Acostumbrado a la perspectiva en movimiento del paseante que transita por el río bordeado de casetas, resulta fascinante experimentar la Feria del Libro de Madrid desde el otro lado: el del librero que, como una cámara fija, observa el río de gente pasar. Yo pude experimentar esa perspectiva durante un par de horas, una tarde de junio, en el rol de autor firmando libros. No siendo un autor famoso, mi experiencia no estuvo distorsionada por la cola de fans que interfiere con el libre flujo del río, así que pude ser testigo de una dinámica del comportamiento humano poco estudiada y en riesgo de extinción: el encuentro espontáneo con un libro desconocido.
Si fuera un experimento formal, tendría que reconocer algunos factores que podrían limitar la generalizabilidad de los resultados. Primero, las condiciones exteriores no estuvieron bien controladas: esa tarde, los responsables de luces y attrezzo no consiguieron ponerse de acuerdo sobre si a la escena le pegaba más una iluminación cálida con sol de atardecer, un tono más tragicómico con lluvia torrencial que transformaba toldos cargados de agua en cobijos y duchas inesperadas, o directamente un tinte épico con hielos de tamaño creciente cayendo del cielo. Segundo, el proceso de selección y aleatorización de la muestra, basado en la afamada técnica de “cualquiera-que-pase-por-allí”, fue muy práctico pero poco riguroso. Tercero, tanto el libro elegido para el experimento como el paradigma de observación experimental tenían un evidente sesgo intrínseco: el experimentador, un servidor, era también el autor del libro.
El libro en cuestión tenía, y sigue teniendo, una característica muy relevante para el experimento: un título polarizante, Tarot y ciencia. El subtítulo reforzaba oportunamente el contraste de manera explícita: Un improbable paralelismo mitológico. Sin necesidad de recurrir a estadísticas más o menos sofisticadas, y admitiendo cierta simplificación que resulta útil a nivel narrativo, puedo resumir los resultados del experimento con la emergencia de dos conductas en aparente contradicción. Más específicamente, los transeúntes que enfocaban la mirada sobre la cubierta del libro el tiempo suficiente para que el título se fijara en su sistema visual manifestaban una de dos reacciones típicas: cara de sorpresa tirando a rechazo, con sutil aceleración del paso; o cara de sorpresa tirando a asombro, con movimiento de aproximación. Clásicas respuestas de huida o acercamiento.
Ante la detección experimental de un patrón de comportamiento, se abre, como delante de cualquier fenómeno natural, una ramificación de posibles caminos arquetípicos de investigación, dependiendo de las necesidades psicológicas que uno quiera (o no pueda evitar) satisfacer. El investigador de perfil observador buscaría el sosiego de la acumulación coleccionista de datos. El estudioso iría a aislarse de la complejidad del mundo supuestamente real en una biblioteca, probablemente virtual. El creativo plantearía nuevas hipótesis para luchar contra su propio aburrimiento. El organizado gestionaría su angustia ante la incertidumbre a través de un tranquilizador ejercicio de clasificación aristotélica. El vertical buscaría un becario o, al revés, recurriría al refugio de una autoridad con más experiencia para saber qué hacer. El horizontal encontraría alguien con quien colaborar para no quedarse en la soledad de la tarea. El activo ya estaría haciendo más experimentos, porque no puede estarse quieto. El evaluador sopesaría los pros y los contras de todo lo anterior para acotar racionalmente su propia irracionalidad. El indeciso dudaría, como única salida posible para lidiar con la contradicción epistemológica. Y el que siempre vuelve a empezar nos devolvería más o menos a donde estábamos antes de este párrafo: con las respuestas de huida y acercamiento evocadas por un paralelismo improbable.
