Horas críticas

Desafíos performáticos

Performance y arte contemporáneo. Discursos, prácticas, problemas. Juan Albarrán. Cátedra (Madrid, 2019). 232 páginas. 15,80 euros

Si la performance es un elemento constitutivo de la contemporaneidad, si se ha convertido en un tropo dominante en el campo del arte actual, no es por lo que nos dice, sino, sobre todo, por las experiencias que nos brinda y por cómo estas nos ayudan a reelaborar nuestra temporalidad (p. 215).

Resulta difícil borrar de la memoria aquella sentencia de Duchamp sobre el happening, registrada por Pierre Cabanne en una de sus famosas entrevistas al autor en 1966: «Los happenings han introducido en el arte un elemento que nadie había puesto: el aburrimiento. ¡Yo nunca había pensado en hacer una cosa para que la gente se aburriera viéndola! Y es una lástima, porque se trata de una buena idea».

El siempre tan divertido como enigmático a-artista−que diría Octavio Paz− reconocía así ciertas virtudes expresivas, claramente del tipo «infraleve», en lo que podríamos denominar la acción tal cual. Una década más tarde, el término performance eclipsaría tanto al de happening como a otras tantas etiquetas amigas (event, arte en vivo, maniobras, etc.) que ambicionaban referir un terreno inespecífico por (in)definición, aunque ligado, al menos en apariencia, a todo lo que tuviera que ver con procesos experienciales. Desde entonces, su desconcertante condición epistémica, intrínseca por otra parte a cualquier tipo de conceptualismo artístico o arte «desmaterializado» −como propusiera Lucy R. Lippard−, no ha dejado de sofocar a teóricos, atraer a petimetres y cobijar a visionarios; funciones, todas ellas, bien asumidas y explotadas por galerías y centros de arte contemporáneo, grandes bastiones de la hipercultura actual.

AlbarranFue un visionario de manual, Stockhausen, quien pronunció otra polémica frase que de alguna manera refleja el grado máximo de ampliación semántica a la que la performance puede llegar a aspirar, esta vez tras la caída de las Torres Gemelas de Nueva York en 2001: «Lo que ha pasado es la mayor obra de arte de todos los tiempos». El discurso expansivo de la performance, por aquel entonces perfectamente integrado ya en el discurso del Arte contemporáneo, no solo era capaz de albergar la idea de aburrimiento, sino también, según el célebre compositor, la de tragedia. Frente a otros tipos de desafueros ético-estéticos, Mel Brimfield ejercía su derecho a la ironía mediante la elaboración de una genealogía que constituía en sí misma una suerte de dispositivo performático. En su proyecto de 2011, This Is Performance Art, la autora ofrecía una visión personal de la historia de la performance, construida a partir de un diálogo entre hitos apropiados y elementos de la cultura de masas, sin dejar títere con cabeza. Su caso es recuperado ingeniosamente por Juan Albarrán como ejemplo de posicionamiento duchampiano alternativo a la seriedad disciplinaria de RoseLee Goldberg, ferviente creyente en el Arte y abanderada de esa especie de paternalismo patrimonial hacia toda aquella expresión estética −incluida la performance− digna de ser protegida bajo su generoso paraguas (he aquí el pecado capital −y casi siempre inevitable− del historiador del Arte).

Afortunadamente, Albarrán, profesor del Departamento de Historia y Teoría del Arte de la Universidad Autónoma de Madrid, abraza un enfoque historiográfico cultural −por tanto, difícilmente dogmático−, en un libro donde demuestra, no solo sus profundos conocimientos sobre el heterogéneo, híbrido e intermedial arte de la performance, sino también, por su claridad y riqueza expositivas, su gran bagaje como docente universitario; una trayectoria madurada, entre otros lugares, en el Máster en Historia del Arte Contemporáneo y Cultura Visual, organizado por la UAM, la UCM y el MNCARS.

