La historia del hombre no es otra que la historia de la ficción. Somos animales ficcionales y nuestra propia capacidad intelectiva necesita de la ficción para lograr la más mínima unidad de conocimiento. Mucho antes de que los primeros homínidos aprendieran a hablar y contaran historias alrededor del fuego, sus mentes ya recurrían a la mentira para desarrollar su pensamiento simbólico. El proceso de abstracción precisa de la metáfora: pensar implica un mecanismo de sustitución de lo real por unas imágenes comprensivas del mundo. De modo que no estamos capacitados para alcanzar lo real en sí. Es nuestra particular paradoja. Todo pensamiento entraña un salto metafórico, un salto trascendental que va desde el impulso nervioso de nuestros sentidos hasta una imagen mental, que, en cierta medida, nace ya mentirosa.
El ser humano, por lo tanto, siempre ha estado en conflicto con la realidad, nos encontramos siempre en el límite de los mundos, en imposible equilibrio entre lo físico y lo metafísico. Entre el yo y lo otro. Entre las percepciones y la cosa en sí. Entre las apariencias y lo que es o se supone que es. Y lo único que se nos ocurre para no caer al vacío es seguir fabulando, continuar tejiendo nuestra red de entelequias, poetizar, narrar, simular, conjeturar, falsificar, manipular, especular, lanzar hipótesis. Mentir para sobrevivir, para imponernos a los otros. Conscientes, en el fondo, de que la realidad nunca ha sido otra cosa que un constructo creado a base de ficciones.
«Mentir para sobrevivir, para imponernos a los otros. Conscientes, en el fondo, de que la realidad nunca ha sido otra cosa que un constructo creado a base de ficciones»
Y así, a lo largo de nuestra historia, nos hemos acostumbrado a convivir con las mentiras. Las hemos perfeccionado y sofisticado más que ninguna otra especie, y de alguna forma —quizá a veces atropellada e intuitiva— hemos ido aprendiendo a distinguir las que nos son útiles de las más destructivas. No obstante, estos últimos tiempos nos están sometiendo a un nuevo reto. Si con anterioridad a la historia escrita se necesitaban miles de años para que cambiara algo, en la Edad Media pasaron a ser siglos, y en el siglo XX todo empezó a transformarse en solo unas décadas, hoy, en nuestra actualidad, lo vertiginoso de los avances y las nuevas tecnologías hacen que todo pueda cambiar casi de un día para otro.
Toda la complejidad cultural acumulada hasta el siglo pasado se ve ahora multiplicada y amplificada por la nueva dimensión digital. Los rumores han encontrado en las nuevas tecnologías e internet el medio ideal para propagarse. La prensa, responsable en parte de contener estos bulos, parece haberse sumado a la misma vertiginosa tendencia, superada por la cantidad y la velocidad de la noticia, en un mundo anegado por la información gratuita en el que es incapaz de encontrar nuevas formas de financiarse. Tampoco los ciudadanos están dispuestos a pagar por una información mejor, pudiendo obtener gratis la peor. Nadie parece reparar en que de poco sirve tener todas las noticias al alcance, si junto a ellas conviven todas sus contrarias. Como en una biblioteca de Babel, nuestra realidad digitalizada contiene una antiteoría para cada teoría. Vivimos una época en la que los motores de búsqueda lo rastrean todo, sin criterio ni distinción, y eso mismo hace que la era de la información sea también la era de la desinformación. En este nuevo escenario ni el poder económico ni el político —acostumbrados a dominar desde siempre los medios de comunicación— han renunciado por supuesto a imponer su ideología a través de la red. El capital hace que no solo todo esté invadido por la publicidad, sino que la mayoría de las tendencias y consignas siempre procedan de intereses mercantiles. Los partidos políticos también utilizan todos los recursos de las nuevas tecnologías para vencer a sus rivales, son diversos los Gobiernos acusados de crear sitios con noticias falsas y ejércitos de perfiles automatizados para alterar elecciones, investir o derrocar líderes extranjeros, cambiar el comportamiento y las creencias de las poblaciones.
«Vivimos una época en la que los motores de búsqueda lo rastrean todo, sin criterio ni distinción, y eso hace que la era de la información sea también la era de la desinformación»
Es además en este ambiente de confusión, de saturación informativa y exceso de imágenes, de manipulación digital, de fakes news, perfiles falsos y enjambres de bots, donde surge el nuevo y en sí mismo mentiroso término de “posverdad”. La invención de la posverdad, en estos tiempos tan necesitados de nuevas invenciones casi diarias con las que alimentar la maquinaria de la información, es otra consecuencia más de la abrumadora sensación que nos atenaza, la sensación de que estamos rebasando el límite de nuestra capacidad de ficcionar y de controlar nuestras ficciones. Pero al mismo tiempo ella es también otra mentira, o si se quiere una metamentira, porque miente sobre la condición novedosa de la mentira actual. ¿O es que los políticos no han mentido desde su propia aparición? ¿No han usado siempre el populismo, la retórica, el argumento vacío, la falsa promesa, la difamación del contrincante? ¿Tampoco son suficientemente antiguos el sofisma, la ocultación, la falsificación, la propaganda? La “posverdad” es solo la última ocurrencia en nuestra larga cadena de ficciones. No existe un solo aspecto cualitativo que nos permita hablar de “posverdad”, tan solo podemos considerarla en términos de cantidad: las nuevas tecnologías y la globalización hacen que la repercusión de la mentira sea hoy exponencialmente mayor, las maniobras de engaño tienen más alcance y más consecuencias que nunca.
Hubo un momento en que pensamos que la democratización tecnológica concedería la palabra a todas las personas; en cambio, nos ha traído a un lugar en el que el poder económico, político y de auténtica difusión continúa en manos de los mismos, pero ahora todo el mundo puede opinar. Y todo el mundo opina, desde luego, sobre cualquier cosa, en especial sobre cualquier cosa. La nuestra es, por encima de todo, la era de la opinión.
«Y esta necesidad imperiosa de opinar genera la justa espesura para que todos los ciudadanos podamos gritar sin que nadie nos oiga»
Y esta necesidad imperiosa de opinar genera la justa espesura para que todos los ciudadanos podamos gritar sin que nadie nos oiga. Es, en la práctica, la manera con la que todos hemos vuelto a perder la voz. Cuando todo el mundo habla por hablar, cuando una mayoría se limita a copiar la información de otro lugar, cuando en las redes sociales casi lo único que se hace es compartir, reproducir y propagar ideas, imágenes, errores o mentiras de otros, acaba siendo difícil encontrar entre tanto ruido algo de valor. No hay “posverdad”, son el ruido y las opiniones los que se han apoderado de la realidad virtual, transmutándola en un espacio enrarecido en el que proliferan los rumores, se trasmiten con facilidad los bulos, las noticias falseadas, se acumula la basura digital, se recrudecen las teorías de la conspiración y la paranoia mundial. Por eso en estos instantes se hace tan necesario poner orden. Desprendernos de lo sobrante, establecer mecanismos de validación y jerarquizar entre unas mentiras y otras. En eso consiste la civilización, en organizar hipótesis y conceptos. Y hemos de hacerlo cuanto antes si no queremos morir asfixiados, si no queremos morir de ficción.
Juan Jacinto Muñoz Rengel es escritor y autor de Una historia de la mentira (Alianza).