En 1996 dimos a conocer en el «Congreso Internacional sobre Humanismo y Literatura en tiempos de Juan del Encina», celebrado en Salamanca, la documentación relacionada con el traspaso de la imprenta zaragozana de Pablo Hurus: fue efectuado el 21 de marzo de 1499 a la sociedad formada por Jorge Coci, Leonardo Hutz y Lope Appentegger, que llevaban un tiempo trabajando en dicho taller, sito en la parroquia de San Gil, en unas casas de Francisco Palomar. Hurus había previsto ese relevo y les subrogó de inmediato dos libros que le habían sido encargados a él, un salterio para el monasterio de Santa Engracia y la Crónica de Aragón, escrita por fray Gauberto de Vagad, que fue la primera historia impresa del reino.
Zaragoza ha sido una de las ciudades españolas más mimadas por la bibliografía, puesto que su producción tipográfica fue recogida desde sus inicios hasta el siglo XIX por Jerónimo Borao, Konrad Haebler, A. Lambert, Juan Manuel Sánchez, Lucas de Torre, Francisco Vindel, Frederick Norton, Manuel Jiménez Catalán e Inocencio Ruiz Lasala. Pero no se conocían apenas datos sobre la ubicación urbana de las primeras oficinas tipográficas de la ciudad en el último tercio del siglo XV. Francisco García Craviotto reconoció que el estudio de la documentación tenía que ser el complemento preciso de la investigación bibliográfica, de lo que también ha gozado nuestra ciudad; autores como Manuel Abizanda, Manuel Serrano y Sanz, y R. Steven Janke, exhumaron en los archivos locales noticias fundamentales para la historia del libro aragonés, como sucedería después con Ángel San Vicente Pino, profesor de la Universidad de Zaragoza, y la serie de doctorandos que dirigió, entre los que nos encontramos.
Así, la localización de los domicilios de los libreros del periodo incunable —desde que apareció la imprenta hasta el año 1500 incluido— nos es conocida sobre todo por las noticias halladas en los protocolos notariales coetáneos. Estos profesionales tendieron a agruparse en la calle de la Cuchillería, en la parroquia del Salvador —al inicio de la actual calle de Don Jaime I—, y adyacentes, sobre todo en la calle de Santiago, en la parroquia homónima; ambas vías estaban cerca de la Diputación del Reino, La Seo y el palacio arzobispal, la iglesia del Pilar y las Casas del Puente, que era como se llamaba entonces a la casa consistorial, o sea, en el corazón político y eclesiástico de la capital del reino. En la primera calle vivieron, en ese tiempo, los libreros Jaime San Juan, Domingo Ramo, que se encargó de vender durante un tiempo los libros impresos en el taller de Hurus, Pedro San Jorge y Sancho Ayala, que tenía un tablado para la venta de ejemplares en la fachada de su casa; y en la segunda, Luis Portella, Juan Valladolid, Luis Malférit y Domingo Osera. Los libreros eran entonces profesionales versátiles, que no solo vendían libros, sino que también los confeccionaban, caligrafiaban, embellecían y encuadernaban; además de participar en la alfabetización de muchos niños de la ciudad.
