Cada día que abre una librería, muere un librero. Es algo que habría que admitir en algún momento, aunque todo el sector se nos eche encima. Supongo que, de igual manera, cada día que abre una editorial, muere un editor. Las librerías han muerto, larga vida a las librerías.
Gracias al empeño infinito, y la vocación de muchos profesionales del libro (por no decir aquello de “gracias a dios”), siguen abriendo librerías; y en este caso, además, a un empresario como el farmacéutico Sergi Ferrer-Salat (al que ponemos, a partir de ahora, en nuestras oraciones laicas) que ha decidido apostar por la cultura. Otras librerías cierran y de que eso ocurra hay responsables más allá de la crisis (la eterna), las plataformas digitales de entretenimiento, los gigantes que colocan tu compra en menos de 24 horas en la puerta de tu casa, la falta de lectura y el relevo generacional.
Cuando un rey muere, otro rey le sucede (peliaguda mención en estos momentos; unos dirán: “no necesariamente”; otros dirán: “por supuesto”). La proclama “El rey ha muerto, larga vida al rey” cumple esa función: despedida de un rey y bienvenida del siguiente sin que medie el peligro de una guerra por el poder. Funciona también, y más tempranamente, como adiós a la representación terrenal del poder monárquico, el cuerpo del rey muerto, y para constatar que este poder, eterno y puro, al morir un rey, simplemente se materializa en otra figura corpórea: su sucesor. De manera que el poder de reinar es el superpoder que termina encontrando el cuerpo elegido del que servirse para reinar. El poder del libro se materializa en las librerías, unas mueren, otras nacen.
«El poder del libro se materializa en las librerías, unas mueren, otras nacen. No es como el poder monárquico, está mucho más repartido»
Pero claro, este superpoder del libro no es como el monárquico, está mucho más repartido. Finestres cuenta con un impresionante cartel de programadores y libreros (los escritores Marina Espasa y Kiko Amat, la cazatalentos literaria Camila Enrich, y las libreras Àurea Perelló y Mireia Valencia) y un empresario que no parece necesitar recuperar la ingente inversión que debe de estar realizando, y da pudor revelar; y así nos tienen en vilo a todos los amantes de las librerías y de la lectura (bookworms, booknerds, booklovers y toda etiqueta social media que se precie). Suena sencillamente al paraíso o a una Biblioteca de Babel borgiana, aunque su infinito no sea tal y se componga solo de los 53.000 volúmenes, nada desdeñables, que anuncian estarán disponibles en el espacio.
Tenemos entonces una librería de 800m², 53.000 volúmenes de fondo en varios idiomas, “dos espacios para la lectura infinita y cómoda”, una especie de Club Diógenes, encuentros a puerta cerrada con autores, un equipo deslumbrante, un empresario y un manifiesto.
Cada día que abre una librería, muere un librero. Y nadie habla de ello. Porque el librero agoniza enterrado en facturas, vencimientos, fondos que caducan, ritmo frenético de novedades y gestión; nadie le dijo, o no hizo caso, que hay que tener cuidado con lo que se sueña porque se puede hacer realidad y, una vez conseguido, el sueño del librero produce monstruos. Porque los libreros son comerciantes de libros pero el siglo XXI, y la condena de la reinvención, impone a las librerías el deber de rellenar el hueco que están dejando las bibliotecas empobrecidas: fomentar la lectura y, a través de ella, el pensamiento. Y hacerlo casi a riesgo propio, sin apenas apoyo público. Cada vez que abre hoy una librería anuncia una envidiable intención de convertir libreros en gestores culturales alrededor del libro, la lectura, el debate y el pensamiento, como si los comerciantes de libros hubiéramos heredado, con carácter de obligatoriedad, la labor de inculcar el pensamiento crítico: ¿era esa la función de las librerías? Quizá en vez de convertir las librerías en bibliotecas que venden libros, habría que convertir las bibliotecas en espacios que, además de fomentar la lectura y prestar libros para democratizar el acceso al mismo, los venda. Y debería hacerse con el respaldo público que amerita el patrimonio cultural, el tejido editorial y creativo del mundo del libro.
La precariedad que amenaza a los pequeños proyectos independientes nunca es escollo para la apertura de nuevos espacios, tenemos el lujo de que aún puedan formularse proyectos como el de Finestres, gracias a ese socio fundador que es “una persona apasionada que cree firmemente que un libro puede ser una ventana para evadirse o una puerta de acceso a las grandes cuestiones de nuestro tiempo, una herramienta insustituible para crecer espiritualmente y una oportunidad para compartir este enriquecimiento personal con la gente. Cuanta más, mejor”. ¿No debería ser esta la voz del Ministerio de Cultura que apoyase con recursos y protección al mundo del libro?
Posiblemente estos libreros no mueran, al menos a corto plazo, gracias a la apuesta por la cultura y la lectura que, a título personal, lleva a cabo este empresario que no busca resultados económicos de manera inminente: eso es lo que necesita un proyecto cultural para poder desarrollarse. El resto de proyectos independientes más comedidos dependerá estrictamente de la venta de libros, de su capacidad para crear comunidad sin apenas recursos, de su carisma, de su capital relacional, de su capacidad para soportar reveses, de su tesón y de su carisma. Y así el superpoder librero se comparte entre miles de valientes que ejercen su reinado cultural como pueden y les dejan, al lado de proyectos tan flamantes y atractivos como este.
Nos corroe la expectación y el deslumbramiento hacia la apertura de Finestres. Cada nueva librería hace al mundo algo más humano, habitable y todos esos lugares comunes que confieren al mundo del libro ese matiz romántico y nos hace ver a las librerías como reserva natural de una especie en peligro de extinción.
Repitámoslo como un mantra: las librerías han muerto, larga vida a las librerías.