
Pocos poetas tan excepcionales como Mario Meléndez (1971), quien salió de Chile para rezar con alegría junto a la muerte en México, y vino a Italia para derrocar a los poetas lastrados por falta de imaginación con el brazo armado del surrealismo vicentehuidobriano. Su verso parece decirnos: «No temas. Conozco a Dios y es como tú o como yo; peor que nosotros, porque es humano, rastreramente humano, como la muerte”. En su primer libro, Vuelo subterráneo, el fino hilo surrealista desemboca en la imagen amplia y en la metáfora precisa. Las cascadas de anáforas y la ausencia de signos de puntuación, tan características de Altazor, reaparecerán en el primogénito de sus poemarios, porque en el principio de Mario Meléndez fue el Verbo; y el Verbo se hizo Huidobro. Y Huidobro creó la palabra. Allí, desde sus inicios, en su deseo explícito de no aparentar sino ser, están el universo invertido de Lewis Carroll; el cosmos circense; los espíritus; y la tristeza: «cierro las alas y duermo sobre la tristeza»; César Vallejo; Teillier; Gonzalo Rojas; Leopoldo María Panero; la tierra baldía de Eliot; Pablo de Rokha, «un muerto me sobra / y no soy yo»; Gladys Marín, a quien le aconseja que se abrigue porque «la muerte tiene los pies helados»; la carne cruda de Virgilio Piñera; Cesare Pavese, con quien exalta el amor y el erotismo: «Un día volveré a tus ojos / […] / que hasta los gallos prologarán la noche / cuando te vean desnuda»; Cervantes; Lorca; Miguel Hernández; Pessoa, «hecho de frutas extrañas»; Rimbaud y la alteridad, encarnada frecuentemente en la máscara de algún personaje histórico; y un largo etcétera que se abre hacia todas las fecundas lecturas del poeta. Consigue desde sus primeros libros lo que muy pocos logran alcanzar: una voz propia que, si bien aprendida en los maestros, suena distinta y única en el panorama poético de la poesía escrita en español: «yo por mi parte seguiré cantando / hasta que alguien se aburra de mi voz / o no la entienda». En la sección «Las calles de tu piel», presenta, por ejemplo, una nueva lectura del quevedesco «amor constante más allá de la muerte»:
Me acostaré contigo, amor
te lo prometo
y seguiré tendido en ti
y sobre ti
aún bajo la tierra.
La poesía de Mario Meléndez es un río que se desborda, un campo plagado de flores, una selva llena de vida entre la humedad oscura de la muerte, una pasión, un desgarrón afectivo, una imaginación mayúscula: «yo solamente enterraré a los muertos». El hombre es un ser de tierra: siente el vaho de la muerte, el frío aliento del silencio de la muerte en la nuca, que desalienta y paraliza. Leer a este poeta chileno es como sentarse junto al fuego y ver pasar al tiempo, y ver al tiempo iracundo por haber hallado un hombre en la Tierra capaz de resolver el enigma de la Esfinge, que la desnuda, que la refleja y que la exhibe en su verdad última. No está lejos esta poesía de los ritos mistéricos que gritaban contra el cielo y la tierra para elucubrar el sentido de lo humano y de lo divino. Esta poesía es un canto al hombre y a su relación con Dios y con la muerte. Sorprende, futuro lector de Apuntes para una leyenda (Poesía reunida) (RIL Editores) —pues todavía puedes encontrar hoy una poesía que no te esperabas—, te sorprenderá, decía, cada verso en el que te encuentras con un giro inesperado, con una sorpresa que precede a la sorpresa del siguiente, que es el que desubica al lector porque ilumina una realidad percibida por todos a través de los sentidos, pero, a su vez, oculta por la incapacidad del hombre de ver el milagro, casi siempre el misterio de la sombra, del silencio, de la muerte, del olvido… Es, sobre todo, una poética de la imagen, del quiebro que parte en dos las defensas lógicas del lector —posiblemente también las del propio autor en el mismo proceso de escritura—, de la palabra renacida a un nuevo universo semántico. A cada instante nos topamos con una realidad distinta a la acostumbrada, un mundo en el que el imaginario hace una pirueta mortal que deja al lector temblando en el vacío. El cambio brusco, aunque armónico, en cada verso de lo inesperado revela el reverso de los espejos de azogue del alma, con toda la herrumbre humana que la cultura de Occidente ha podido acumular sobre el sinsentido y el absurdo de los grandes misterios de la vida. El poeta se cuela por las rendijas de la imaginación y consigue acceder, derrotadas las murallas de la razón, al interior de la fortaleza del subconsciente en forma de humo, de polvo, de Dios, de muerte o de nada.
