Analógica

El aullido de las brujas

Lo feo no es la representación del dolor, ni del mal, como se ha creído muchas veces; la expresión del horror, cuando es auténtica en su hondura, desprende siempre un aura estética: la sensibilidad se manifiesta tanto en lo agradable como en lo desagradable.

La fealdad es una epidemia. Y se extiende con rapidez por todo el planeta. Sus largos y tercos tentáculos han ido diseñando durante años los apañados contornos de los chalets y casas de apartamentos de las periferias urbanas. La fealdad se ha cebado en las paredes más o menos abandonadas de las calles y los muros divisorios, que han ido poblándose de esas lerdas letras regordetas, siempre iguales y amorfas, de los grafitis –tan vanamente aplaudidos por el establishment–, que representan, de la manera más desinhibida, la forma artística menos creativa, perezosa y convencionalmente imitativa de cuantas existen en la actualidad. Sí, la fealdad prolifera con todo descaro en el desmedido incremento de envases de plástico que asisten nuestro frenético consumismo diario, que acaba formando feísimas montañas de basura que van diseminándose por los mares, las playas y no pocos estómagos inocentes. La fealdad triunfa imperiosa a través de la forma cada vez más anómala de los coches, los zapatos y prendas deportivas, las camisetas y tatuajes seriados, o peor aún, de las estridentes coloraciones que acechan en cada esquina; en fin, se impone en la cada vez más adocenada maquinización y va transformando gradualmente los escenarios mentales y sociales de nuestras sociedades, cada vez más apegadas al artificio.

Ilustración: Sofía Fernández Carrera.

 

Como es lógico, toda esta persistente y tozuda destrucción del gusto natural del ser humano ha influido en el arte. Ya lo profetizó en 1873 Rimbaud, el primer poeta europeo auténticamente moderno, en este memorable verso: “Una noche senté a la Belleza en mis rodillas. —Y la encontré amarga.— Y la injurié”. ¿Qué quiere decir este poeta visionario con estas frases? Comencemos por aclarar el sentido que tiene aquí el concepto de belleza. Porque, aunque sea éste un vocabloconuncontenidoaparentemente claro para todo el mundo, en realidad, su campo de significados es todo menos simple y universal; y precisamente porque la idea de lo bello tiene esta pluralidad de significados, la confusión reinante en torno a su sentido no ha hecho más que crecer desde entonces.

«La persistente y tozuda destrucción del gusto natural del ser humano ha influido en el arte»

Cuando coloquialmente se habla de la belleza, no se está apelando, ni de lejos, al noble sentido filosófico que se tenía en Grecia —la derivación matemático-armónica proveniente de Egipto que le otorgó Pitágoras—; y mucho menos a la sutileza metafísica que le dio Platón. Aquí, en cambio, el sustantivo belleza se transforma en el adjetivo bonito. Lo bello impregna los templos griegos, las catedrales góticas, la pintura del Renacimiento italiano, siendo más o menos fiel a su sentido original; en el XVII, que es un siglo realista, resplandece racionalmente en la meditada pintura de Velázquez y Vermeer, y en ciertas arquitecturas barrocas, pero ya no es una belleza transcendente; ha perdido su misterio original, es una belleza cada vez más funcional: hecha a la medida del hombre. El siglo XVIII, superficializa y amanera todas las formas externas en un arte que simplemente busca agradar —así lo demanda la razón—, hasta que el Romanticismo vuelve a situar el arte en el interior del ser humano, su lugar de origen, donde el corazón palpita y el torrente de emociones puede galopar a rienda suelta. Por tanto, la belleza que el joven Rimbaud sienta en sus rodillas es la belleza burguesa, artificial, convencional, de lo bonito, no la belleza auténtica, la belleza cuyo hechizo embelesa. He aquí el gran equívoco, la inmensa confusión entre lo verdadero y benéfico, como apuntaba Platón, y el falso sucedáneo artificial. Porque, finalmente, a pesar de todas sus juveniles gamberradas, Rimbaud fue un alma lúcida y sensible.

