Entrevistas

Gueorgui Gospódinov: «Entender al padre, a veces, es más complicado que matarlo»

Alto y robusto, Gueorgui Gospódinov (Yambol, 1968) tiene a simple vista un aire de hombre de campo más que un intelectual. Hay también cierta timidez en su discurso, nunca se extiende demasiado en las respuestas, y al mismo tiempo transmite una enorme franqueza. Como la que asoma en El jardinero y la muerte, su último título publicado en Impedimenta, y con el que ha logrado un éxito insospechado que le ha permitido colarse en las listas españolas de los libros más vendidos. Él es quizá el primer sorprendido ante la acogida de su texto más personal, la crónica de la enfermedad de su padre que deviene en una elegía honda y sincera. El autor de Las tempestálidas, Física de la tristeza o Acerca del robo de historias y otros relatos pasó por la tórrida Sevilla y accedió a conversar con Mercurio.

Freud solía hablar de la necesidad de matar al padre, pero a veces la muerte se nos adelanta. ¿Qué sucede entonces?

Yo he intentado todo lo contrario, no matarlo. Y no conozco a nadie que lo haya hecho para entender al padre. Entender al padre a veces es más complicado que matarlo. Entenderlo y despedirlo hasta la puerta, para decirle adiós.

La necesidad de decir adiós y cumplir con los ritos del duelo es algo que la sociedad contemporánea ha querido saltarse o relativizar. ¿Es posible hacerlo?

En el momento actual, en efecto, parece que el tabú de la muerte es mucho más fuerte que antes. Y toda esa cultura de ocultar, de tapar, de alejar, de distanciar al muerto… No es que antes no se hiciera, de hecho los rituales van dirigidos a eso, a posponer o alejar y distanciar al muerto del mundo de los vivos, pero era un proceso que tenía sus tiempos. En Bulgaria, por ejemplo, tenemos la creencia de que hasta el día 40 después de la muerte, el alma del difunto sigue habitando la casa, está por ahí alrededor, no se ha ido todavía. Y en esos primeros 40 días, a mí me pasó verdaderamente que yo no soñaba con mi padre, y eso duró exactamente 40 días, los primeros 40 días.

Me interesa mucho la fuerza del jardín como símbolo en su obra, y me pregunto si, tal y como están las cosas, tendríamos que olvidarnos de salvar el mundo y dedicarnos en cambio a cuidar el jardín, nuestro pequeño trozo de tierra, como quería Voltaire. ¿Lo suscribe?

Sí, en este mundo hemos perdido la esperanza de salvar lo humano, simplemente estamos intentando demorarlo. Verá, en Ginebra hay un enorme acelerador de partículas que se llama El Gran Colisionador de Hadrones. Pues bien, el jardín es el anticolisionador, el desacelerador. El jardín y la literatura tienen esa función de demorar un poquito el final.

¿Y cree que es importante hablar con las plantas? Mi madre, que tiene un pequeño jardín, lo considera fundamental. 

Estoy completamente de acuerdo con su madre. Si conversas con ellas, las plantas reaccionan y florecen mejor. Como botanista naif, siempre he creído que las plantas y los animales nos entienden y que reaccionan de forma mucho mejor si nos relacionamos con ellos y les hablamos. Y una planta con la que tú has hablado y a la que has tratado de esa forma más cálida, reacciona también de forma más cálida que otra planta con la que no has conversado. Y encima creo que conversar con las plantas le hace bien a la persona, no solo a las plantas. Más bien sería al revés: podemos correr el peligro de volvernos un poco locos si no hablamos con ellas.

Este es sin duda su libro más personal, por lo que supone de abordar su intimidad personal y familiar en momentos muy delicados. ¿En algún momento se ha dicho que tenía que dejar algo fuera de la literatura, preservarlo solo para usted?