Hay que tener en cuenta que el libro, en ese momento, era un producto comercial más en las rutas mercantiles internacionales que recorrían Europa, por lo que es admirable la cantidad de profesionales que vivieron o pasaron por Zaragoza, en muchas ocasiones como escala en su camino hacia las ferias castellanas de Medina y Valladolid, y dejaron huella documental. En una ciudad que no pasaría de 20.000 habitantes, en relación con este negocio conocemos la actividad de los mercaderes italianos Luca Alexandro, Smeraldo Avanzati, Bernardo Bernardi, Bautista y Mateo Bonaparte, Andrea Cabaço, Antón Cortés, Esteban Ferrara, Pedro Padua, Juan y Jaime Macañán, Francisco Richalbani, Antón Rubinell, Juan Ubaldini, Antón Vianch y Jacobo Vila; los alemanes Gaspar Vizlant, Juan Celent, Juan Risch de Cura, Jaime y Felipe Vizlant; y otros también extranjeros, como Lázaro Gazanis y Juan Taulet, que hicieron transportar hasta aquí una enorme cantidad de volúmenes estampados en lugares tan alejados como Núremberg, Lyon o Venecia. Además se conocen libreros que definitivamente se instalaron a orillas del Ebro, como los alemanes Nicolás de Prusia, Gaspar Creher y Juan Spichsembert; el calígrafo fray Gilaberto de Flandes en el convento de Santa Engracia, o escritores de libros franceses, como Roberto Alexandre, que siguieron trabajando en Aragón ya entrado el siglo XVI, como Arnaut Lespés, Guillén de Picart o Pierres Seguín, porque el códice y el libro manuscrito siguieron teniendo mercado a pesar de la producción impresa que inundaba el mercado del libro desde hacía unas décadas.
De Mateo Flandro, prototipógrafo de Zaragoza, muy poco se conoce, y menos del lugar donde estampó su única publicación conocida, el Manipulus curatorum de Guido de Monterroterio; sí sabemos que su nombre real era Matías de Ram, que era flamenco y que en 1475, el año de su impresión, el Concejo de la ciudad pagaba al «maestro de la prensa, siquiere forma de emprempta de libros», a través de su mayordomo, 1.300 sueldos jaqueses, por lo que quizás fue un libro de texto manejado en el Estudio de Zaragoza, que era mantenido por el gobierno municipal. Una parte importante de los alumnos de dicho centro eran futuros sacerdotes, ya que los seminarios no se institucionalizaron hasta el siglo XVI; y el título citado había sido recomendado repetidamente en los sínodos del arzobispado de Zaragoza, por lo menos desde 1462 hasta 1500, y aún lo sería mucho después en otras diócesis, como la de Orense en 1544.
Aproximadamente, puede que hayamos localizado la zona donde se instalaron los socios alemanes Enrique Botel y Pablo Hurus en marzo de 1477. Un mes antes, habían alquilado unos fueros de Aragón al notario Juan Abiego para que les sirvieran de modelo para la publicación de las leyes del país, a lo que se habían comprometido en el mes de octubre anterior, en una iniciativa empresarial que quizás no se repitió en ningún lugar en el periodo incunable, puesto que subvencionaron esta edición por suscripción; y fue pionera entre los reinos hispanos y una de las más tempranas en Europa, pues solo los cuerpos legales de los Estados Pontificios (1473), el Imperio Germánico (1474) y Nápoles (1475) fueron publicados con anterioridad; y por detrás fueron los de Valencia (1482), Castilla (1484), Cataluña (1495) y Navarra (1557). Seguramente Botel y Hurus son «los libreros» que constan en el cuaderno de finales de 1476, donde fueron registradas las derramas que los vecinos de la parroquia de San Gil efectuaron para dotar adecuadamente a su templo; pagaron 6 sueldos por una casa en el exterior de la muralla romana, que pensamos que estaba situada en el Coso, entre la Puerta Cinegia y el convento de San Francisco, que se hallaba en el solar donde luego se levantó la Diputación Provincial de Zaragoza. No tenemos constancia de ninguna otra sociedad en este sector laboral, y el genérico “libreros” nos parece adecuado en ese momento para reconocer a quienes estaban publicando libros con una técnica absolutamente novedosa.
Tras la marcha de Botel a Lérida, Pablo Hurus comandó en nuestra ciudad la probablemente mejor imprenta de España, según afirmaba Ferdinand Geldner, pues su poderío técnico en la producción de libros y estampas fue incuestionable. Contó en la primera etapa con un peón de confianza, Juan Planck; y durante unos dos años delegaría la administración de la oficina, hasta 1490, en su hermano Juan Hurus.
