Una antigua preocupación mía, o suya, pues es saramago quien habla, disculpen ustedes la ausencia de comillas, y de paréntesis, y de mayúsculas, y de signos de exclamación, él siempre se resistió, hasta el final, a todo lo que no fuese la palabra desnuda, es por qué nunca se ha producido una huelga en una fábrica de armas. Dicho así, a bote pronto, y pese a que hayamos más que asumido que saramago era un comunista obstinado y recalcitrante, hablar de preocupación parece exagerado, casi baladí, una frivolidad. A quién le importan las huelgas en una fábrica de armas. Puestos a preocuparse, por qué no hacerlo por las interminables huelgas de iberia, o por las de la empresa ferroviaria francesa, o por el covid, o incluso por los monomaníacos nacionalismos identitarios. Por qué. La respuesta es, como corresponde a toda buena pregunta, compleja y sencilla a partes iguales. Debe entenderse, aunque él no llegase a formularlo con tantas palabras, que lo que intrigaba a saramago, lo que, en el más puro sentido pessoano, le desasosegaba, era que un puñado de individuos anónimos, sin caras, sin nombres, o con el nombre que él decide dar a su protagonista póstumo, el de artur paz semedo, fuesen capaces de levantarse cada mañana, tomarse su tostada, con aceite, con foie gras, pronunciado fuagrás, con mermelada, con mantequilla, o incluso con manteca colorá, beberse luego, a sorbitos o de un solo sorbo, según las prisas, el café, este también en consonancia con los gustos propios, con leche, manchado, solo, con o sin azúcar, e irse a trabajar a una fábrica de armas, un lugar en el que, por definición, se fabrican instrumentos que luego se usan, normalmente a cientos o miles de kilómetros, para matar a otros seres humanos, hombre, mujeres, niños, ancianos, algunos de los cuáles habrán desayunado su propia tostada, o su propio café, pero serán, seguramente, los menos, pues siendo la guerra causante de pobreza, o a veces consecuencia de ella, es probable que muchos de esos seres humanos, de esos hombres, de esas mujeres, de esos niños y ancianos, reciban la bala con el estómago vacío, pasando de una muerte a la siguiente.
En alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, un muy enfermo saramago intenta analizar esta perentoria cuestión, a saber, por qué artur paz semedo, burócrata sin importancia, contable en uno de tantos peones de la industria armamentística, se levanta cada mañana para, sin saberlo, hacer el mal, o contribuir a que otros lo hagan en su nombre. El escenario, como casi siempre, es portugal. La excusa, empero, la otorga el país vecino, el nuestro, con su guerra civil entre proletarios y fascistas, recuerden que saramago no usa comillas, así que añádanlas ustedes donde crean oportuno, salvo en lo de fascistas, por favor, que en eso deberíamos estar todos de acuerdo. Instigado por su mujer, o exmujer, que al fin y al cabo viven separados, artur paz semedo logra que el delegado general de la compañía le mande a los archivos a descubrir cuál fue la política comercial de la empresa durante esos aciagos años treinta del siglo pasado. El primer capítulo de alabardas nos deja una pista. En él, leyendo l’espoir de malraux, el protagonista descubre que en milán fusilaron a un puñado de trabajadores por haber saboteado un cargamento de obuses. O sea, que se mató a un puñado de seres humanos por el simple hecho de negarse a contribuir, poniendo su minúsculo pero imprescindible granito de arena, a la muerte de otros seres humanos, desconocidos, y sobre cuyos gustos, tanto en términos de tostadas como en los más sibaritas del café, no tenemos ni puñetera idea.
Pasa, sucede y acontece que durante la guerra civil española, esto saramago lo había leído en alguna parte, pero ni él recordaba adónde, cayó en madrid una bomba que, para fortuna de sus destinatarios, y de la humanidad en general, se quedó sin explotar. Al ser desmontada, digo yo que para aprovechar, recuerden que estamos en época de escasez y sitio, lo que allí dentro hubiese, se descubre un trocito de papel, escrito en lengua portuguesa, prediciendo lo que entonces era ya un hecho consumado, camaradas, esta bomba no explotará. A saramago, y a quién no, le enternece ese anónimo acto de rebeldía.
Alabardas no es una novela póstuma. Son un puñado de páginas que, si la vida no me falta, pero le faltó, saldrá al público el próximo año. Un puñado de páginas en su infancia. Una idea. Y no es el mejor saramago, por supuesto. Conservaba su lucidez, de eso no hay duda. Lo que le faltó, a él, como a ustedes algún día, y si no esperen, ya acabarán dándonos la razón, fue tiempo para acabar su obra, pulirla, aquí y allá, mejorarla, hasta entregarnos otra de esas maravillas que solo él, llamado, con toda razón, titán del siglo veinte, era capaz de urdir. Ahora bien, pese a su condición de proyecto incipiente, pese a su carácter truncado, se trata de un libro magnífico. Una historia humana, sobre un problema universal. Porque artur paz semedo es como espartaco, soy yo, y yo delante de su pantalla, sí, la suya, y yo, y yo, yo, y yo. Artur paz semedo es como adolf eichmann, con merecidísima minúscula, por cierto, o como esos nazis que contribuían al asesinato de millones de personas, famélicas, sin café, sin tostadas, y luego se lavaban las manos, wir haben es nicht gewusst, no teníamos ni idea, no sabíamos nada, de verdad. Saramago cuestiona esa ausencia de discernimiento, que es, ni más ni menos, que una ausencia de conciencia. La banalidad del mal.
Hay cosas en las que, a juicio de un servidor, saramago se equivocaba. En sostener la dictadura castrista, por ejemplo. Son errores que no son patrimonio suyo, desde luego, piensen si no en cortázar, en márquez, en hemingway. Ahora bien, en otras cosas, en cambio, en la mayoría, saramago era la mente más lúcida de nuestro tiempo, del suyo. Sabía cómo buscar un gran tema, un tema inabarcable, y hacerlo humano. Presentar al hombre con sus mayores conflictos, con sus mayores miserias. Un hombre, o mujer, en su cotidianeidad. Artur paz semedo, ese protagonista póstumo, está casado con una pacifista, felícia, que volverá un día a casa del marido, solo para irse en la última página, eso saramago nos lo adelantó en sus notas, profiriendo un grito sonoro, vete a la mierda. Lo que pasa entre medias, querido lector, tendrá que completarlo usted. Sí, es tarea difícil, ay, eso de ponerse en el lugar de un genio. Inténtelo si se atreve. Y si lo hace, disfrute de lo imposible.