¿Qué ha pasado desde entonces? La fealdad se ha convertido en una nueva categoría estética en la cual la mayoría de los artistas de hoy se encuentran cómodos, pero esto demanda ciertas matizaciones. No importa si el arte es bello o feo, sólo si alcanza rotundidad en su expresión. Pero la rotundidad no requiere lo pretendidamente fuerte, lo espectacular, sino la calidad de la expresión y la profundidad de lo que se expresa. La rotundidad tampoco demanda poner el acento en lo novedoso, es decir, resultar vanguardista: este enfoque es una falacia, porque la inmensa mayoría del arte actual no es vanguardia, es puro manierismo, ya que muchas de las fórmulas empleadas pretenden pasar acríticamente por novedosas, cuando son algo que ya se hizo —¡y con rotundidad!— en los tiempos pioneros de las primeras vanguardias del siglo pasado. Lo importante, repito, es la calidad de la expresión y de lo que se expresa, no su engañosa innovación aparente, según la tendencia de cada momento.

En cualquier caso, esta nueva categoría estética de constante ruptura nada tiene que ver con las letras perezosas de los grafitis urbanos. La fealdad formal, artística, también es exigente: tiene sus leyes, e irónicamente también sus dosis y a veces ráfagas de belleza. Veamos un ejemplo: si analizamos la composición del célebre cuadro El grito de Munch, catalogado siempre en la sección artística, digamos, de lo feo, veremos que no pertenece a dicha categoría; al contrario, sus pautas compositivas rayan la perfección. Por un lado, tenemos la centralidad de la figura, traspasada por la expresiva e idónea diagonal del puente, que se encuentra armoniosamente con la línea del cielo en una perfecta perspectiva en fuga que desemboca en las bien situadas figuras del fondo; por otro, contemplamos la agradable mezcla del azul y los naranjas, una apropiada conjunción de colores complementarios que, uniéndose a las líneas ondulantes del mar y el cielo, crean el poderoso efecto de un mundo en disolución. Sin duda, la forma del cuadro está bien pensada y su disposición es particularmente armónica.Eseldramatismodeltemalo que acerca este hermoso lienzo a la categoría de lo horrible; como también sucede con Judit y Holofernes de Caravaggio, de impecable factura pero brutal violencia, y con las sensuales calidades cromáticas de las pinturas negras del último Goya.

Veamos otro ejemplo: el Retrato del papa Inocencio X de Francis Bacon. Existen varias versiones. Todas giran en torno al retrato del papa pintado por Velázquez a mediados del siglo XVII, en cuyo rostro el pintor sevillano supo condensar toda la maldad de su tortuosa inteligencia y la extraordinaria energía que desprende su poder. Bacon, en cambio, retrata su interior: bucea en las crepitantes llamas de su majestuosa paranoia anímica, representándole con la boca bien abierta, profiriendo el más descarnado y atroz aullido de horror, como el personaje de Munch, reflejando a través de los miedos y tormentos del más alto dignatario religioso de su época, su profunda angustia y, por extensión, la de nuestro tiempo. Y, como ocurre con Munch, toda esta trágica desgarradura interna es plasmada en el lienzo con enorme sensualidad cromática, mediante una lograda unión de complementarios armónicos, amarillo y violeta, a los que hay que añadir una delicada gama de sueltas pinceladas, casi venecianas, en marrón claro y blanco, sobre un fondo castaño oscuro. Y de nuevo la paradoja está servida: la simbiosis incierta, pero exacta, entre dolor y monstruosidad, unida a una sabia ejecución de la más hedonista sensualidad. En suma: aunque estas dos obras maestras hayan sido catalogadas dentro de la categoría estética de la fealdad, comprobamos que al mismo tiempo son incuestionablemente hermosas. En ambos casos, el tema es tan fuerte que se apodera de toda la expresión de la obra; pero su piel es primorosa, sensual.

«Cuando lo feo es hueco y artificial, como es el caso de las obras del gran joker Jeff Koons, simplemente resulta kitsch«

Sin embargo, no todo lo feo es hermoso. Porque lo es solamente si se da la excepcional circunstancia de que hay saber y genio en el artista, como sucede con Rothko, cuyas grandes manchas de color son, según él, personajes de un drama, expresando así sus más hondas emociones trágicas. Cuando lo feo es hueco y artificial, como es el caso de las obras del gran joker Jeff Koons, simplemente resulta kitsch, sin ningún interés artístico, a pesar de las gigantescas y obscenas sumas de dinero que se pagan por ellas.