Durante la gestión de Juan, es cuando se documenta el negocio ya instalado en la esquina de la plaza de San Gil; en el fogaje realizado en Aragón por orden real de 1495, se cita como «la casa de l’amprenta». Esta había sido trasladada al interior del recinto del antiguo muro romano, en la misma parroquia de San Gil, en un sector que era de mayor categoría social, según Isabel Falcón. Aunque el entramado urbano no coincida con el actual, teniendo en cuenta los datos de ese censo y los de la documentación notarial coetánea relacionada con los inmuebles que se levantaron en ese distrito en el siglo XV, pensamos que el taller de los Hurus se situaría aproximadamente donde ahora está la plaza de José Sinués, detrás del actual Teatro Principal, entre las calles de Don Jaime I y de San Andrés.
Probablemente el edificio tenía salida a esta vía —donde se hallaba la iglesia homónima y, de forma contigua, la Casa de Ganaderos—, que a principios del siglo XVI aún era reconocida como de la Imprenta. El propietario de la vivienda, Francisco Palomar, era de familia vinculada a dicha parroquia y tenía allí dos casas contiguas, una de las cuales fue arrendada a los Hurus, seguramente la que había ocupado con anterioridad la madre de Palomar; constaba de «tiendas», algo muy apropiado para mantener un negocio abierto, y «cillero y bajillos» (granero y bodega). Con seguridad, los Hurus tuvieron botiga abierta junto a la propia imprenta, un espacio dedicado a la venta de libros al por menor, y allí se comerciaba lo producido en sus prensas, lo comprado de nueva factura a otros tipógrafos y ejemplares de segunda mano; allí también se atenderían los encargos de acabado de las piezas, como encuadernaciones, dorado de cantos o miniados. Por ejemplo, en 1489, Jerónimo Gordo, racionero de La Seo, reconocía una deuda por encuadernar un libro al «librero que solía star a la cantonada de la placa de Sant Gil, do casa de Palomar», que ya hemos dicho era donde se encontraba el taller. Una ilustración muy conocida que reproduce una imprenta de la época, la del libro francés La grant Danse Macabre des Hommes et des Femmes, impreso a finales del siglo XV por Matías Husz, divide en dos ámbitos laborales la oficina: el de imprimir, donde está la prensa, los cajistas, etc.; y el de la tienda, con sus anaqueles llenos de libros. Presumimos que esta disposición sería habitual en este tipo de empresas en el periodo incunable.
Los sucesores de Pablo Hurus siguieron trabajando en dicho edificio hasta la disolución de la sociedad, puesto que Jorge Coci, también alemán de la ciudad de Constanza como el anterior, lo seguía teniendo arrendado a principios de 1505, cuando ya estaba comandando el taller en solitario. Posteriormente se trasladaría a unas casas de su propiedad a una bocacalle del Coso, al llamado callizo Ancho de la parroquia de San Miguel, que en 1513 ya era conocido como la calle de la Imprenta, donde mantuvo su negocio durante décadas, y después sus sucesores, Bartolomé de Nájera y Pedro Bernuz; la tienda, sin embargo, la tendría en la calle de Botigas Hondas, por lo menos al final de su etapa profesional. Curiosamente, en la actualidad, la calle donde se instaló Coci lleva el nombre del prototipógrafo de Zaragoza, Mateo Flandro, mientras que él cuenta con una vía fuera del perímetro urbano que conoció, en el actual barrio de Las Fuentes. León Benito Martón reconocía en el siglo XVIII que por Coci se llamaba así a la vía que hacía esquina con el Coso, y la memoria de esa antigua actividad tipográfica se ha mantenido hasta nuestros días. No sucede lo mismo con el trabajo de los hermanos Hurus, cuya memoria no ha sido considerada en el callejero de nuestra ciudad hasta 2009, en el barrio de San José —lejos pues de su oficina—, diez años después de que lo hubiéramos solicitado al Ayuntamiento. Sería deseable que alguna placa situara al caminante en el lugar donde se hallaban esos antiguos talleres tipográficos de nuestra ciudad y que las nuevas tecnologías se aplicaran a difundir este patrimonio cultural de forma específica, fuera a beneficio de estudiantes como de turistas; como no estaría de más el contar con algún centro público o privado que se ocupara de la historia de la imprenta en Zaragoza y Aragón, a la manera del Museo de la Imprenta y las Artes Gráficas de Valencia o el Museo del Libro Fadrique de Basilea de Burgos.
