La hija pequeña de Fatima Daas (Cabaret Voltaire)
«Me llamo Fatima. Mi nombre es el de un personaje simbólico del islam. Es un nombre que hay que honrar». Una joven escritora de veintiséis años de los suburbios parisinos, descendiente de una pareja de inmigrantes argelinos, se ha convertido en la nueva revelación de la literatura francesa. En su casa, Fatima es la mazozia, la menor, la hija pequeña. En la novela, cada episodio de su vida arranca con ella misma presentándose de nuevo ante los lectores, como si fuera la primera vez. «Me llamo Fatima. Mis padres son musulmanes. Mis hermanas son musulmanas. Somos una pareja de cinco árabes musulmanes». La hija pequeña es un diario, un relato en primera persona donde Fatima indaga sobre sí misma a través de su infancia, su adolescencia y su madurez. «Me llamo Fatima Daas. Necesito mantener varias relaciones. Tengo tendencia al poliamor. He entendido que no me va el poliamor. No me enamoro. No creo en el poliamor». Su crónica es una obra de autodescubrimiento, de dudas burbujeando en la cabeza de una joven que se encuentra desubicada al saberse musulmana practicante, feminista y lesbiana. «Me llamo Fatima. Se supone que mi nombre es pacífico. Creo que he ensuciado mi nombre». A lo largo de La hija pequeña, Fatima describe su lucha interna por cumplir los mandatos de una religión que reniega de su condición sexual, el interés por escribir, los maltratos paternos a los que es sometida, sus problemas para relacionarse con su entorno y la decisión de poner orden en su interior visitando a una psicóloga. «Me llamo Fatima Daas. He estado cuatro años de terapia. Es mi relación más larga». Su historia es la de una joven musulmana de Clichy que se sabe pecadora porque su religión así lo estipula, alguien que cree que probablemente todos nosotros solo somos felices en las fotos. «Me llamo Fatima Daas. Tengo la sensación de llevar una doble vida». Lo cierto es que la mujer que firma La hija pequeña no se llama Fatima Daas, dicho nombre no es más que un seudónimo con el que vestir su pluma, un alter ego literario. La hija pequeña tampoco es una autobiografía estricta y veraz, sino una autoficción, un subgénero donde la escritora puede sincerarse y al mismo tiempo salpicar sus vivencias de recuerdos inventados. En el mundo real, la autora no tiene la misma edad de la protagonista, ni siquiera el mismo número de hermanas, pero sí las mismas preocupaciones y una sensación similar de no encontrar su sitio en el planeta. «Me llamo Fatima Daas. Tengo debilidad por la fragilidad. Debilidad por la hipersensibilidad». Los progenitores de esta mazozia no han leído La hija pequeña, y probablemente nunca lo harán: el padre de Fatima es analfabeto y en el caso de su madre «si la leyera, perdería la cabeza». Entretanto, medio mundo está a punto de empezar a leerla. Se llama Fatima Daas.