En manos del compromiso social, que impregna esta poesía de un áurea de pureza humanista, Dios no es más que un pelele que observa indiferente el macabro espectáculo de la humanidad; es este un compromiso con los más desfavorecidos y contra la superficialidad de los valores sociales. Entonces se establece un diálogo ininterrumpido entre Dios, el hombre y la muerte, como si tres crupieres jugaran a la ruleta del destino y apostasen todo al negro de la muerte o al rojo de la sangre derramada en siglos de historia. Enseña el reverso de lo que podría ser, la versión apócrifa de la realidad y no la ortodoxa cristiana. Juegan y beben apostando su vida al tablero, hasta perder el conocimiento, hasta que uno de los tres no se levante de la nada. Entonces, la realidad se distorsiona porque han puesto sobre el tapete de una timba la vida de millones de hombres y mujeres; y siempre, siempre, gane quien gane, es el hombre quien sale perdiendo, por no ser más que mera mercancía de la Fortuna. El absurdo envuelve el ambiente en la densa niebla del humo de los cigarros puros. Y la gran triunfadora es la muerte, que guarda recuerdos de otros tiempos mejores, cuando eran tres niños que jugaban en los jardines floridos del Edén. También Dios cayó rendido en los brazos de la muerte; y esta le correspondió con un beso eterno, como uno de esos besos del final de la Segunda Guerra Mundial que quedan para la eternidad. Hay una nueva lectura de Dios, de Cristo y de la muerte, una extraña relación engarzada por una paradójica lógica irracional. Así reza el poema «Oveja negra», con fuertes resonancias del «No volveré a ser joven» de Gil de Biedma:
Nunca nos despedimos de Dios
tampoco lo hicimos de la muerte
Éramos arrogantes hasta decir basta
creíamos que al final
las musas se pondrían de rodillas
Pero estábamos equivocados
nadie nos esperaba en ninguna parte
ni siquiera en el más allá.
La poética de Mario Meléndez es una larga letanía de metamorfosis, donde lo imposible se transforma en un lugar común en el que todos ya hemos estado alguna vez, como si el lector fuese un personaje más de Esperando a Perec que hubiese husmeado, con sus torpes manazas, en las llagas de Cristo, entre los huesos de la muerte o entre el frío de Dios. También son estos poemas ensoñaciones esquizoides de una lucidez asombrosa. Lo irracional, aquí, es puente hacia lo racional: es el tráfago arduo hacia la verdad. Nos cuenta la otra cara de la realidad, aquella por la que cualquier muerto hubiese vendido su alma a Dios.
En el cementerio que es Jardín de escombros el imaginario se llena de la niña muerta y sus muñecas; de gatos y gusanos; de flores parlantes; de un oso de peluche que, a lo divino, es desterrado del grupo, una especie de solitario despiadado; de un Dios ninguneado por los huesos de la fosa común; de tumbas vacías de muertos que han ido no sé adónde o llenas de fantasmas variopintos. La niña muerta es una niña malcriada, insoportable, desvergonzada Lolita que se levanta la falda cuando pasa Dios a su lado. Todos son cadáveres. Todos muestran el poder igualador de la muerte. Dios no es más decisivo que su hijo Cristo o su madre Virgen, no es más relevante que la niña muerta, ni que las muñecas tristes en camisa de fuerza, ni que el muñeco autolesivo y lleno de alfileres. ¿Qué hace ahí esa niña muerta? ¿Para qué ella y sus muñecas, para qué ese masculino oso de peluche; por qué conviven? La literatura de Mario Meléndez conecta con el imaginario romántico de terror y con la narrativa gótica. La niña muerta, las muñecas patéticas, el macabro oso de peluche, el escenario tenebroso del cementerio, los diálogos y las acciones cruentas…, pero de una naturalidad pasmosa, hablan de la soledad existencial y de la sartreana pasión inútil del destino de la humanidad. Podría hablarse del orden del desorden.
El tiempo de la muerte es un tiempo contemplado a cámara lenta, como el tiempo ficcional del juego: «Todo sucedía en cámara lenta / como la noche que Dios falleció». Aquí, en este huerto de despojos de los vivos, todos juegan con los huesos de todos. Jardín de escombros es un poemario escrito por la desolación de la niña muerta; desconsolada porque sus muñecas no volverán con ella. La tercera sección, «Patio 29», hace referencia al lugar del Cementerio General de Santiago de Chile donde fueron ocultados los cuerpos de los desaparecidos y ejecutados clandestinamente durante la dictadura de Pinochet. Por analogía, también el cielo se transforma en una escombrera. Pero ni aquí ni en esa fosa común está Dios. Porque Dios es el gran ausente. Dios ha muerto, dijo Nietzsche. Pero no se sabe dónde están sus restos, dice Meléndez. Es el del poeta un ateísmo paradójico, pues continuamente Dios se niega a sí mismo y, negándose, niega su propia existencia, como si Dios se preguntara a sí mismo si hay vida más allá de la muerte, una pregunta retórica que es respondida, en términos platónicos, con el más altivo de los silencios (Fedro) o con el contundente mazo de la negación. Dios es asesinado hasta la saciedad en «Patio 29»; es una víctima más, ahora sí, de la ley antiguo testamentaria del Talión y de la voracidad salvaje del ser humano. Como uno más entre sus iguales, sufre la ira del hombre. Los versos de Mario Meléndez logran expresar la posibilidad de un ateísmo con Dios.
