Crónicas desorbitadas

El último matador yanki

Robert Ryan, pintor, escritor y torero, fin de una época

Ser el mejor torero de Estados Unidos de la historia puede parecer poca cosa. Al profano, porque la competencia no fue escasa. Muchos fueron los llamados en ese país, desde Filadelfia a Los Ángeles, gracias al influjo que Sangre y arena y Hemingway alimentaron, y Tijuana –una Las Vegas de principios del siglo XX– incendió, con su oferta de juego, alcohol, mujeres y… toreo. Allí vieron muchos matadores gringos su primera corrida, como fue el caso de un niño llamado Robert Ryan, que antes había toreado cientos de veces a su perro en el hogar de California.

Robert Ryan retratado por el autor de este artículo, Jorge Molina.

 

Ryan (Los Ángeles, 1944) ha quedado a día de hoy como el superviviente de una época, o incluso de toda la tauromaquia yanki, ya prácticamente finiquitada. Este californiano resulta, además, el mejor ejemplo de artista total dentro del planeta de los toros. Consiguió reconocimiento como notable pintor de personal trazo, autor por ejemplo de dos carteles de la Beneficencia de Las Ventas. Y también como literato, ya que uno de sus libros –‘El toreo de capa’, Alianza Editorial, una antología de todas las suertes que existen con el capote–, despliega un elevado dominio estilístico del castellano, y además en el tan denso como sutil argot taurómaco. Ryan decidió en su día quedarse en España, en Madrid, muy cerca del que fue domicilio de Juan Belmonte.

«Además de matador, Ryan es el mejor ejemplo de artista total dentro del planeta de los toros. Pintó carteles y escribió sobre el toreo con gran dominio estilístico del español»

El equipo del documental 6 toreros yankees 6 (dirigido por Nonio Parejo) se desplazó a Madrid a entrevistarlo tras convencerlo después de numerosas llamadas. Cuando baja a la calle pocos transeúntes dejan de fijarse en su figura, juncal y señorial, vestido de negro, serio y retraído. Con 76 años se muestra tan contundente como lúcido.

“Yo no soy un torero de Estados Unidos, soy torero”. Ryan habla con la mirada baja, enfocando un punto indefinido donde aparece, de tanto en cuando, una muleta imaginaria. Y sus manos se mueven dando el pase soñado. 76 años y sigue soñando pases, deseando con gesto concentrado el imposible de volver a lo que siempre quiso: torear. Cuando levanta la vista, como acaba de hacer para recalcar esa frase, el azul de sus ojos brilla frío. Le está aclarando al entrevistador que no se equivoque, porque del error llega la cornada.

Con 76 años se muestra tan contundente como lúcido. “Yo no soy un torero de Estados Unidos, soy torero”

Robert Ryan formó parte de un grupo de toreros que brotó en Estados Unidos, llegando varios a alcanzar el logro de lidiar en los principales cosos españoles. A Lin Sherwood, en su libro Yankees in the Afternoon: an illustrated history of american bullfighters, le salen 21. La semilla la sembraron Ernest Hemingway con su Muerte en la tarde (1932), y el filme de Tyrone Power, Anthony Quinn y Rita Hayword Sangre en la arena (1941). Y germinó dada la cercanía con el segundo país más torero, México. El epicentro radicaba en la plaza de Tijuana, que hervía sin pausa con las grandes figuras. Y en el tendido aparecían no menos figuras: Humphrey Bogart, Cary Grant, Ricardo Montalbán, Jack Palance, Cesar Romero, Mickey  Rooney, Marilyn Monroe, Ava Garner, Rita Hayworth, Lana Turner, Kim Novak…

Todo ello provocó en los años 60 y 70 el surgimiento de personajes, en algunos casos, inauditos. Como Sidney Franklin (1903-1976), de Brooklyn, gay, y judío, ya tratado en esta revista. O John Fulton (Filadelfia, 1932-1998), que lidió en Sevilla y Madrid para finalmente quedarse a vivir en la capital andaluza, donde desarrolló una carrera pictórica notable con la singularidad de que para el color rojo usaba sangre de toro, que guardaba en la nevera. En la lista de espadas se hallan Richard Corey (Virginia), del que dijo Fulton: “nunca he visto a nadie esforzándose tanto para suicidarse”; y  Barnaby Conrad (San Francisco, 1922-2013), quien se tiró de espontáneo en ciudad de México con 19 años. Fue boxeador, pintor, vicecónsul en Sevilla, dueño del mítico club de Los Ángeles ‘El Matador’, y prolífico escritor, autor de un título que vendió millones de ejemplares, Matador (1952), escrito tras la impresión de la muerte de su amigo Manolete. Conrad, El Niño de California, llegó recibir la alternativa de Juan Belmonte, aunque él fue lo que se denomina un aficionado práctico, no un profesional.

Claro que, para casta y valor, la de las mujeres de EEUU que se tomaron el serio el toreo. Fascinada por Luis Miguel Dominguín, al que conoció en Colombia, la bella modelo Bette Ford (Pensilvania, 1927) –luego actriz de reparto en Cheers, Falcon Crest o El Príncipe de Bel Air– peleó durante años en los ruedos mexicanos con sus pendientes de diamantes, recibiendo cornadas espeluznantes. Y Patricia McCormick (San Luis, 1929-2013), trescientas corridas en su carrera, en una de ellas con extremaunción incluida.

Conrad, Ryan, McCormick y Fulton han compartido la pasión por la pintura y, los dos primeros, por la literatura. Robert Ryan explica en nuestro paseo por el Retiro que para él –el último de esta saga esbozada- todo empezó dibujando en el colegio de monjas católicas al que asistía. “Por casualidad, vi en una revista un reportaje de una ganadería, con una foto grande en medio de un bonito paisaje de un toro bravo, precioso, y me impactó”.

