Analógica

El ruido de la guerra

Hay un silencio que actúa como la expresión más elocuente cuando no hay significante capaz de dar forma a lo que se quiere explicar. La historia de Ibtihal es un exponente del mismo. No olvidemos las guerras anteriores a la que hoy libramos contra el Covid-19

Ilustración: Sofía Fernández Cabrera.

El silencio es el mayor enemigo de la verdad, de la memoria, de la justicia, pues solo con la palabra, con el recuerdo, con la denuncia, puede reivindicarse a las víctimas, señalar a los verdugos y evitar que el infierno ocurrido vuelva a repetirse. Por eso hay que hablar sobre los crímenes y el dolor de las guerras, para intentar hacer entender qué pasa en ellas. Por eso el silencio, como indiferencia, es criminal.

Pero hay otras clases de silencio. Está el silencio como herramienta reparadora, como elemento rumiante para elaborar, asumir y, posteriormente, ya sí, vomitar las palabras. Está también el silencio como vía de comunicación. Segundos antes de una explosión, cuando suena el silbido del misil a punto de caer o cuando el aire se espesa repentinamente, avisando de que el peligro llega, el silencio interrumpe la conversación y se impone como el mejor modo de compartir el miedo, de expresar complicidad, de sentirse acompañado. ¿Qué frase puede sustituir a la solemnidad del mutismo ante la posibilidad de morir segundos después? El silencio se hace denso, casi se solidifica en el aire, ante un bombardeo. Como si quisiera servir de contraste frente al estruendo que se avecina.

Cuando regresé de Bagdad en 2003, tras cubrir la invasión y ocupación de Irak, encontré entre mis archivos la foto de una niña muerta rescatada entre los escombros provocados por un bombardeo estadounidense sobre la ciudad de Basora. Fue una fotografía que se publicó en multitud de medios de comunicación de todo el mundo. Representaba bien el horror de aquella operación militar bautizada con el nombre “Conmoción y Pavor”. La niña, con el rostro impávido, sereno, dormido, tenía una pierna arrancada de cuajo. Un hombre de barba blanca sujetaba su cuerpecito ensangrentado mientras miraba sus ropas, deshilachadas, rotas y cubiertas del polvo causado por la explosión.

Decidí colocar esa fotografía en el escritorio de mi ordenador. Representaba para mí la justa condensación de lo que había visto y vivido en Irak. Aquella niña podía ser Hoda, la pequeña bagdadí a la que su madre intentaba reinsertar la masa encefálica que se desparramaba por el suelo de una morgue, queriendo recomponer su cabeza, destrozada por un proyectil. O podía ser esa otra niña de la que nadie sabía su nombre, tumbada en el suelo de un hospital bagdadí, con un vestido azul y a su lado un cartel: “Encontrada en el barrio de Al Karrada, cerca del centro comercial, entre los destrozos de los bombardeos de la pasada noche».

La niña de la foto era todas las niñas muertas y heridas en Irak. Era todas las mujeres, todos los hombres muertos y vivos en Irak. Éramos todos los que vivíamos y dormíamos con los muertos, todos los días, todas las horas, todos los minutos.

A veces la envergadura de lo que se quiere expresar es tal que no hay sistema lingüístico capaz de sostenerlo. Pesa demasiado. Cortocircuita. Solo hay algo con potencia para abarcar tanto: un determinado silencio, en el que no solo caben todas las conjeturas, todo lo imaginable, sino también queda espacio para apelar al receptor, haciéndole entender que existen rincones a los que no podrá llegar.

«Aquella niña de la foto era ese silencio elocuente que decía tanto. Aparentemente muerta, chillaba con el grito más alto que jamás se hubiera oído»

Aquella niña de la foto era ese silencio elocuente que decía tanto. Aparentemente muerta, los ojos cerrados, la pierna arrancada, el rostro apacible, la boca cerrada, chillaba con el grito más alto que jamás se hubiera oído. Permaneció meses en mi escritorio. La veía todas las mañanas, como a tantos otros muertos de los que no tenía foto pero que asomaban por ahí. Hasta que una noche de insomnio en la que estaba terminando de escribir un libro algo cayó sobre el teclado de mi ordenador y la foto se amplió en la pantalla. La miré unos segundos y observé que el brazo de la pequeña no colgaba del todo, se sostenía ligeramente alzado. Podía ser fruto de un movimiento que hubiera generado el hombre que llevaba su cuerpo. Podía. Pero quizá no. Quizá la niña que representaba a todos los niños de Irak no había muerto de inmediato. Quizá aún vivía. Eso, en mi absurdo diccionario de supervivencia, equivalía a que Irak aún podía salvarse. Eso significaba que a lo mejor yo misma seguía más viva de lo que creía. Emití una exclamación de esperanza. Mi compañero, que leía a mi lado, me preguntó qué ocurría. Opté por el silencio.