Sí, sí, hay momentos así. Hay cosas en la literatura, en el propio acto de narrar, que pueden y deben mantenerse fuera. Es muy importante, mientras narras, no herir. Eso vale para los libros y también en general: tienes que proteger. Por supuesto la propia descripción de la enfermedad ya supone una entrada muy profunda en lo secreto, en lo privado. Y en el libro están todas estas descripciones médicas, las epicrisis, y eso es algo muy duro, muy áspero. Por eso quería, en paralelo, también introducir un estilo más personal y más cálido. Y cuando todo se vuelva insoportable, ya echar mano de alguna de las anécdotas divertidas de mi padre.

Es curioso lo que dice de la capacidad de las palabras para herir: los anglosajones niegan esa capacidad, pero los españoles sí sentimos que lo que se dice sí puede ser un arma filosa. ¿En el búlgaro ocurre eso, tienen las palabras esa materialidad?

Los búlgaros tenemos las dos formas, nos mantenemos en equilibrio entre una y otra, porque no nos gusta elegir. Tenemos dos frases, una cuya traducción literal sería “la palabra no hace un agujero”, es decir, no pasa nada, lo dicho se olvida y no hiere… Y tenemos también la frase contraria, “una mala herida cicatriza y sana, pero una palabra mala jamás se olvida”.

¿Qué nos perdemos en España por no conocer bien la tradición literaria búlgara?

Bueno, yo diría que mi favorito, uno de mis favoritos búlgaros, que se ha traducido en español, es Yordán Radichkov. En él se da una mezcla de cotidianidad, de ironía, una especie de surrealismo balcánico popular. O también hay quien lo define también como realismo mágico balcánico. Es una prosa llena de espíritus, pero a nivel cotidiano. Todo esto aparece a nivel cotidiano, eso es lo importante en la literatura búlgara. Y en la que a mí me gusta, siempre hay una fuerte dosis de autoironía. Todo eso es tal en Radichkov.

¿Por qué crees que es tan desconocida todavía la literatura búlgara, no solo en España, sino en toda Europa? 

En verdad es difícil. Primero, a diferencia de Rumanía, Grecia o Serbia, no hemos tenido autores de la talla de Ivo Andrić, de Ionesco o de griegos como Elitis o Cavafis. La literatura búlgara ha quedado así, con esa estantería vacía. Cuando hace ya 30 años publiqué mi primera, Novela natural, en Alemania, por ejemplo, me topé con todos los prejuicios que puede haber en un lector alemán hacia un escritor búlgaro. Ellos querían de mí una literatura que narrase lo extraños o exóticos que son los búlgaros, cómo siguen luchando y peleándose contra el dominio de los turcos, cómo se van acuchillando y ese tipo de historias. Y mi novela era una novela sobre un divorcio, un divorcio contemporáneo, en los años noventa. Les dije que incluso en Bulgaria la gente se enamora, se casa y se divorcia, incluso a veces muere hasta de muerte natural, no necesariamente siendo acuchillado o matado por alguien [risas]. Y eso es algo que repetí cuando recibí el Booker, que me parece que es muy importante que en todos los idiomas, incluso los llamados idiomas pequeños, uno tenga derecho a escribir sobre cualquier tema. Así que yo creo que la puerta hacia la literatura búlgara se va abriendo. Esa puerta que, como le decía antes, Andric, Ionesco y tal ya abrieron para sus idiomas.

Ustes inventó un concepto, Chernomoria, que podríamos traducir al español como Marnegristán, integrado por Bulgaria, Grecia y Ucrania. ¿Por qué no Rumanía? 

Yo juraría que estaban enumerados todos los países, a lo mejor en algún sitio se ha cortado por brevedad, pero yo creo que Rumanía sí está, porque enumeré los doce países que tienen el Mar Negro. Es un ensayo irónico sobre ese presupuesto de que, si existiera ese país de Chernomoria, Bulgaria por fin en ese país estaría ubicada en el occidente [risas]. Era como una falsa página de Wikipedia. Uno de mis recuerdos de niño era como corríamos mi hermano y yo tras mi padre por la orilla del Mar Negro, respirando los vapores de yodo. En esa supuesta página inventada de Wikipedia, en la parte de recursos minerales yo señalaba los vapores de yodo, que no se podían acumular ni comercializar…

Cuando piensa en Chernomoria, ¿piensa culturalmente en algo más cerca de Alemania y Rusia o más cerca del Mediterráneo? 