No podría decir con certeza si esas reacciones antitéticas fueron causadas por la ciencia o por el tarot. No es de descartar, aunque lo considero poco probable, que la huida pudiera ser de origen pragmático-moral, por el mal uso de la ciencia para la destrucción masiva, la explotación arrasadora y otras aplicaciones no muy edificantes; o por el mal uso del tarot para leer el futuro, las predicciones que se autocumplen y otras manipulaciones descaradamente sustentadas sobre falacias de causalidad inversa. Quizá acercarse y salir corriendo sean las dos caras de una misma respuesta emocional automática al cortocircuito ontológico que produce la asociación de algo que sabemos con algo que no sabemos. Este cortocircuito me parece particularmente atractivo cuando lo que creemos saber y no saber resulta ser al revés de lo que pensaríamos en un primer momento. Concretamente, sabemos que el tarot es una baraja de cartas con representaciones arquetípicas, mientras que invito al lector con aspiraciones esencialistas a intentar definir qué es la ciencia. Si lo consigue, le felicito por llegar donde no pudieron ponerse de acuerdo los filósofos del siglo XX, los varios Kuhn, Popper, Lakatos, Feyerabend y compañía. En un nivel más simbólico que ontológico, podríamos ver la ciencia como un viaje individual y colectivo de exploración hacia un horizonte inalcanzable, a través de unos pasos que más o menos definen un método que llamamos científico: observación, estudio, hipótesis, organización, conexión, colaboración, acción, evaluación, crisis, y vuelta a empezar. El lector atento habrá notado la transformación contrarreduccionista de las partes en un todo: los caminos arquetípicos esbozados anteriormente como respuestas a necesidades psicológicas son ahora los pasos de un único viaje que, sobra decirlo, no suele ser tan lineal como la sucesión de palabras sugiere. Al transeúnte que, cediendo a la curiosidad, manifestara la reacción de acercamiento, le habría dicho que ese mismo viaje es el que hace El Loco para llegar a El Mundo en el tarot, a través de los mismos pasos arquetípicos, representados en los Arcanos Mayores. O sea, que el tarot y el supuesto método científico tienen, esencialmente, la misma estructura. Una vez llegado hasta allí, lo más probable es que el transeúnte se fuera de la caseta con el libro firmado.
No voy a desgranar aquí las anécdotas personales, científicas y mitológicas que cuento en el libro en relación con cada carta, para no hacer exceso de espóiler con los lectores cuya reacción sea de acercamiento. Para los que tienden hacia la huida, si es que no han huido ya, voy a lanzar una pequeña provocación para culminar la fuga. Declaro solemnemente, como si estuviera contando un chiste, que no tenemos ninguna evidencia científica que no esté esencialmente limitada por los dos principales sistemas de símbolos que usa la ciencia para comunicarse: la palabra y la matemática. La palabra no describe la realidad; solo describe la realidad que se puede describir con palabras. Las ecuaciones matemáticas no describen las leyes de la naturaleza; solo describen las leyes de la naturaleza que se pueden expresar matemáticamente. Indudablemente útil para construir puentes o microchips. Pero cualquiera que haya intentado dar algún pasito en el mágico mundo del conócete a ti mismo, como decía la famosa inscripción en el antiguo templo de Apolo en Delfos, sabe que en ese mundo el uso científico de la palabra y de la matemática tiene poco alcance. Por allí se desenvuelven mejor los poetas y los artistas, más acostumbrados al lenguaje paraverbal, o directamente no verbal, de los símbolos. Ese es el lenguaje del tarot, que suele causar huida o acercamiento.
Las dicotomías tienden a ser psicológicamente cómodas pero ontológicamente falsas. Mientras firmaba el libro a una pareja de transeúntes que se habían acercado (suelo pedir que saquen una carta la azar, que me sirve de inspiración asociativa para personalizar la dedicatoria) veía a una señora detrás con un comportamiento ambiguo: quería acercarse pero no terminaba de hacerlo; quería huir pero tampoco se iba. En ella, las dos respuestas se encarnaban al mismo tiempo. Cuando la pareja se fue con su libro, la mujer finalmente se acercó. Lo que me quería decir me cogió completamente por sorpresa: que ella había estado muy «enganchada» al tarot para leer el futuro, que era cristiana, que eso era pecado, que cuál era mi planteamiento al respecto. Yo hice lo que pude para decirle que mi libro no es un manual para aprender a tirar las cartas, que para mí el tarot no va de leer el futuro, que es más bien un herramienta para leer el presente. Ella me preguntó hasta cuándo me iba a quedar en la caseta, que se lo iba a pensar, y quizá volvería. Si yo hubiera estado más preparado en catecismo católico, habría sabido en ese momento que cualquier forma de adivinación se considera una falta contra el primer mandamiento: «yo soy el Señor tu Dios, no tendrás otros dioses fuera de mí». La respuesta que a posteriori me hubiera gustado darle es que ese primer mandamiento cambia completamente de significado, acercándose mucho a la inscripción del oráculo de Delfos, si el «yo» que dice ser «el Señor tu Dios» eres tú misma. No estoy seguro de si el clero tendría una reacción de acercamiento o de huida.
La mujer, al final, no volvió.