Horas críticas

Belén Gopegui, o el mar y sus coordenadas

En 1993, un Sergio Prim perplejo dibuja a una Brezo incierta sobre las calles de un Madrid apacible y otoñal. La escala de los mapas es la primera novela de Belén Gopegui —«excelente y extraña» en palabras de su editor, Jorge Herralde, que la recibe recomendada por Carmen Martín Gaite y Rosa Montero— y presenta a un protagonista ensimismado —«héroe de la vida interior para muchos lectores», dirá su autora más adelante, con cierto pesar— cuya conciencia se despliega y crece durante más de doscientas páginas mientras, paradójicamente, él busca empequeñecerse, quizá desaparecer.

Prim es un geógrafo con dificultades para las cuestiones prácticas, alguien —puede que trastornado o enfermo, extremadamente sensible, en cualquier caso— que percibe infinidad de aristas afiladas en cada porción de realidad y fantasea —o no— con Brezo, amante fantasmal y destinataria de todos sus monólogos. A lo largo de la novela Brezo aparece y se esfuma —como una Maga de otra intensidad— y Sergio desarrolla sus obsesiones: se propone «morar el hueco» o trazar un mapa que incluirá ciertos objetos en los que suele encontrar refugio o consuelo.

De La escala de los mapas podría decirse que es una novela existencial y entonces se le atribuiría el tema de la soledad. Otros señalarían su densidad filosófica, y es que en ella el espacio y el tiempo tienen profundidad y rugosidades, se percibe la vieja querella entre materialismo e idealismo e incluso se entrevé una teoría de la presencia y de los objetos capaz de anticipar el reciente giro de la filosofía contemporánea hacia el realismo —ahora especulativo—. Pero, sobre todo, se dijo que su estilo era brillante y nuevo, que su voz, tan conmovedora, era capaz de las imágenes más insólitas y deslumbrantes. Paco Umbral se deshizo en halagos.

Supongamos, por ejemplo, —así comienzan los enunciados de los problemas matemáticos— a un joven inexperto y acostumbrado a otras ficciones más aceleradas, que lee La escala de los mapas y queda cautivado por ese lenguaje incandescente, por Prim, el antihéroe introvertido —Gopegui, suele preguntarse por qué los lectores no desconfiamos más de él—. Este joven acaba de aprender a mirar minuciosamente y que la cotidianidad está llena de irregularidades y abismos, pero también de destellos —y que estos se pueden sumar hasta formar un inventario poético—: querrá seguir leyendo. Y podría saciar su incipiente voracidad con otras novedades importantes de los primeros noventa, también justamente recordadas (Velocidad de los jardines, de Eloy Tizón; Juegos de la edad tardía de Luis Landero), obras (algunos de los relatos de Tizón, la novela de Landero) donde aparecen nuevos personajes masculinos, inseguros y aturdidos, o dominados por el pasmo y la ternura, para mayor gloria del logradísimo estilo de sus autores.  Pero, sin duda, lo que más deseará ese joven lector es hacerse con más novelas de Gopegui, por ver si así puede prolongar el embrujo y vencer la melancolía del libro que se acaba; es hacerse con más dosis de la misma sustancia.

Supongamos, por ejemplo, que La Escala le llegó al joven, además, en el momento preciso —durante el instituto, cuando aparecen la conciencia y sus recovecos y ya se pueden descifrar las interioridades de los personajes, es decir, justo cuando se empiezan a comprender, parcialmente como en adelante, las novelas—, y un par de décadas después de su publicación. Tendrá por delante no menos de siete nuevas obras de Belén Gopegui con las que saciar su sed. Se propone —ya vive en la era Wikipedia— leerlas en orden cronológico, así que compra una edición barata de Tocarnos la cara y saca La conquista del aire de la biblioteca, y resulta que Lo real y El lado frío de la almohada ya llevaban varios años en las estanterías de casa y estaban tan integradas como De Prada o Pombo, y abarrotaban junto a otros muchos autores un piso minúsculo de la periferia donde, a pesar de los autobuses le abrigaba una gruesa capa de privilegios menores —como las propias estanterías—.

Supongamos que el problema consiste en deducir la reacción del joven entusiasta de la intimidad, apolítico, casi escapista, casi atildado y casi acomodado, al enfrentarse al resto de la obra de Gopegui.