A día de hoy pienso en algo más cerca del Mediterráneo, es decir, algo más alejado de Rusia [risas]. Sí, es verdad que la parte del Mar Negro en Bulgaria, en el sur de Bulgaria, la parte del Mar Negro en Turquía, tienen muchos parecidos con el Mediterráneo.

¿Le preocupa Rusia, como búlgaro? 

Sí, definitivamente, pero no como búlgaro, como persona humana. Nosotros estamos a 500 kilómetros de la línea recta donde se está librando la guerra.

¿Tiene confianza en Europa? 

Europa es lo único en lo que podemos confiar en esa situación. No hay más, ni Trump, ni nadie. Solo podemos confiar en Europa. El problema está con los países europeos donde los populistas tienen mucha fuerza. Putin amenaza con armas nucleares, pero su otra arma es cómo desde dentro logra dividir las sociedades, introduciendo disputas.

Sí, eso también sucede en España.

Yo no esperaba que Europa, que tiene siglos y siglos de pilas de cultura y pensamiento amontonados, pueda ceder a una propaganda tan simple y tan burda.

Me gustaría preguntarle, por último, por dos referencias que veo en su obra: Orhan Pamuk, por su museo de la inocencia, y Yorhos Lanthimos, por su relato de la chica que tiene un ojo que mira al pasado, que me recuerda un poco al filme Canino… Bueno, es un modo de preguntarle por sus referentes.

La película no lo he visto, ¿de qué año es? [risas] ¿2005? ¡El relato es de 2001! A Pamuk lo siento más cercano. Dicho en broma, mientras él hacía su Museo de la inocencia, vino de visita a Bulgaria. Y yo había hecho un libro titulado El inventario del socialismo, donde recogía cosas que existían en aquella época, la cajetilla de tabacos, el molinillo de pimientas, el antiguo teléfono, el bote de lavavajillas, Se lo enseñé a Pamuk y dijo: “¡Qué bonito, qué interesante, lo voy a meter en mi museo!” La anécdota es real. Pero lo que me encanta de Pamuk es esa sensación de melancolía y tristeza a nivel cotidiano, lo que él llama hüzün y en búlgaro designamos con la bonita palabra tŭga. Cuando vio una fotografía en mi libro del televisor llamado Ópera, se sorprendió mucho, “¡es exactamente como el de mi infancia, esos objetos cotidianos que irradiaban tristeza!” Y eso que Bulgaría y Turquía, en aquella época, tenían dos sistemas políticos diferentes. Pero existe una cercanía que va más allá de lo político, una tristeza compartida que es la tristeza de la pobreza, de la periferia. Ambos compartimos esa sensación de estar en el margen, de que el centro del mundo está en otra parte. Para Bulgaria es más fácil, porque hace mucho que no hemos sido el centro del mundo, pero el Imperio Otomano lo fue y lo perdió.

¿Recomendaría un kit cultural de supervivencia para los tiempos que se avecinan?

No seré muy original, pero diré Borges. Siempre ha sido un frasquito salvador en ese imaginario botiquín. Hace años conocí a otro escritor argentino, Alberto Manguel, y cuando me dijo que de niño iba a leerle a Borges, le pregunté si podía tocarlo, por estar un poco más cerca del maestro. Cuando mi padre estaba ya en sus últimos días, me invitaron a Ginebra y me acerqué a la tumba de Borges. Sí, lo recomendaría a él, y también manuales de jardineria, que te salvan de envenenarte de ficción. Y poesía, mucha poesía: Dylan Thomas, Cavafis, Eliot…

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