Redactado en su mayor parte durante una estancia de investigación financiada por el programa «José Castillejo» en el Departamento de Teatro, Drama y Performance de la Universidad de Roehampton, Performance y arte contemporáneo. Discursos, prácticas, problemas es un libro doblemente recomendable por ser idóneo para profanos, gracias a su carácter panorámico, pero también para iniciados, pues el recorrido que propone a través de diferentes géneros performáticos (corporal, identitario, activista, bailable…), repleto de referencias a artistas y proyectos, es combinado a la perfección con varios capítulos en los que se abordan todo tipo de complejos y vigentes desafíos vinculados a la performance. Estos problemas van desde su propia denominación o definición, hasta su documentación o exposición en los espacios museísticos, todo ello tratado desde una gran honradez intelectual y un esmerado afán por no rehuir las contradicciones intrínsecas al objeto de estudio. Asimismo, cada capítulo es rematado por dos secciones tituladas respectivamente «Fuentes» y «Textos seleccionados», que añaden un elemento pedagógico bastante gratificante. Finalmente, lo que puede suponer una carencia de contenido −la atención a artistas españoles− queda suficientemente compensado por la existencia de todas las demás publicaciones de Albarrán dedicadas al tema.

«Albarrán abraza un enfoque historiográfico cultural en un libro donde demuestra, no solo sus profundos conocimientos sobre el heterogéneo, híbrido e intermedial arte de la performance, sino también, por su claridad y riqueza expositivas»

El punto de partida del autor es que la performance es un terreno especialmente fértil para el cuestionamiento de los cánones estéticos y políticos asentados. Su heterogeneidad es sintomática de una época de apertura de las libertades sociales y, al mismo tiempo, un factor importante a la hora de replantear las fórmulas de protesta y resistencia pacíficas. Por ello, el principal hilo conductor de Performance y arte contemporáneo no es ninguna evolución lógica de una manifestación artística, sino más bien la riqueza de su potencial expresivo. Una postura, flexible y subjetiva, de gran atractivo metodológico, que en este caso permite rastrear problemáticas como, por ejemplo, las ambivalentes relaciones entre el concepto de performance y el rendimiento empresarial o las políticas neoliberales (pp. 159-162), desbordando con mucho los límites visibles y amables del sistema del Arte. De esta forma, el libro abre, reabre y deja bien abiertas ciertas vías de reflexión sobre la naturaleza y el lugar privilegiado que la performance ocupa en nuestra cultura actual, desde sus mismos espacios de enaltecimiento.

Entre otras conclusiones, resulta sencillo constatar que los denominados centros de arte rara vez consiguen convencer de que lo que allí se hace es algo distinto a lo que se hace en los museos: una vez ubicados en su correspondiente white cube, los objetos que alguna vez pudieron formar parte de una acción performática (por ejemplo, una manguera, un megáfono o una silla) ni siquiera funcionan como artefactos ready-made. Su incorporación al mismo saco que el resto de expresiones estéticas que desde la Ilustración se ha decidido denominar obras de arte parece ser la causa de la naturaleza contradictoria que Albarrán reconoce en su trabajo.

«El libro abre, reabre y deja bien abiertas ciertas vías de reflexión sobre la naturaleza y el lugar privilegiado que la performance ocupa en nuestra cultura actual»

Después de todo, la llegada de la performance a ese sistema estandarizador implica necesariamente su conversión en una conjugación distinta de espacio, tiempo y presencia −como diría Esther Ferrer−, por tanto, también una adulteración de su potencial subversivo. ¿Hasta qué punto entonces la dependencia entre performance y Arte contemporáneo (entendido este como el dispositivo garante de tales perversiones) puede ser vista como una relación natural? ¿Por qué centro y no museo, si lo que allí se muestra está tan descontextualizado como cualquier otra pieza coleccionable? ¿Por qué un trabajo de Santiago Sierra es más performático que cualquier otra experiencia de abuso laboral padecida y reconocida como tal en nuestras sociedades? Frente a ello, como defiende Albarrán: «El complejo trabajo de Brimfield nos invita a reírnos del tono serio que destilan las historias del medio −la de Goldberg o, salvando las distancias, esta misma− y a reconsiderar la “veracidad” de sus fuentes» (p. 22).

¿Acaso la historia de Brimfield, con su ironía definitoria, no sería la mejor explicación posible de la performance? La propia Ferrer ha comentado en alguna ocasión que añadir absurdo al absurdo puede ser el mejor camino para llegar a comprender la realidad. La experimentación de la performance más acá de sus lugares de desactivación, es decir, en la propia cotidianidad, podría ser efectivamente el camino más adecuado hacia el desarrollo de una nueva ética de la experiencia estética. Quizá en ello resida la respuesta a los grandes desafíos performáticos.

 

 

 

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