Afortunadamente, ni la literatura ni su recepción responden a procesos matemáticos y, si bien en estos últimos también cabe la incertidumbre, lo que no suelen contemplar —nos pondríamos diferenciales— es la variación de sus condiciones de contorno a lo largo del tiempo. Quiero decir: el joven pudo pensar una cosa y hoy otra distinta. Incluso el mundo y él mismo pudieron ser unos cuando se escribieron las novelas, otros cuando las leyó, y de nuevo diferentes ahora que hemos tenido la oportunidad de recalcular su alcance. Así que ya no importa lo que pensó sobre ellas el supuesto joven entonces, sino lo que le han hecho pensar durante años, cómo se han relacionado y mezclado con el resto de lecturas y —mucho más difícil de lograr— con sus experiencias de adulto y sus ideas sobre lo posible y lo deseable.

Es un lugar común señalar que la literatura de Gopegui se convirtió, en alguna fecha lejana que cada uno discutirá, en algo distinto de lo que fue. Es cierto que ya no habrá más Sergios Prim replegados en sí mismos —aunque habrá más tímidos y heterodoxos—, pero ninguna de las obras posteriores a La escala incumple las posibles promesas —sobre el estilo o la sutileza— que ésta contiene: además de desplegar todo lo que en La escala se encuentra larvado, amplían enormemente su radio de acción —desde la psicología o «retórica del alma» hasta la totalidad de las fuerzas y relaciones sociales, de poder y de producción, es decir, hasta la política—.

Si algunos críticos juzgan desconcertante la trayectoria de Gopegui —en cualquier caso, ninguna curva podría representarse con un solo punto— es porque desde su segunda publicación rebasa lo íntimo (que es el tema clásico de la novela burguesa) para explorar lo colectivo y lo hace —esta es una de sus singularidades desafiantes— conservando su gran estilo. Existe una confusión interesada, una supuesta incompatibilidad entre los matices del lenguaje —tarea para presuntos genios solitarios e individualistas— y la sensibilidad social y la militancia. Cada novela de Gopegui desmonta esta convención.

En cuanto al hilo que dibuja la trayectoria de Belén Gopegui, éste consiste en una enorme exigencia moral —ninguno de sus textos es ajeno a sus propios efectos—, que podría cifrarse en su afirmación sobre cómo «lo representado tiene consecuencias. Dos imposibles distintos desembocan en dos posibles diferentes» —Cuando te pregunten por la poética de tus novelas piensa si te podría incriminar, artículo publicado en la revista Desaparezca aquí—.

Así, la novela sería un laboratorio en el que la novelista ensaya mundos probables, aproximativos, convirtiéndose en responsable de presentar organizaciones de la realidad y visiones del mundo alternativas y más justas que las que propone —e impone— el capitalismo.  Así, la supuestamente sagrada autonomía de la obra de arte solo sería la cifra de su irrelevancia, una forma de camuflar su incapacidad para cuestionar los discursos dominantes.

Gopegui dice ocuparse de «subvertir cómo se lee y cómo se vuelve a la realidad después de haber leído» y ese regreso a la realidad es el de un lector que intuye que existe un horizonte distinto al que produce la lógica del mercado —que, por cierto, ya ha entrado en una fase en la que más bien niega el futuro—. Un lector que comienza a pensar —se atreve a hacerlo o recuerda viejas ilusiones— en lo colectivo, en el mar o en la Revolución.

Pero cualquier novela resultaría incompleta y fallida si tan solo contuviera ideas, si estas no estuvieran integradas en una estructura narrativa; o, según la propia Belén en diálogo con Gonzalo Torné (2011): «es mucho más importante pensar que contar, pero para imponer el arte de pensar hay que contar. La razón no se sostiene sin relatos». Tampoco funcionaría la novela que se percibiera como un dispositivo perfecto destinado a un único fin —proyectado hacia el exterior, como la Revolución, o hacia el interior, como su propia coherencia o ritmo—.

«El amor a la consecuencia o congruencia se revela como un sedante estético», escribió Ferlosio, autor en cuyas coordenadas Gopegui se siente cómoda. Cabe suponer que dicho sedante desaparece cuando se introducen contra él pequeñas imperfecciones, apuntes aparentemente irrelevantes que son los que, como sucede respecto a la trama de nuestras vidas, aportan algo de sentido y mucha verdad —«La vida es seguramente irrelevante, la vida tiene pocas reglas y, seguramente, casi no tiene sentido. Sin embargo, en ese casi y en esos seguramente alienta nuestra llama, como la cola de un pez o una flor (un lirio), oscila y sisea en lo alto, y a veces nos hace reír, y otras, temblar», (De qué tratan nuestras vidas, intervención de Gopegui en la Universidad de Málaga)—.