Memoria del frío de Miguel Martínez del Arco (Hoja de lata)
«Hace mucho tiempo. Una mujer pasó diecinueve años en la cárcel. En el franquismo. Con muchas otras. Era mi madre. Mantuvo una relación con un hombre que pasó diecinueve años en otra cárcel. Con otros muchos. Era mi padre. Luego «salieron». Y regresaron. A otra cárcel. Con otros. Esta es su historia. No. Claro que no. Esto es solo una exploración. Un viaje. Tras las palabras de unas cartas». Memoria del frío es una ficción excepcional, una donde todo es real, incluso la memoria y, sobre todo, el frío. Manolita del Arco Palacios (1920-2006) fue la mujer que más años pasó encerrada, presa de la dictadura franquista, en las cárceles españolas. Nunca empuñó un arma contra nadie, ni cometió acto vandálico alguno, pero su militancia como miembro del Partico Comunista la obligó a vivir en la clandestinidad hasta que finalmente fue detenida y encarcelada. En el transcurso de un juicio conoció a Ángel Martínez Martínez, otro miembro del PCE preso de la dictadura que acabaría convirtiéndose en su pareja. Años más tarde, mientras gozaban de un pequeño periodo de libertad entre condenas, Manolita y Ángel concibieron a su hijo, Miguel Martínez del Arco. Entretanto, durante los diecinueve años que ambos permanecieron encerrados al mismo tiempo, la pareja de prisioneros mantuvo el contacto a través de las palabras, manuscritas en las miles de cartas que se enviaron. Mucho tiempo después, el historiador, escritor y sociólogo Miguel Martínez del Arco abrió el arcón de su cama y descubrió 5463 de aquellas misivas que sus progenitores intercambiaron, una ínfima parte de todos los mensajes remitidos por ambos. Durante meses, el hombre estudió el contenido de las cartas y escarbó entre los archivos oficiales para recomponer la historia de su madre y de su padre. Fruto de aquellas investigaciones, Miguel concibió Memoria del frío, una novela que relata las penurias de Manolita, y también las de aquellas otras mujeres que fueron represaliadas injustamente durante la época. Ocurre que Miguel no solo es un detective eficaz a la hora de juntar las piezas para reconstruir la historia, sino que además es un escritor extraordinario. Alguien capaz de convertir este viaje al pasado en un relato soberbio, desgarrador, enternecedor y escrito con soltura. Memoria del frío es la novelización de la vida de Manolita, pero también es el reflejo de una época oscura para un país. El testimonio de unas mujeres aprisionadas a quienes se les confiscaba el jamón por ser «putas rojas» y de quienes se criticaba que leyeran en voz alta a Rubén Darío o a Marie Curie en lugar de repasar los evangelios. El relato de una huida infructuosa y una soledad combatida a través dela correspondencia que se deslizaba entre las rejas. En realidad, Memoria del frío tampoco es una ficción, es una carta de amor a unos padres escrita gracias a las 5463 cartas que ambos se enviaron entre sí, aquellas que una vez su hijo encontró en un arcón y solo conformaban una pequeña parte de todo lo que se dijeron.
Verano de Ali Smith (Nórdica libros)
Es digna de aplauso la misión que la escocesa Ali Smith se autoimpuso a la hora de elaborar su tetralogía estacional: concebir, escribir y publicar cada una de las entregas de dicha saga (conformada por Otoño, Invierno, Primavera y Verano) en cuestión de unos pocos meses, favoreciendo que los libros fuesen publicados con periodicidad anual. Un proceso creativo cuya envidiable celeridad permite a sus novelas habitar en nuestra actualidad, en el mundo del Brexit, el calentamiento global, Trump o la amenaza del Covid. Libros donde la realidad no supera a la ficción, sino que camina junto a ella. Verano es la historia de dos hermanos adolescentes, Sacha y Robert, pero también la de su progenitora, Grace Greenlaw, madre soltera y ex actriz que añora un verano especial del «antediluviano» año 1989. Y, al mismo tiempo, también es un relato de gente muda que escribe tratados sobre el poder de las palabras, de quienes miden el periodo estival con el vuelo de los vencejos, de cómo un error borró para siempre las fórmulas de Albert Einstein de una pizarra alojada en un museo, del placer de disfrutar con Dickens, las maratones de cine malo en Netflix, el Cuento de invierno de William Shakespeare, los tropezones de Chaplin, la obra de Kafka y de reivindicar artistas olvidadas como Lorenza Mazzetti. Smith utiliza una escritura experimental, pero nada rebuscada, donde juguetea con las palabras y los signos ortográficos, disparando un diálogo ingenioso detrás de otro mientras desliza a personajes de anteriores novelas por la trama. Su relato parte de una familia con problemas, pero acaba asaltando todo tipo de frentes al abordar cuestiones como el antisemitismo, la política actual, la muerte de George Floyd, el arte o el confinamiento. En un momento dado, la historia se atreve incluso a viajar en el tiempo para establecer un puente paralelo entre la Segunda Guerra mundial y nuestro dramático 2020. En el prólogo de Verano, una narradora invisible advierte del peligro de afrontar con indiferencia los males de la época actual: los políticos embusteros, los continentes en llamas, las deportaciones o el odio a etnias, sexualidades y religiones ajenas. De repente, dicho discurso inicial se interrumpe a sí mismo para pasar a contarnos que existe una película, filmada en el Reino Unido poco después del fin de la Segunda guerra mundial, donde un elegante varón camina con dos maletas haciendo equilibrios sobre la minúscula cornisa de un alto edificio londinense. «¿Cómo puede ir tan rápido sin caerse por el borde del edificio?», se pregunta el texto, «¿Cómo puede bailar de una forma tan desenfrenada y también grácil, tan apremiante y despreocupada a un tiempo?». Y esa es exactamente la misma cuestión que el lector podría hacerle a Smith. Sus cuatro estaciones funcionan de manera independiente, pero la maestría a la hora de ensamblar todas sus ideas y personajes —ficticios y reales— sin tropezar durante su extenso número de funambulismo es fascinante. Hasta el punto de que la verdadera recomendación no sea sumergirse solo en este Verano, sino en la tetralogía al completo.