«Alguien me contó que un reportero estaba tras los pasos de la niña. Días después llegó la noticia. Estaba viva»

Al día siguiente a primera hora inicié la búsqueda, telefoneé a amigos en Irak, a cooperantes en Bagdad, a periodistas en Basora. Alguien me contó que un reportero estaba tras los pasos de la niña. Días después llegó la noticia. Estaba viva. Irak podía salvarse y yo no había muerto del todo. Un diario local de Basora primero y una agencia internacional después publicaron la historia. La niña que era todas las niñas se llama Ibtihal Jassem. Tenía siete años. Tenía seis hermanos, un padre y una madre. Todos, menos ella, habían muerto en el bombardeo que arrancó su pierna.

El señor que en la foto la sostenía entre sus brazos era su tío. Ella era sordomuda de nacimiento. Ahí me detuve. Sordomuda. Sorda. Esa niña no había podido escuchar ninguno de los estruendos de los bombardeos. Los sentía vibrar en su cuerpo, como los sentíamos todos. Pero no los oía. No pudo percibir el silbido del proyectil que impactó contra su casa ni los gritos de sus seres queridos, ni siquiera oyó su propia respiración. No pudo decir nada. Ni gritar para que la localizaran entre los escombros. Ni exclamar: “¡Estoy aquí!”.

Ibtihal había perdido su pierna, a sus seis hermanos, a su padre, a su madre y no podía comunicarse con nadie porque nadie en su entorno más cercano sabía el lenguaje de signos. Sus abuelos la acogieron en su casa. Su abuela la bañaba, la cuidaba, le cantaba canciones que ella imaginaba mirando con atención los labios de la anciana. Su abuelo le consiguió una pierna ortopédica demasiado rígida, a la espera de ayuda económica para un modelo mejor. Ibtihal callaba y sonreía sin hacerlo, con las comisuras un poco ladeadas.

Un día un periodista le sacó una foto. La niña que era todas las niñas miró a la cámara. Suspiró para sus adentros, miró profundamente al objetivo y, con los labios apretados, gritó en silencio. Ibtihal, la única superviviente de su familia, la única sordomuda, la que no tenía palabras para contarlo. Algunos vecinos de su barrio creían que fue ella la que sobrevivió porque era la única que, desde su aislamiento acústico, podía desdibujar la realidad, adornarla con sus palabras internas, transformarla, mirarla con cierta distancia. Ibtihal, maestra del silencio, disponía dentro de ella de un enorme mar de diálogos. Cuando intentaba comunicarse con el afuera sus palabras internas callaban y se perdía un poco. Cuando regresaba a su océano de silencio reflotaban las conversaciones consigo misma, con su madre, con sus hermanos, con los que arrojaron la bomba, con los que la ignoraban, con el mundo.

¿Cómo se cura quien no habla? ¿Cómo se cura Ibtihal? ¿Cómo cicatrizan los que sí gritan pero nadie les oye?

Su silencio era obligado, pero asumido. Al pensar en ella recuerdo otro silencio, el de Jamal, superviviente de siete cárceles secretas estadounidenses en Irak. Las torturas, las palizas, el temor a ser ejecutado, dejaron profunda huella en su estado de ánimo. Al principio solo mascullaba, no pronunciaba palabras. Después, con el tiempo, empezó a hablar y eso le curó. ¿Cómo se cura quien no habla? ¿Cómo se cura Ibtihal? ¿Cómo cicatrizan los que sí gritan pero nadie les oye? ¿De qué forma se puede derribar la indiferencia que ensordece al planeta? ¿Está más sorda Ibtihal, que todo lo observa y analiza, o lo están los mandatarios que dan la espalda una y otra vez –una y otra vez– a las víctimas?

El hermano de Jamal tiene un sueño recurrente. Sueña con una mesa plagada de manjares en torno a la cual conversan animadamente gobernantes, periodistas y hombres de poder occidentales. En un momento dado comienzan a desplomarse sobre la comida, como caídos del cielo, decenas de cadáveres de iraquíes, claros símbolos de los cientos de miles de muertos, heridos y torturados que cuelgan, olvidados, de las páginas no escritas de nuestra actualidad.

Hay un silencio que actúa como la expresión más elocuente cuando no hay significante capaz de dar forma a lo que se quiere explicar. Ibtihal es un exponente del mismo. Es un silencio ondulado que inclina las miradas hacia el suelo.

Hay otro silencio, sin embargo, que da la espalda a la realidad. Es el silencio convertido en política e industria, para el que trabajan instituciones, empresas y medios de comunicación dispuestos a callar y a hacer callar a todos aquellos que molestan. Como a Jamal. Como a Ibtihal. Como a todos los que alguna vez, ante el crimen y la impunidad, nos hemos quedado sin palabras. Como a las víctimas a las que se castiga si hablan. Como a los que buscan justicia y solo obtienen indiferencia. Como a los que cuando recuperan la voz les arrebatan su derecho a usarla.

Artículo publicado en la edición impresa de Revista Mercurio. Nº 211 (Silencio, por favor)

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