Algo realmente bizarro nos está ocurriendo cuando aceptamos que el arte marginal cotice en Sotheby’s o que sus creadores suban a las pasarelas de París. Hablamos del grafiti y la música trap, por ejemplo, nacidos ambos como manifestaciones vandálicas y groseras en entornos lúmpenes e ilegales circunstancias. ¿Será hora de reinventar la revolución? Sabido es que la revolución sucede para que nada cambie; y que, salvo el crimen organizado (y casi), nada en la historia de la humanidad se ha resistido a la capacidad absorbente del establishment, que como medusa atrapa en su viscosa masa todo aquello que se mueva. O te seduce o te mata, lo que es lo mismo en el caso del arte que se autoproclama marginal.
Está sucediendo de forma muy obvia con el grafiti, ahora más bien llamado street art, un apelativo a todas luces más comercial. Grafiti o esténcil, técnica de pintura que utiliza la plantilla previamente trabajada para ser plasmada ilegalmente en un lugar prohibido (fijar carteles) y salir por patas. Procede etimológicamente del término graffito, que en el Imperio Romano denominaba a la inscripción satírica en un espacio público.
«Algo realmente bizarro nos está ocurriendo cuando aceptamos que el arte marginal cotice en Sotheby’s o que sus creadores suban a las pasarelas de París»
Se llama Banksy y nadie conoce su identidad. Se le supone británico nacido en Bristol en 1974; reivindica sus autorías a través de Instagram, su última intervención tuvo lugar en la pared de una peluquería en Nottingham, Inglaterra, el pasado mes de octubre; recientemente, la policía italiana detuvo en Abruzos a una banda que hace dos años robó uno de sus ¿hemos de seguir llamándoles grafitis?, estampado en una puerta de la sala Bataclan en memoria de las víctimas del atentado yihadista. El hurto se había valorado en varios millones de euros, no era la primera vez que sucedía: a la entrada del Pompidou (homenaje al 68) y en los muros de una fábrica de Dover (sátira anti brexit) también habían desaparecido misteriosamente los estarcidos del cotizado grafitero que estos días “expone” sus obras en la Sala Trafalgar de Barcelona: visita guiada incluida y la entrada a 12 euros.
Independiente del nombre que le demos, este pattern mayormente colorista y a base de plantilla, pagado en esta ocasión por el dinero público, acaba de enfrentarse con la máxima autoridad en Arquitectura de este país, el CSCAE (Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España). Ocurrió en Getafe, sobre la última obra de Miguel Fisac, el polideportivo de la Alhóndiga, de finales de los 90, en cuya superficie el maestro del hormigón había logrado una textura acolchada y admirada por todos, ahora oculta, tal vez irreparable, bajo capas de pintura chillona y plana que dibujan la palabra “empatía”, obra del colectivo de arte callejero Boa Mistura.
Los empáticos autores han confesado al CSCAE no haber hecho una investigación previa sobre la obra de Fisac. Los del consejo superior, y los seguidores de Fisac, que es emblema de la arquitectura patria, bufan y reclaman que se borren “las pintadas” y la obra sea restituida a su estado original (si es que aún fuera posible). Amenazan con llevar el caso a los tribunales, argumentando que “toda obra de arquitectura responde a un momento, a una época y a unos aspectos sociales, culturales e históricos determinados que la hacen única e irrepetible, constituyendo un patrimonio de toda la sociedad”. A lo que el Ayuntamiento de Getafe, pagador, otorga la callada por respuesta. ¿Podríamos encontrar más evidente ejemplo de la institucionalización y banalización de la protesta que significó en su origen el grafiti? Seguro que vez sí, pero esta nos parece suficientemente obvia y próxima.
Acostumbraba a pasear hasta el quiosco de los periódicos en mañana de domingo, ¡qué tiempos, tan lejos tan cerca!, y solía atajar la caminata a través de un túnel bajo la autopista. Ni una sola vez dejé de detener mi mirada en las pinturas que cubren sus paredes y su bóveda, buscando, como en un acertijo, la última intervención. Un día me los encontré en acción y, fascinada, me quedé mirando el dominio que aquellos chicos tenían del spray, y su juego de turnos, que me pareció todo un cortejo. Procuré mantenerme en silencio aunque les hubiera hecho mil preguntas, y así hasta que uno de ellos de pronto se dio la vuelta y, con bastante amabilidad, me pidió si podía largarme: “Nuestra obra es clandestina –me explicó-, no nos gusta que nos vean”. Podía haberle rebatido que eran las 12 de la mañana y que el lugar era público, que lo suyo sería pintar en mitad de la noche; pero callé y seguí camino en busca de la prensa cuando era prensa.
El grafitero me pidió si podía largarme: “Nuestra obra es clandestina –me explicó-, no nos gusta que nos vean”
No recuerdo si fue exactamente el siguiente verano: el hijo de Carlos Fresneda, compañero inseparable de aquellas noches en que llorábamos de extenuación, jovencísimos fajadores montando lo que sería el diario El Mundo (cuando la prensa existía), su hijo, el mediano, 19 años Alberto Fresneda, moría de sopetón aplastado por un tren de cercanías cuando grafiteaba el arco de entrada a un túnel, estación de Loughborough Junction, al sur de Londres. Trip, Kbag and Lover (Alberto, Jack y Harrison) morían en el acto, su vida hurtada de cuajo, dejando esparcido por las vías un raudal de amor incontestable y rebeldía.
Eso era el grafiti pero hoy, un tal TvBoy publica nada menos que en editorial Planeta un libro alabado en su contraportada por los poderes fácticos y más que fácticos (como la alcaldesa de Barcelona), en el que nos cuenta que el street art “a pesar de lo efímero de su condición es capaz de llegar a millones de personas gracias a las redes sociales, contribuyendo a hacer del arte un espacio más democrático al convertir las calles y los muros en galerías accesibles a todo el mundo”. No hace falta ser un visionario ni tener un ojo demasiado crítico para interpretar el mensaje: que el marketing ha vuelto a absorber en sus fauces la subversión, o como canta Biznaga, Hoy vanguardia; mañana, decoración/ Simple ejercicio de abstracción/ Ahora emblemas culturales/ Luego eslóganes comerciales/¡Cuánta mediocridad y confort!
Mediocridad y Confort, Mediocridad y Confort.