«Si es cierto como dice el escritor americano Paul Goodman, que la consigna de Stephen Dedalus estilo, astucia y silencio, encierra el código de comportamiento que el artista de vanguardia se impone, no es menos evidente que el último de estos tres mandamientos sólo raras veces es obedecido”. Con esta provocadora frase comienzo el libro de Renato Poggioli Teoría de la vanguardia (Ed. Revista de Occidente, 1964), ironizando en torno a la tendencia del arte moderno hacia el exceso programático y la infinita retórica de los manifiestos. Sin embargo, parece que la consigna del artista adolescente puede ser entendida, en lo que respecta al silencio, en otro sentido: asumiendo que el arte moderno es un intento de experimentar los límites del lenguaje, una búsqueda excesiva en pos de las fronteras de la palabra humana, un atisbo de lo que reside fuera del lenguaje; de este modo, el silencio elegido aparece como una de las metáforas vivas de la condición literaria moderna.
El insigne crítico literario George Steiner señaló en un importante ensayo recopilado en su libro Lenguaje y silencio (Ed. Gedisa, 1982) que los tres motivos decisivos de la exploración o experiencia de los límites del lenguaje, entendidos como “pruebas” de una presencia transcendente en la fábrica del universo son: la luz, la música y el silencio. La opción por el silencio se remonta en el dominio de la filosofía a Grecia (especialmente en las narraciones “mitológicas” dan cuenta de la vida de Empédocles o Heráclito) y en caso de la poesía se asocian fundamentalmente con Hölderlin y Rimbaud. El silencio del poeta alemán que escribiera páginas tan intensas como las del Hiperión ha sido considerado como culminación de la lógica de su poesía; su vida postrera, dentro del refugio del silencio (guardando no pocas analogías con los años de la locura de Nietzsche), vendría a encarnar la palabra que se supera a sí misma, que accede a su culminación no en otro lugar sino en la actitud antitética del no decir nada con sentido.
El “abandono” de la poesía de Rimbaud parece tener un sentido distinto: mostrar la superación de la acción sobre la palabra
El “abandono” de la poesía de Rimbaud parece tener un sentido distinto: mostrar la superación de la acción sobre la palabra; con el superviviente, si tal cosa es posible, del barco a la deriva la poesía se comprime y se expresa en paralelo al dinamismo de la ciudad moderna, los privilegios y la fascinación de la arbitrariedad, de la autonomía técnica, de la referencia interior y de la retórica subterránea que definen y constituyen el espíritu del siglo XX. Estas dos propuestas, tanto de escritura cuanto existenciales, han supuesto al mismo tiempo la aparición de una función poética del silencio y el final de partida en aquel “anhelo de transcendencia”. Una suerte de ateísmo atraviesa esa desmesura que se tensa desde el romanticismo a las vanguardias, cuando comenzó a revelarse que el viaje no sería un modo de la rebeldía sino, a la manera del gélido cuadro de Friedrich, el definitivo naufragio de la esperanza.
Desde La carta de Lord Chandos de Hofmannsthal, donde solamente queda un “pensamiento febril” (mientras las palabras parecen convertirse en hongos podridos en la boca) hasta el nihilismo del “basurero” de la historia desplegado por Samuel Beckett, del puntillismo hipnótico de la música de Anton Webern a la búsqueda del silencio (finalmente imposible) en Cage, desde el icono de la pobreza enmarcado por Malevich en su contundente Cuadrado Negro hasta la proliferación objetual generada por la duchampitis, no son pocas las manifestaciones de seducción del silencio en el arte moderno, convertida en dogma, a la postre, la fórmula de que “hablar es decir menos”, en un minimalismo que terminó por ser casi el código genético de la creación contemporánea.
Las estéticas de la retracción, un término que desarrolló José Ángel Valente, tienen relación con la tendencia hacia los lenguajes propios: la aspiración a que cada poeta tuviera su propio lenguaje, exclusivo para sus necesidades expresivas; pero tal lenguaje no sometido al imperativo mass-mediático de la comunicación informativa parece que solo podría sostenerse, paradójicamente, al filo del silencio.
El escritor aparece, por tanto, como un disidente que se opone frontalmente a la deshumanización lingüística, a la gramática de lo inhumano
Ni la paradoja del silencio como lógica final de la palabra poética ni la exaltación de la acción sobre el enunciado verbal, corriente que fue muy vigorosa en el existencialismo de tonalidad romántica, dan cuenta de la que es probablemente la más honda tentación del silencio en la sensibilidad contemporánea. “Hay un tercer motivo (más allá de los de Hölderlin y Rimbaud), más poderoso, que —escribe George Steiner— puede situarse circa 1914. Lo dice Mrs. Bickle en la última frase de Cabot Wrights begins, de James Purdy, esa comedia trágica sobre el novelista y el tema recalcitrante: “No seré escritor en un lugar y una época como el presente”.
El escritor aparece, por tanto, como un disidente que se opone frontalmente a la deshumanización lingüística, a la gramática de lo inhumano; lo que está en tela de juicio es la condición del lenguaje ya que la palabra está perdiendo algo de su genio humano. Aquí vendría a imponerse una alternativa: hacer que el lenguaje exprese la crisis o elegir la retórica del silencio.
