Horas críticas

Libros de la semana #35

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Política de los actores de Luc Moullet (Athenaica y Serie Gong)

El cineasta, actor y crítico francés Luc Moullet sabía que se adentraba en terrenos baldíos e inexplorados cuando comenzó a redactar el ensayo Política de los actores. Porque su texto tomaba como base una idea inédita, nunca explorada: la de considerar a los actores tan autores de las películas como los directores que las filman. De hecho, el propio título del trabajo que elaboró Moullet es una puya directa a un concepto que la prestigiosa revista Cahiers du cinema había abrazado en los años cincuenta: la denominada «política de los autores» que entendía a los directores como responsables absolutos de las películas. Curiosamente, sería la propia Cahiers du cinéma la que publicaría el estudio de Moullet en 1993, una obra que se presenta por primera vez en castellano con esta edición. A la hora de llevar a cabo la tesis que enarbola Política de actores, Moullet seleccionó a cuatro grandes iconos del cine de Hollywood clásico para estudiar su carrera cinematográfica: Gary Cooper, John Wayne, Cary Grant y James Stewart. Un cuarteto elegido por la formidable capacidad de dichos intérpretes para merendarse la pantalla, cada uno a su manera, pero también por las semejanzas que existen entre ellos: cuatro actores de género (western, comedia, policiaco), con ideología de derechas, que dedicaron toda su carrera al cine tras debutar en pantalla durante la década de los treinta, dueños de una importante presencia física marcada por una buena estatura y habituales de ciertos directores comunes como Cecil B. DeMille, Howard Hawks, Frank Capra, Otto Preminger, Josef von Sternberg o Raoul Walsh. Moullet evita a propósito hablar de «mitos» y prefiere centrarse en la gesta de los actores en lo que denomina «su cuerpo a cuerpo contra el plano». Disecciona a los cuatro intérpretes y sus películas por separado de manera fascinante, examinando tanto sus papeles como su lenguaje corporal y su presencia. La talla esbelta de un Cooper al que los estudios sacaban partido vistiendo de uniforme, su lento desplazamiento por la pantalla y sus convenientemente parcos diálogos con una Marlene Dietrich que acaba de llegar de Alemania y no dominaba el inglés. La silueta de un Grant que nunca estaba alineado con el escenario, existiendo en una oblicuidad eterna, sus expresivos ojos y un hábil zoomorfismo que le permitía aullar, rugir y sacar los dientes sin perder elegancia. La rotundidad de Wayne como un apuesto gigante, que venía de pelear y pegar tiros en la serie Z, y su carrera construida alrededor del concepto del envejecimiento. O Stewart y su composición naif, capraesca y desconcertada de los personajes, cimentada siempre en el dominio de los movimientos de unas manos juguetonas. Moullet, un realizador con películas aplaudidas por Jean-Luc Godard o Jacques Rivette pero que nunca gozó de éxito, es una Wikipedia con patas del cine clásico que expone de manera lúcida sus argumentos al mismo tiempo que educa al lector sobre el séptimo arte sin ni siquiera intentarlo. Política de los actores es un ensayo delicioso, para cinéfilos pero también para los neófitos en el celuloide añejo, que observa los clásicos incombustibles y a sus protagonistas de un modo que parecía imposible, desde una nueva perspectiva.


Por los bosques de Lluis Vergés (Alfabeto)