La compleja relación entre verosimilitud y verdad es otra de las disputas presentes en cada una de las novelas. Según nuestra autora, la verosimilitud habría sido usurpada por el poder y, por tanto, «es un concepto ideológico que limita con la verdad, pero que no se superpone a ella» —Un pistoletazo en medio de un concierto— cuyas tensiones y límites deben ser explorados. Puesto que, al decir «inverosímil», estaríamos diciendo, tan solo, «lejos de la mirada de la burguesía o incompatible con sus valores», sería precisamente cuando se incurre en inverosimilitudes cuando se alcanza a escribir ciertas verdades. O, en otras palabras, la lucha por desmantelar y reconstruir lo verosímil formaría parte de otra mucho más amplia: «la lucha por las palabras, la lucha por los mundos imaginados, que no puede separarse de la lucha contra el orden establecido» (Salir del arte, Ávila, 2001).

Esa lucha por las palabras que libra Belén Gopegui se manifiesta en la frecuencia con la que acude a ciertas expresiones prácticamente en desuso, o desparecidas del imaginario colectivo —hoy invadido por la terminología del capital—. Gopegui recupera palabras y las despoja de cinismo para que vuelvan a significar lo que significaron. Por ejemplo, en cuanto a las «buenas intenciones» y el «bien común» no cabe la sombra de sospecha que el neoliberalismo proyecta sobre cualquier concepto o iniciativa altruista. Por otro lado, es preferible decir «orden establecido» antes que «Sistema» porque si algo está establecido todavía es susceptible de ser desmontado y acoplarse de otra manera, y, para eso, quizá sea necesario usar el «sabotaje», otra de sus claves. Lo suele defender a través de una cita de Julio Seoane Pinilla «Ante quien tiene el poder y las armas, ¿por qué demostrar lo que se sabe?».

De nuevo la verdad: el callejero de Gopegui es el callejero de Madrid, y sus escenarios y personajes han evolucionado al ritmo que lo hacían sus calles —algo que casi nunca logran otros narradores asentados—. Más hechos: Gopegui siempre ha iluminado los fallos del sistema, las fisuras —recientes o recalcitrantes— que demuestran la fragilidad del orden establecido y los dilemas éticos que surgen dentro de las organizaciones que lo sostienen: escribe sobre empresas como las farmacéuticas y las tecnológicas, o sobre los estados y su diplomacia. Pero también se ha ocupado de la escasez cotidiana, de una despensa desabastecida o de un parado vencido por el desencanto: fenómenos particulares que se presentan —esto es un posicionamiento político: no intervienen la suerte ni la voluntad de quienes sufren— directamente relacionados, enredados, con aquellas grietas, con desarreglos globales.

Con la crisis económica de 2008 —acaso un colapso en diferido—, se quebró el espejismo: España, un país del Primer Mundo, ocupa, no obstante, una posición de subordinación respecto a las grandes potencias y sufre especialmente las consecuencias del cataclismo financiero. Pierden fuerza las propuestas narrativas apátridas y cosmopolitas, y —particularmente tras el 15M— se ensayan relatos sobre los estragos de la crisis a escala local.  Las reflexiones sobre, por ejemplo, la discusión asamblearia (Cristina Morales), los límites de la acción política (Antonio J. Rodríguez) o las condiciones de vida del asalariado (Elvira Navarro) dejan de leerse como una anomalía y aparecen en buena parte de la literatura joven en castellano.

Existiríamos el mar es, por tanto, una novela escrita por una veterana que en más de una ocasión se ha anticipado a los movimientos sociales y mediáticos; que siempre ha demostrado puntería al dirigir el foco de su escritura.

Esta vez, volviendo al callejero, la novela nos sitúa en el número 26 de la calle Martín de Vargas (cerca de Embajadores, una zona populosa aunque dentro del ya exclusivo centro de Madrid). Allí convivían Ramiro, Lena, Camelia, Jara y Hugo, todos rondando los cuarenta años y todos víctimas de una precariedad variable pero persistente, de un mercado laboral insaciable y deshumanizado. Ellos, por un lado, son privilegiados —acuden sin miedo al supermercado, han sabido articular sus vidas en torno a su amistad y a su convivencia; pueden vivir, en fin, de manera normativa— y, por otro, se perciben a ratos agotados, a ratos decepcionados con lo que la vida adulta ha terminado por ofrecerles. Como en La conquista del aire, que también trató la amistad y el dinero, los problemas económicos de Jara, la única en paro, generan el núcleo de la acción: abandona la casa sin avisar y desaparece, algo que sirve para que sus compañeros revisen sus propias situaciones y se pongan en marcha.