De los siete impresores de los incunables zaragozanos —Mateo Flandro, Enrique Botel, Leonardo Hutz, Pablo y Juan Hurus, Lope Appentegger y Jorge Coci—, los cuatro últimos nacieron en la alemana Constanza, lo que nos llevó a proponer en la prensa aragonesa un hermanamiento con Zaragoza, en 2009 y 2013; de manera que el nexo cultural fueran esos tipógrafos que tanto lustre han dado a nuestra ciudad en el mundo de la bibliofilia, lo que serviría para perpetuar su memoria pública. Ambas urbes fueron además fundadas por Roma, se sitúan en la ribera de dos grandes ríos europeos, cuentan con Universidad y, aunque paisajísticamente son dispares, cuentan con zonas de viñedos en sus cercanías. Los hermanamientos cuentan con unas posibilidades culturales y pedagógicas importantes, aún por explotar desde el punto de vista didáctico, por lo que dicho acercamiento podría reportar numerosas posibilidades a los habitantes de ambas ciudades. Brindemos con vinos aragoneses y del Rhin porque este tipo de iniciativas sean tenidas en cuenta y llevadas a cabo en un futuro próximo.
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El impreso había llegado a Aragón antes que los tipógrafos, pues se conoce la existencia de estampas y publicaciones anteriores a la apertura de los primeros talleres en Zaragoza. También es cierto que no todos los libros relacionados con nuestra tierra fueron impresos aquí; por ejemplo, se sabe que fue encargado un breviario de la diócesis de Huesca en el ámbito germánico en 1481, y dos breviarios cesaraugustanos y uno turiasonense fueron editados en Venecia, que era la gran potencia tipográfica en el siglo XV.
En el periodo incunable Aragón contó con otra oficina ajena a la de Zaragoza: la imprenta de Híjar, una de las tres que tiraron con tipos hebreos en España antes de la expulsión de los judíos. En ella trabajó el que puede considerarse el primer impresor aragonés documentado, el judío oscense Eliezer ben Abraham Alantansi; otros de sus tipógrafos y editores fueron Abraham Maimon Zanete. Solomon ben Maimon Zalmati y Alfonso Fernández de Córdoba. Sin duda, el taller estuvo instalado en la judería local, en el barrio hijarano fácilmente identificable hoy en día, construido en torno a su antigua sinagoga, hoy ermita de San Antón Abad.
Para saber más
- Frederick John Norton: A descriptive catalogue of printing in Spain and Portugal, 1501-1520. Cambridge, The University Press, 1978.
- Miguel Ángel Pallarés: La imprenta de los incunables de Zaragoza y el comercio internacional del libro a finales del siglo XV. Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2003. Puede consultarse online: https://ifc.dpz.es/recursos/publicaciones/27/20/_ebook.pdf
- Miguel Ángel Pallarés: “El Conde Lucanor y el unicornio. El libro como elemento de ostentación en la Zaragoza de finales del siglo XV y principios del XVI”. En S. Brouquet y J. V. García Marsilla (Eds.): Mercados del lujo, mercados del arte. El gusto de las elites mediterráneas en los siglos XIV y XV. Universitat de València, 2015, pp. 149-196.
- Esperanza Velasco y Miguel Ángel Pallarés: La imprenta en Aragón. Zaragoza: CAI-100, 2000.
Este artículo pertenece a la nueva revista «Aragón es otra historia», una revista ilustrada de la historia aragonesa.
Como Tipógrafo y corrector, que empezó en el año 1964.-Agradezco profundamente este bien documentado artículo sobre la Imprenta en Zaragoza.-
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