Según reza un proverbio indio, los árboles son tan generosos como para ofrecer su sombra al leñador que se dispone a talarlos. Según nuestro refranero patrio, ese altruismo vegetal a la hora de ofrecer refugio de los calores es totalmente cierto y por ello «quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija». Según el saber popular, bajo las ramas y las hojas, a la sombra de un árbol, se encuentra el sitio ideal para disfrutar con calma de un libro. Según la hoja de instrucciones que proporciona Lluís Vergés junto a su obra Por los bosques, antes de comenzar la lectura lo más recomendable es abrazar un buen árbol de tronco recio y pasear la mirada por los bosques. Vergés, periodista, crítico y escritor, ha firmado un libro para caminar entre la arboleda, admirarla y disfrutarla. Su Por los bosques es un texto de raíces y ramas ingobernables, un viaje para celebrar la naturaleza en compañía de algunos «árbofilos» y a través de la historia, las leyendas, los poemas, los lugares e incluso los juegos de niños. Un volumen cuyos capítulos saltan entre las copas de diversos árboles, aferrándose a todo tipo de temas diferentes, aunque con un tronco en común, y creando una ruta que parece aleatoria pero en realidad es natural y responde a cierto orden. El libro se estructura en dos mitades diferenciadas, «El planeta de los árboles» y «La lucha de los abraza-árboles». La primera versa sobre las curiosidades biológicas y la influencia del bosque en los artistas y la historia, mientras la segunda aborda el cambio climático, los estudios sobre el problema y sus posibles soluciones. Caminando Por los bosques nos encontraremos con «Matusalén» en las montañas Blancas de California, un pino de la especie Pinus longaeva que, con cuatro mil ochocientos cuarenta y un años sobre sus raíces, está considerado como uno de los organismos más viejos que existen en el mundo. Nos ilustraremos sobre la Wood wide web, una red simbiótica de raíces y setas con la que los árboles son capaces de comunicarse entre sí, descubierta por la ecóloga forestal Suzanne Simard. Y nos sorprenderemos con un alfabeto utilizado por los celtas, el ogam, compuesto por letras bautizadas a partir de la flora británica. También descubriremos cómo el boscaje ha inspirado a pintores como Vincent van Gogh o Pablo Picasso,  escritores como Federico García Lorca o Víctor Hugo o músicos como Richard Wagner y Maurice Ravel.  «A veces son precisamente estos lugares los que uno necesita para conseguir calma» escribía Van Gogh a su hermano Theo en 1887 mientras pintaba en París el cuadro Árboles y maleza.  «Me gusta apoyar la mano en el tronco de un árbol no para asegurarme de su existencia, sino de la mía» sentenciaba el poeta francés Christian Bobin. Por los bosques es una excursión placentera guiada por Vergés, una que atraviesa los jardines de William Shakespeare y que recuerda la labor de asociaciones como la Tree foundation, creada por el excéntrico Richard St. Barbe Barker, y la importancia de la concienciación contra la deforestación. Quienes intuyan cierta ironía en que sea precisamente un libro el que defienda la existencia de los árboles pueden estar tranquilos, Por los bosques ha sido elaborado a partir de papel procedente de bosques sostenibles y su cubierta no contiene plástico alguno.


Cuentos de tatuajes de John Miller, ed. (Alba clásica)

Es curioso el devenir que ha experimentado los tatuajes en la cultura pop. Ejercieron como símbolo de pertenencia a tribus ancestrales para, miles de años después, convertirse en seña de identidad de marineros, militares, presidiarios o individuos de costumbres nocturnas, negocios turbios y moralidad cuestionable. Hasta que, recientemente, se han asentado como un abalorio, inyectado bajo la piel, cotidiano más. Uno cuyo carácter indeleble ya no causa antipatías y cuyo significado se ha vuelto más despreocupado y carente de malicia. Hoy en día, todo tipo de gente corriente estampa en su cuerpo citas literarias o retratos de mascotas y raperos como Kaydy Cain o Yung Beef ya no tatúan sobre su piel emblemas de tribus callejeras sino personajes de Pokémon y Looney Tunes o logotipos de marcas de ropa. Para John Miller, editor de Cuentos de tatuajes: Una antología de tinta (1882 – 1952), el momento en el que entintar la piel se convirtió en parte aceptada y aceptable de la cultura popular es evidente: cuando se lanzó al mercado la primera Barbie tatuajes. Miller, apasionado del tatuaje, ha construido la presente antología seleccionado quince relatos de diversas épocas que giran en torno a pieles y agujas. Fábulas aventureras, criminales, románticas, fantásticas o espeluznantes que reúnen a diferentes plumas notorias para escribir sobre tintas. Una colección que arranca en 1882 con el sensacionalismo victoriano de «Dos casos delicados» de James Payn, donde un médico rememora a pacientes arrepentidos de sus tatuajes y la existencia de un hombre tatuado por completo como castigo, y finaliza en 1952 con el macabro y muy popular cuento «Piel» del incombustible Roald Dahl, donde una espalda tatuada se convierte en lienzo deseado por el mundo del arte. Entremedias nos encontramos con fábulas sobre extravagancias circenses y tatuajes faciales en «El vial verde» de T.W. Speight, tatuajes marineros en la cómica «Un hombre marcado» de W.W. Jacobs o el romance de «El ancla azul» de Hjalmar Söderberg, una alta sociedad burguesa con la epidermis pintarrajeada en «El tatuaje» de Mary Raymond shipman Andrews, «El tatuador» sádico que disfruta haciendo sufrir a sus clientes ideado por Jun’ichirō Tanizaki, el extraño caso de un hombre al que le implantan un miembro (tatuado) ajeno relatado en «La pierna amputada» de un John Chilton que parece inspirado por la Mary Shelley de Frankenstein, una tropa de delincuentes marcados con «El tatuaje secreto» de Frederick Ames Coates o las pesquisas detectivescas del tatuador que protagoniza «El naipe tatuado» de William E. Barret. Junto a ellos, habitan también textos de Albert Payson Terhune, Arthur Tuckerman, Heimito von Doderer, Egon Erwin Kisch y Saki. Cuentos de tatuajes es una galería literaria de tatuajes para una época en la que estos han dejado de ser insignias antisociales y ya no causan rechazo. O al menos no deberían de causarlo, porque como recuerda Miller «Según un chiste bastante viejo, la única diferencia entre las personas que se han hecho un tatuaje y las que no es que a las tatuadas les da igual que las demás no lo estén».