Arte (in)útil de Daniel Gasol (Rayo verde)
Existe un debate recurrente, y en apariencia inevitable, en el mundo de la cultura. Uno que goza de una existencia cíclica al ser invocado una y otra vez a lo largo de la historia, y de los medios, para atormentarnos: la eterna discusión sobre qué es arte y qué no es arte. Pero a estas alturas, dicha cuestión, y las elucubraciones que brotan a su alrededor, han dejado de resultar interesantes y frescas. Por eso mismo, es probable que la nueva pregunta que propone Daniel Gasol sea el siguiente paso lógico del debate: «¿Es útil, el arte?». Y lo que es más importante, ¿es inútil el arte dentro de un ecosistema que ha sido devorado por el capitalismo y sus tretas? Arte (in)útil se presenta como una investigación en torno a la naturaleza actual del arte, de sus creadores, del medio, de sus nuevas normas y de quienes las establecen y controlan. Gasol analiza la escena a partir de tres tipologías de creación y creadores: el arte contemporáneo, «un tipo de arte enmarcado en un circuito institucional dirigido a la visibilidad y el mercado», la creación contemporánea, «aquellas creaciones que navegan entre la estética cool o de moda, con imágenes determinadas y estereotipos ornamentales propios de determinado contexto», y el arte emergente, aquel que « impone la idea de novedad a una generación mediatizada que requiere de visibilidad e institucionalización para desarrollar su propio trabajo como artista en escenarios previos a que este se convierta en arte contemporáneo». A partir de aquí, Arte (in)útil explora el entorno artístico señalando la manera en la que el capitalismo somete a la cultura y a la producción cultural actual. Exponiendo cómo el arte se ha transformado en producto gracias al criterio de las instituciones y las galerías de arte, cómo la calidad de la obra ha pasado a evaluarse en función de la audiencia y el éxito mediático generado, o cómo el artista se ha convertido en un creador que renuncia a su visión, y a su libertad, para amoldarse a las exigencias de galeristas al tratar de atrapar la fama. La lógica capitalista entendida como una batuta que marca el ritmo, despojando al arte de su naturaleza de herramienta política crítica de pensamiento. Y transformando a sus creadores en esclavos de las redes sociales, de las convocatorias prepagadas, y de los museos que ejercen como escaparate, siempre homogéneo y blanco, publicitario para el producto. En una época donde la cultura vive acompañada de cuestiones redundantes y respuestas predefinidas, Arte (in)útil es un ensayo que no se amilana a la hora de plantear nuevos interrogantes, de señalar el problema, y de cuestionarlo todo, desde la figura del comisario actual de las exhibiciones hasta lo hipotético de la política cultural democrática. Porque lo que necesitamos no son las mismas respuestas, sino nuevas preguntas.
Buenas tardes,
Enhorabuena por la loable labor que realizáis con la revista.
Saludos cordiales.