Culture Club

Es Lampedusa, amigos (y piedad por el tópico)

Imbuidos en varios menesteres, llevamos ya unos días largos de rentrée cultural. Hay quien ya muestra cierta abulia precoz, como es nuestro caso, lo que nos lleva a ser tildados de exquisitos frustrados, esnobs tardíos y otras cuquerías por el estilo. Más que el brío recuperado en la cultura —y en todo ámbito—, lo que uno nota —tal vez equivocadamente— es como cierta línea de continuidad. Los días pasan y, en general, el calendario de las mentalidades también discurre sin llamativas alharacas, no más allá de alguna que otra lógica de cambio oportuna y puntual. Lo que llaman normalidad va imponiendo su marchamo, pese al goteo de muertos que sigue dejando el coronavirus y su paleta de homicidas variantes.

Si miramos atrás, a los días del confinamiento duro —hay quien añora aquel silencio cementerial—, podemos ir haciendo algo de inventario respecto a las profecías de quienes entonces auguraban que todo, absolutamente todo, iba a cambiar radicalmente en el mundo. Deberían compilarse todos aquellos vaticinios y lanzar una vasta edición crítica de todos ellos justo ahora, cuando la normalidad o su parecido, como decimos, va desmontando gran parte de los augurios lanzados bajo la ley marcial de la incertidumbre. Muchas cosas han cambiado en idéntica proporción a las otras muchas que no lo han hecho.

En pleno confinamiento, Antonio Muñoz Molina, quien ahora desmenuza con íntimo diapasón aquellos días raros en Volver a dónde (Seix Barral), saludaba el hecho de que por radio y televisión por fin podíamos escuchar a la ciencia con todo su esplendor de conocimiento y oratoria «cum laude». Tenían la voz los científicos, los cerebros preclaros, las mentes selectas pero carentes de glamour que ahora sí elevaban el tono intelectual en el debate público hasta niveles no vistos desde las fumarolas con las que los invitados a La Clave de José Luis Balbín envolvían sus disertaciones.

Aún hoy seguimos escuchando la opinión diaria de la ciencia respecto al zigzagueo que muestra la pandemia. Pero, a decir verdad, hasta las voces que antes nos parecían autorizadas o incluso sabias se nos van atragantando ya como la espina de la anchoa del Cantábrico que se agarra siniestramente a la tráquea. En las entrevistas para telediarios y carruseles de la actualidad seguimos viendo sus caras a través de los portátiles —normalmente caras ancheadas, deformes y feas por la cercanía del encuadre—.

Salvo excepciones, nos da la sensación de que la alta oratoria científica se ha ido erosionando para ir cediendo poco a poco a una suerte de cháchara también. La viróloga de turno ya no se distingue demasiado de los odiosos tertulianos que, como expertos en «Todología», lo mismo hablan de la incipiente posesión erótico-diabólica del obispo de Solsona, que del bloqueo pelmazo del CGPJ o que del 120 aniversario de Toulouse-Lautrec. Nos da la impresión de que apenas existen distingos entre la reputada viróloga, el timo del «youtuber» y el merluzo documentado a la carrera que asiste a sus tres o cuatro tertulias diarias en radio, televisión y foros digitales.

Si hablamos de cultura —o de parte de ella—, nos daremos cuenta de que, pese a los estragos causados por la covid, también se impone sigilosamente la misma línea de continuidad y regreso transcurrente que todo lo va permeando, aunque muchos nos adviertan que existe ya un antes y un después en cuanto a logística y pedagogía, ya sea para ir al teatro, al cine o a un restrictivo concierto de música. Si esto es cierto en parte, no lo es ni mucho menos en el todo.

Se ponen en entredicho los formatos de los grandes festivales de cine para que, justamente, prosigan su curso tal cual siempre se han celebrado desde que la alfombra es de color rojo carmín —no más allá de algún que otro pesado afeite en materia de igualdad y visibilidad racial—. Se dijo que con la pandemia habíamos aprendido mesura, pero CaixaForum promete la “temporada más ambiciosa” en oferta cultural —y nosotros que lo agradecemos ciertamente—.

Respecto a los más aparatosos museos, su dirigencia también señaló el agotamiento del modelo de ofrecer exposiciones para la masa instruida más o menos al deportivo modo. La continuidad en red de los usos expositivos es sin duda uno de los aciertos aprendidos del súbito tajo que provocó el coronavirus. Pero no notamos por ahora, al menos apreciablemente, que las nuevas llamadas de los museos muestren una cara más humanista y más lenta, de redescubrimiento y repliegue, para ofrecer, como se dijo en plena pandemia, otra forma más sensata de mostrar el arte. En poco tiempo el turismo volverá a ser la mara que todo lo apabulle a la menor oportunidad, acudiendo de nuevo en tropel a mirar la sonrisa ficticia de La Gioconda o a correr hípicamente por las salas de los museos vaticanos. Hace sólo unos días que se flotó, cual psicodélica ballena de Jonás, un tremendo crucero llamado Harmony of the Seas (362 metros de largo, 2.700 toneladas de peso, 2.100 personas como tripulación, 5.479 pasajeros, 1.380 asientos para un teatro, 16 restaurantes, 11.000 obras de arte que contemplar a bordo).

Por ir acabando, recordamos ahora aquel manifiesto de mayo de 2020 de la editorial Errata Naturae que pedía —o exigía— un cambio moral en la cadena de producción del libro —el combativo panfleto se llamó «Jinetes en la tormenta, animales en la cuneta»—. Se hablaba de «hipertrofia productivista», de fomentar otros usos editoriales, de favorecer el slow publishing, etcétera. Errata anunció que incluso interrumpía abruptamente su catálogo, lo que por entonces pareció ser una operación de escapismo autogestionado. ¿En qué ha quedado todo esto año y pico después?

Por lo que parece, la línea de continuidad vuelve a imponer su maléfico fluido en la cadena de montaje del libro. Pese a las notables diferencias, grandes grupos y sellos independientes comparten el mismo rebufo. La economía de novedades no existe. La ideología de sello fue sólo la fragante flor de un día. La llamada ecológica para repensar la tramoya capitalista no ha frenado la broza librera. Según las conclusiones del último Fórum Edita de Barcelona, se concluye con datos puros y desnudos que el libro de consumo —excluido el de texto, el de crédito y la compra para bibliotecas— puede aumentar sus ventas hasta un 23% a finales de 2021. En los seis primeros meses de este mismo 2021 se han publicado 15.277 libros —4.000 más que en 2020 y casi 500 más que antes de la era del covid en 2019—. Leemos que un tal Íñigo Palao, experto consultor en investigación y mediación de mercados, predice el citado crecimiento en ventas en libros justo cuando vayamos a trinchar el pavo con la tranquila felicidad del deber cumplido. Incluso habla de convertir sin tapujos el Día de Sant Jordi del 23 de abril en una suerte de Black Friday o de Single Day en versión librera.

Nosotros —exquisitos frustrados, esnobs tardíos—, todo esto último lo asimilamos con cierto cansancio que pareciera plagiado del pasado. No parece que el panorama editorial —y el cultural en general— haya cambiado sustancialmente en nada. No ha habido cataclismo formal ni pedagogía de conciencias. Salvo matices, la línea de continuidad prosigue y se diluirá hasta la próxima rentrée. Y así siempre, antes y después de siempre.

En fin, todo cambia para que nada cambie. Discúlpese el gatopardismo, que pudo evitarse. Pero es Lampedusa, amigos. Estaremos frustrados, mas no somos exquisitos ni tampoco originales.

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