Para él todo empezó dibujando. “Por casualidad, vi en una revista un reportaje de una ganadería, con una foto grande en medio de un bonito paisaje de un toro bravo, precioso, y me impactó”

Cuando el californiano supo que el toro iba detrás de un capote, leyó todo lo que encontró. Su primer capote infantil le sirvió con su gato, “que me embestía a la mano, pero al cachorro boxer sí le encantaba jugar al toro y me embestía de maravilla, me pasaba horas a diario”. En 1958, con 14 años pudo ver torear en Tijuana a Luis Procuna, cuya película sobre su vida, ‘Torero’, había visto en español, sin entender el idioma, muchas veces en los cines hispanos de Los Angeles. Y allí se llevó una sorpresa.

“No pude ver la corrida porque… yo había visto siempre fotos en blanco y negro; en Torero todo es en blanco y negro, se veía la sangre que había pero en blanco y negro; pero cuando en la plaza el toro entró a varas y salió la sangre, es que no pude mirar, me enfermé. Y así pasé la corrida. Veía los primeros capotazos de salida, pero en las faenas no lo aguantaba. Luego, en el viaje a casa estaba muy decepcionado conmigo mismo”. Robert Ryan lo superó. En ese proceso llegó al convencimiento de que el ritual taurino se parecía a “una misa, era como un sacrificio”.

El hombre serio de hoy lo era ya de veinteañero. “Antes de la corrida el ambiente festivo, con un público que iba a divertirse, muy jaranero, me ofendía, porque se trata de algo muy serio”. Su seriedad se la reprochaban en su entorno: “se desesperaban conmigo, yo toreaba muy serio, y ellos ‘es que no estás en misa, no eres un monaguillo, haces un espectáculo, tienes que hacerle caso al público’”.

En el Madrid de los 60 conoció a aspirantes de muchos países, porque “en la Casa de Campo, toreando de salón, había gente de todas partes, parecía que el mundo era mucho más torero que ahora”, y vio a compatriotas con “muchas posibilidades, pero no llegaron; la suerte influye bastante”.

Pero no le gusta hablar de los otros toreros norteamericanos. “Lo más molesto de ser torero norteamericano, es lo que pasa después, cómo le recuerdan a uno; de vez en cuando dicen, bueno, vamos a mirar a los toreros exóticos: un japonés aquí, un chino allá, y de los norteamericanos hay varios”.

John Fulton dijo que el torero estadounidense “no tiene patria; ni le aceptan aquí ni le entienden en la suya”. Y, sin embargo, varios de estos gringos fueron capaces de explicar con diversos códigos y con maestría su pulsión, transmitieron el misterio por diferentes canales. Conrad arrasó como literato. El propio John Steinbeck seleccionó Matador como su libro favorito del año. Ryan, por su parte, demuestra en El toreo de capa erudición y se gusta como escritor. “Hay un olor a capa, un olor envuelto en frío, un olor a invierno, un olor abierto al campo, un olor que quiere ser torero”, se lee en uno de sus capítulos.

El californiano considera Muerte en la tarde un libro hermoso e inevitable. Pero ahora hay cosas que no le admite a Hemingway. “Como torero ya con más conocimiento, yo tengo reservas a muchas cosas que recoge en el libro, se permitió exagerar y decir cosas inadmisibles, como que se alegraba de que el toro cogiera a Cagancho; pero entiendo que estaba haciendo literatura para unos lectores no aficionados”.

Los retratos al carbón realizados por Barnaby Conrad de Truman Capote y James Michener cuelgan en la National Portrait Gallery en Washington. Los pinceles de Ryan han dibujado, con su trazo esencial, de pocas líneas que marcan precisas el movimiento, dos recientes carteles de la corrida de la Beneficencia. Incluso renovó la imagen corporativa del torero francés Sebastián Castella, con un nuevo logotipo que refleja su expresión, elegante y seria. Como fue, y es, el mismo Ryan.

“Todo es parte de lo mismo, para mí todo es parte de lo mismo”, comenta Ryan al final de la charla en el parque del Retiro refiriéndose a todas las artes que ha tocado. Aunque, en su caso, ese holístico ‘lo mismo’ se refiere en exclusiva al motor de su vida. De nuevo baja la mirada a un punto ubicado en el pasado, y sus finas manos empiezan a moverse en un sincronizado vaivén sin que él lo aprecie.

“Este movimiento intento explicarlo y es imposible, no sé. Cuando estás en la playa y una ola te pasa, te estás llevando toda la fuerza del mar, te está llevando a ti, estás llevando al toro; es una danza, es una copla, y suena muy mal comparar el toreo con baile, porque torear no es un baile, pero tiene tanto de baile”. En su poemario Vestigios de sangre (El Bibliófilo, 1986), premio Antonio Díaz-Cañabate, el espada californiano escribe: Pero al sentir la lenta brisa abierta por mi capa, los ojos/del maestro, tan sensibles a dejes de cintura y brazos,/creían mirar la derramada semilla de sus muertos.

3 Comentarios

  1. Que nadie se pierda lo que escribe Paco Aguado sobre Robert Ryan en el último Boletín de Loterías y Toros, dedicado a los guiris en los toros…

  2. Excelente él, me gustaría saber más de su trayectoria taurina.

  3. Barnaby Conrad nunca fue torero profesional. Toreó en el campo y en algunos festivales como aficionado práctico. Si Belmonte le otorgó la alternativa fue de broma en algún festival. No deben escribir historias falsas.

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