya no existirán. La mano de Sian aún no podrá moverse. Conciertos perdidos, se lamentará ella, vida sin música, sabrás tú, y sabrá ella también, pero lo único que podrás hacer es convencerla que al igual que tú, se recuperará.

En verano te irás de vacaciones. Alaska. El último lugar que se te hubiese ocurrido para ir a pasear o a relajarte, ni en tu infancia, ni en tu juventud, mucho menos a tus sesenta. Alaska que ni siquiera consideraste tras la película esa que te recomendó algún paciente hace unos años, esa película sobre un joven egoísta, adorable, desesperado y ¿vacaciones allá? ¿Vacaciones a un blanco de muchos nombres, a un hielo filudo, fluido y decisivo? Alaska. Claro que sí. Juan te invitará a un crucero para evitar el divorcio, o para retomar el sexo, y tú accederás porque te dará igual. Las vacaciones serán frías y hermosas, como un amanecer sin manta. Te enamorarás del hielo, Juan te tomará fotos de esposa entrada en años con su teléfono recién comprado, pero no dejarás de pensar en ella, Sian, joven y sola en Barcelona, esperando tu retorno, o esperando algún milagro, más que a ti, con su mano sin mover.

Volverás de Alaska, por supuesto. Después del sexo de crucero, lo de Juan volverá a ser igual, o peor: más romántico. Intentará reconquistarte con flores de aniversario o de miércoles por la mañana y te sentirás culpable, porque lo único importante para ti será ese aún leve temblor de tu mano izquierda, sin fin, presente en tus sueños de tsunamis en blanco y negro o de silenciosas avalanchas.

Conversarás con Sian. Se observarán la mano la una de la otra. Se acompañarán, como si fuese tu hija, como si fueses su mamá. Te contará de su hermana, le contarás del norte de América. Te contará sobre su violín, le contarás sobre Juan. Se contarán sobre sus silencios de sábados por la tarde.

Pero le seguirás demostrando tu profesionalidad ante la mente con tu postura, tus observaciones, tus años. Aun así, mientras más la veas, comprenderás que la profesional es ella. Sabrá mucho más que tú sobre las cuerdas del pensamiento, sobre ese espacio sin palabras al que solo llega la música. Será ella, con su mano muerta, quien sabrá cómo afinar los sentimientos, las desgracias y, sobre todo, la falta de emoción.

Y un jueves repentino, tras dos tazas de café descafeinado, sin tu esposo y sin su violín, conversarán hasta llegar a lo salvaje. Entenderán que la máxima dicha es aquella que existió en Alaska sobre una montaña nevada sin huellas, pero hace muchos, muchos años, siglos, incluso, antes de que las dos nacieran. Antes de que sus manos, tu izquierda y su derecha, dejaran de funcionar.


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Claudia Paredes Guinand es una antropóloga y escritora peruano-venezolana, máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra y PhD en Literatura y Política en la misma universidad. Ha publicado diversos relatos en la revista estadounidense Mitos Magazín. Actualmente está terminando un libro sobre el populismo en la ficción.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*