Pero volvamos a la fealdad que nos circunda. Hoy, podemos afirmar tranquilamente que «lo bello es feo y lo feo, hermoso», como gritan a coro las tres brujas de Macbeth. Su aullido grotesco parece haber cobrado su más desvariada realidad. Primero, debido al equívoco que existe en torno a lo bello, que ya hemos comentado. Después, a la falta de referentes: a la ausencia de la más elemental belleza en nuestras bulliciosas vidas urbanas. Se trata, digamos, de una forma cultural de olvido: de pérdida por distanciamiento. Pero de nuevo hemos de preguntarnos: ¿A qué clase de belleza nos estamos refiriendo? Porque, cuando apelamos a este sustantivo, cuajado de cualidades y misterio, no nos estamos refiriendo a la supuesta belleza de cualquier diseño bien concebido. La auténtica belleza tiene poco que ver con la sofisticación, y mucho menos con cualquier forma de artificio. Lo que amargaba a Rimbaud era precisamente la hueca sofistiquería burguesa… Las armonizadas formas del diseño pueden agradar los sentidos, por lo tanto no son feas, pero tampoco son bellas en sí mismas. La luz de una lámpara o de un foco en el que se pueda modular la intensidad lumínica puede tener la facultad de producir el efecto esperado, pero es una luz, con perdón, muerta. Es una luz artificial, sin vida, sin alma. Nada que ver con la luz viva, como cuando en un día nuboso un potente rayo solar baña de pronto una parte de la habitación o de cualquier cosa con una cualidad viva que parece un milagro. Y lo mismo ocurre al comparar las estufas y el fuego ondulante de una chimenea, los automóviles y los coches movidos por caballos, las lámparas y las velas, y la madera y la formica… En fin, así con todo.

«Más allá de las categorías estéticas, filosóficas o metafísicas, la esencia de lo bello es la Vida con mayúsculas»

Lo feo no es la representación del dolor, ni del mal, como se ha creído muchas veces; la expresión del horror, cuando es auténtica en su hondura, desprende siempre un aura estética: la sensibilidad se manifiesta tanto en lo agradable como en lo desagradable. Lo que ha ido afeando y banalizando nuestro entorno es la paulatina convivencia con lo artificial, lo industrial, lo funcional, lo hueco y lo falto de vida. Pues, más allá de las categorías estéticas, filosóficas o metafísicas, la esencia de lo bello es la Vida con mayúsculas. No la vida humana, con sus quehaceres cada vez más funcionales y sus vanos deseos, cada vez más venales e instintivos, sino la potencia inmanente de todo lo vivo: o, si se prefiere, de lo verdaderamente bello. Nuestro alejamiento de la naturaleza, donde todo es hermoso, es lo que ha ido afeando, por olvido y creciente ignorancia, nuestras urbes, nuestras vidas, cada vez más alejadas de las cualidades vivas y hermosas del mundo real, es decir, natural. Solamente un retorno al sentimiento estético de la naturaleza en el que vivía inmerso el ser humano, como parte de un todo viviente, nos devolverá la sensibilidad perdida que existía en el pasado, por ejemplo, en el arte popular, que era bello por ser natural, no como ahora…

Nos guste o no, en el mundo de hoy, la naturaleza ocupa el centro de la cuestión: la estamos destruyendo y destruyéndonos. Mientras tanto, el mundo sigue su curso ciegamente, sin saber cómo aminorar la gran máquina de producción, ni tomar plena conciencia de lo que acaso sea el problema político más urgente de nuestro tiempo. ¿Sabremos añadirla adecuadamente a nuestra vida, incorporarla a nuestro pensamiento y sentimiento o tomarla como punto de inflexión para el arte? Tal vez. Porque, como creía Breton de una manera muy amplia, sólo el arte y la magia tienen el poder de transformar el mundo

 


Jacobo Siruela es escritor y editor de Atalanta. Este artículo se ha publicado en el número 212 (julio-agosto 2020) de la edición en papel de Revista Mercurio.

  

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