La depreciación de las palabras condujo inevitablemente a la negación de la poesía —ese lugar común del “nada de poesía después de Auschwitz” que se atribuye a Theodor W. Adorno— y a la exaltación del silencio. En la obra de algunos poetas, el tema del silencio emerge como respuesta a lo peculiar de su visión poética, pero además como expresión de la honda crisis del lenguaje de nuestro tiempo desquiciado. Para Steiner es preferible que el poeta se corte la lengua a que caiga en la deshonra de ensalzar lo inhumano, ya sea mediante su apoyo o su incuria. Si es la palabra el sello que concede al hombre su humanidad, aquello que le convierte en un ser ávidamente inquieto, la palabra no puede permitirse tener vida natural, como si fuera un santuario neutral, sobre todo cuando el lugar en el que tenemos que intentar sobrevivir no es otra cosa que una tierra baldía.
Para Steiner es preferible que el poeta se corte la lengua a que caiga en la deshonra de ensalzar lo inhumano, ya sea mediante su apoyo o su incuria
Susan Sontag indagó, en un lúcido ensayo incluido en su libro Estilos radicales (Ed. Muchnik, 1985), sobre la cuestión del silencio en el arte, concluyendo que puede aparecer de diversos modos: como decisión (expresado en el suicidio ejemplar del artista que da cuenta de ese modo de su exceso), como castigo (en la locura de aquellos artistas que desfondan su cordura al transponer las fronteras aceptables de la conciencia), como inexistente experiencia pública (en un desarraigo que vuelve las obras herméticas) y como imposible propiedad de la obra de arte (esa desposesión que termina por socavar la idea de “autoría”).
El silencio solo puede aparecer en la obra como un horizonte que se repliega constantemente, un “lugar” que no se puede habitar o consumar cabalmente. “El vacío genuino, el silencio puro —escribe Sontag—, no son viables ni conceptualmente, ni en la práctica. Aunque sólo sea porque la obra de arte existe en un mundo pertrechado con otros múltiples elementos, el artista que crea el silencio o el vacío debe producir algo dialéctico: un vacío colmado, una vacuidad enriquecedora, un silencio resonante o elocuente. El silencio continúa siendo, inevitablemente, una forma del lenguaje […] y un elemento del diálogo”. Esta interpretación concluye que detrás de las invocaciones al silencio se oculta el anhelo de renovación sensorial o cultural o, en el extremo, la defensa del silencio expresa un proyecto mítico de liberación total.
El artista que crea el silencio o el vacío debe producir algo dialéctico: un vacío colmado, una vacuidad enriquecedora, un silencio resonante o elocuente
Al comienzo de su hermosa Historia del silencio (Ed. Acantilado, 2019) Alain Corbin introduce una pertinente cita de Paul Valery: “Escucha ese fino ruido que es continuo que es el silencio. Escucha lo que se oye cuando nada se hace oír”. Podríamos pensar que esta frase nos encamina tanto hacia el ruido (continuo) del mundo que, literalmente, reveló la ya mítica pieza de John Cage 4´33” cuanto a la melancolía sedimentada en algunos de los cuadros de Edward Hopper. Es evidente que no podemos reencontrar el “silencio de la naturaleza” o ese “severo silencio de la noche” que reina en la totalidad del espacio tal y como aparecía en el De rerum natura de Lucrecio. Nuestro mundo es un auténtico barullo, un torbellino estrictamente inconsistente en el que parece que todo se convierte en espuma, fluido y sin sedimentación, leve y acaso algo peor que “insoportable”. La sociedad es la suma de sus cantos recitativos, el conglomerado humano que soporta un nivel determinado de decibelios sin explotar en una furia incontrolada.
Peter Sloterdijk sugiere, en el tercer volumen de su monumental y barroca meditación sobre las Esferas (Ed. Siruela, 2006), que la invención del individuo en las así llamadas grandes culturas sólo fue posible por la introducción de las prácticas de sosiego y silencio, al que aconteció, entre otras cosas, gracias a la escritura y el ejercicio solitario de la lectura: “El silentium conventual trabaja con esa diferencia para reconocer la voz suave de Dios y la voz alta de los humanos. In interiore homini habitat veritas. San Agustín insiste en que, tras la cesura del silentium, la verdad sólo puede encontrarse donde las cosas suceden suavemente: junto al jardín platónico entran aquí en consideración, sobre todo, las casas de Dios”.
Nos ahoga un descomunal tsunami de charlatanismo
Sabemos de sobra que es demasiado tarde para la “ideorritmia” conventual y que los desiertos eremíticos han sido “colonizados” por el nihilismo arquitectónico (la reducción del mundo a comunidades, pavorosamente, “adosadas”) o mantenidos como “sublimes espacios” de la turistificación. Nos ahoga un descomunal tsunami de charlatanismo y nuestro naufragio no está situado en la “indeterminación” del coup de dés mallarmeano ni podemos volver a entregarnos a la interpretosis de aquella última proposición del Tractatus de Wittgenstein que lo mismo sirve para soltar una perorata (para)budista que para justificar cualquier disparate estético en plena hipsterización. Sabemos de sobra que sería mejor guardar silencio… pero no lo hacemos. La corrala digital nos incita a decir lo que (nos) pasa, a repartir likes a diestro y siniestro o a colgar la foto del gato postbaudeleriano. Frente a tanto chismorreo surge incluso el deseo de hacer una apología de la “estética del silencio” por anacrónico que suene todo; aunque mejor sería defender el derecho a no decir nada. Una vez más: “I would prefer not to”.
Artículo publicado en la edición impresa de Revista Mercurio. Nº 211 (Silencio, por favor). Ilustración: Sofía Fernández Carrera
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