Existiríamos insiste y relaciona las condiciones materiales de sus personajes —incluso desvela su patrimonio: qué heredará cada uno— con su intimidad. Cada uno de ellos le sirve a la voz narradora como punto de partida para desarrollar sus ideas sobre el amor, en el caso de Hugo, sobre la ambición, en el de Lena e incluso sobre la lucha sindical, en el de Camelia y Ramiro. Este último tema es el que más se despliega y alcanza a convertirse en una ética del trabajo. Contra algunas tendencias contemporáneas, que proponen la sustitución del trabajo por algún tipo de renta básica, en Existiríamos se defiende —la satisfacción de Ramiro en su pasillo, donde ordena las herramientas; Jara disfrutará tras la barra— el valor del cualquier trabajo (de la producción, en términos marxistas) como medio más eficaz para encauzar los talentos y las facultades, para dotar de autonomía a los individuos. Coincidiendo con las viejas reivindicaciones obreristas, de la novela se extrae que no existe nada perverso en la naturaleza del trabajo, sino en sus condiciones, su organización o su distribución. La pregunta —queda abierta— es si estas condiciones pueden mejorar—está claro que sí: aporta ejemplos ficticios, pero hasta dónde— mediante la lucha sindical o se debería —a veces por justicia, a veces por el deseo casi narcisista de llenar las vidas con algo más espectacular, más épico— recurrir a métodos más expeditivos.

Jara, de quien no se conoce nada de primera mano hasta mediada la novela, aporta tanto un nudo algo difuminado —los cuatro restantes organizan su búsqueda— como el contrapunto: frente al resto de vidas estables, ella puede resultar incompetente o ilusa, descarrilaría ante baches que los demás soportarían, pero también es la más visionaria y fantaseadora, y ejerce de pegamento para el grupo. No se pone nombre a sus padecimientos porque son los de todos —los de cualquiera: la angustia difusa, que diría Mario Levrero—, aunque amplificados por una lucidez extraordinaria, como le ocurría a Sergio Prim.

Jara elige conscientemente convertirse en un personaje de carácter —aprovechando una distinción que Ferlosio recuperó de Walter Benjamin y a la que Gopegui concede gran importancia: al fin y al cabo, tras esta noción está el derecho de cada uno para manifestarse tal y como es— mientras los demás oscilan, tantean y no renuncian a un destino (que llegaría a través del sindicato, el trabajo en el laboratorio o el amor romántico).

Existiríamos el mar es una novela que no respeta la teoría del clavo de Chéjov: casi ninguna de las tramas se cierra, así que asistimos a un par de fotogramas de algo —una convivencia, unas existencias— ilimitado. En cualquier caso, no es una novela relevante por su argumento, sino porque ofrece una nueva oportunidad para medir la distancia entre la teoría y la vida.

En Existiríamos, algunos tiempos se dilatan, crecen dentro de su página e interrumpen los elaborados pasajes reflexivos o de prosa poética. Estos son los fragmentos que describen detenidamente un encuentro en la cocina o los momentos de celebración, y en ellos se percibe cómo, para estos cinco amigos, entre los intersticios del orden establecido, llega a colarse la vida —afectos y entusiasmos—. Para ellos, como para casi todos, el orden establecido equivale a un régimen de rutinas abruptas, aunque muy comunes —la obligación de compartir piso, sus trabajos incómodos—; pero, afortunadamente todo eso resulta permeable a la alegría, a la amistad o a las victorias minúsculas, y a través de todas esas filtraciones se vislumbra otra cosa: ¿el mar?

Existiríamos el mar
Belén Gopegui
Literatura Random House
(Barcelona, 2021)
304 páginas
17,95 €

Un comentario

  1. Excelente aproximación a la admirable trayectoria literaria de Belén Gopegui, que, como bien señalas, siempre invita a medir la distancia entre la teoría y la vida.
    Por cierto, el famoso clavo de Chéjov en realidad es una pistola.

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