El termómetro femenino de Terry Castle (El paseo)

En 1919, Sigmund Freud escribió el ensayo Das unheimliche —traducido habitualmente como Lo siniestro, pero también como Lo inquietante o Lo ominoso—. Una obra, que se apoyaba en cuentos de E.T.A. Hoffman, donde el padre del psicoanálisis estudiaba la idea del unheimliche. Palabra de difícil equivalente en castellano que podría interpretarse como lo angustiante, lo ominoso, lo misterioso o lo inquietante. Lo que sentimos cuando algo familiar o conocido se reprime y se convierte en algo espantoso y desasosegante. Freud analizaba en Lo inquietante los elementos de ficción que detonaban ese sentimiento de estar ante algo turbador: las historias de fantasmas, la existencia de un doble de uno mismo —el famoso doppelgänger—, la apariencia de los autómatas o los cuentos infantiles empapados en terrores. Y también examinaba aquellas experiencias reales capaces de producir esa sensación: la neurosis obsesiva, la creencia en la magia, el miedo a la muerte o los presentimientos que se tornan reales. Casi un siglo después, la extraordinaria ensayista norteamericana Terry Castle, descubrió que la lectura de Lo inquietante, «un texto magnífico, problemático y muy acertado» según la propia escritora, había moldeado sus ideas sobre el siglo XVIII. Y que, por tanto, podía utilizar el concepto tras la tesis de Freud como una suerte de índice temático para enlazar sus propios ensayos, escritos que a mediados de los noventa agruparía en el volumen El termómetro femenino: La invención de lo inquietante en la cultura moderna. Un tomo donde la autora examina su fascinación por el unheimliche, a través de lo irracional y lo espantoso de ciertos textos dieciochescos que al ser analizados dan bastante grima de un modo u otro. El termómetro femenino le roba su título a un delirante artículo satírico y muy misógino, publicado por el semanario The connoisseur en 1754, donde se describe un invento ideado con el objetivo de medir «la temperatura exacta de las pasiones de las mujeres». Un aparato fantasioso que contenía «extractos destilados del amor de una mujer y cabello de Venus y cera de abeja virgen» a modo de fluido que «subía y bajaba según los deseos y apetencias del usuario» en una cantidad «exactamente proporcional a la altura por la que se llevarán el corsé o las enaguas». Es decir, un ejemplo temprano de que un chiste puede tener mucho de inquietante. A partir de esa casposa muestra de la mentalidad de la época, Castle se dedica a darle un buen repaso a todo lo irracional, mórbido y espantoso que albergaba las historias del siglo XVIII: la creencia en los fantasmas,  los patrones psicosexuales en la novela Roxana: la amante afortunada de Daniel Defoe, las ilusiones ópticas, las apariciones del espíritu de María Antonieta, la cultura carnavalesca, el travestismo, la pulsión homoerótica, los cadáveres y las tumbas, los sueños proféticos, los doppelgängers, las transformaciones sexuales y los universos de las novelas góticas. Una radiografía de la gestación de lo inquietante, un siglo desgranado como una cabalgata de lo espantoso y convertido en un espectáculo ameno gracias a la, realmente prodigiosa, prosa de Castle.

Un comentario

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