Hay que repatriar los restos de Dios
sacarlos de esa fosa común
y enterrarlos en el vacío
junto a los huesos de su madre.
La muerte acaba convirtiéndose en un perro sabueso que rastrea los huesos de Dios o los de su hijo Cristo. Otras veces, en esta esquizofrenia mesurada, es Dios quien babea tras la muerte. El esperpento absurdo de la trascendencia funciona aquí con sus propias reglas oníricas. El sujeto poético parece deambular, como mero espectador que fumara sosegadamente, por el cementerio donde yacen los no-muertos. Hay un ejercicio de resurrección que corrobora la muerte de Dios y la mortalidad del ser humano. Es una poesía ósea y carnal, que recoge en un cuaderno de notas los despojos de los que se alimenta la vehemente Ericto de Lucano, aquella que devorara los mismos restos de los que se alimentan los gusanos del olvido y las moscas del ayer. A veces, es esta poesía una casa de los horrores, un descenso a la última esfera del infierno, un páramo dantesco de la tríada hombre, muerte y Dios. En su segundo libro, El circo de papel, llega a escribir desde el Purgatorio su propio epitafio:
Aquí yace Mario Meléndez
un poeta
las palabras no vinieron a despedirlo
desde ahora los gusanos hablaremos por él.
En su último libro recogido en esta poesía reunida, Partitura para aves de mal agüero, el espacio poético es el infierno del Jardín de las delicias del Bosco —con su bestiario medieval—, las nueve esferas dantescas y las aguas de Caronte. Podría decirse que el hombre de los versos de Mario Meléndez está perfectamente representado, como écfrasis, con la serenidad en suspensos de La muerte de Marat, de Jacque-Louis David. En el mundo de los muertos, hay lúgubres lugares con vistas que dan a la palabra de Dios. Habita en un paisaje de vocabulario ceniciento, donde crecen los hierbajos de la soledad por doquier y suena la música paradigmática de la maldad humana, representada, como en ningún otro caso, en los campos de concentración nazi, ese infierno en la tierra en el que suena la extraña sinfonía de los huesos crepitando en los hornos crematorios. El poeta invita a las musas a viajar al inframundo y va, con la imaginación como guía, descendiendo a las esferas profundas de ese otro infierno que es la realidad siempre material, aunque no materialista; siempre difusa, aunque no inasible.
Mi abuelo se equivocó de tren
y ahora sus cenizas juegan
en los jardines de Auschwitz.
La poesía de Mario Meléndez es de imágenes surrealistas y de contenido romántico, con una muerte que realiza una macabra danza medieval: lo monstruoso, lo cruento, lo grotesco y lo excepcional muestran el verdadero rostro del ser humano. Lo extraño se hace norma, pues expresa la auténtica esencia del ser humano. El encuentro con lo otro siempre es un encuentro con nosotros mismos. Cada cual cría su cadáver o este sale a su encuentro. Es cuestión de tiempo. Y es el tiempo el tema que abona la fértil poética de la imaginación. Somos un hombre sin Dios, que sueña con Dios; somos un ser temporal que sueña la eternidad. Somos surrealismo puro o la confrontación entre la realidad y los sueños, tan evanescentes, tan sutiles y, precisamente por esto, tan reales. Somos el intersticio entre el mundo de los vivos y el de los muertos, un vano punto de encuentro entre el ser y el no-ser. En este sentido, hay un personaje que recorre las últimas páginas del libro, el panteonero, como protagonista que marca la frontera entre la finitud y el más allá de las ideologías.
Te repito que estamos muertos
hueso por hueso
y no resucitaremos
ni aquí ni en otra vida
aunque Dios diga lo contrario
Sigue siendo un diálogo a tres bandas, con dos interlocutores fijos, que, en realidad, monodialogan cada uno para sí: «desde que hablo con Caronte / me pusieron camisa de fuerza». Dios degenerará en lo más abyecto y degenerado del ser humano, es decir, en un ser marginal, lejos de las normas burguesas de familias biempensantes. La transformación irónica de Dios en homosexual, drogadicto, enfermo terminal de Alzheimer, travesti trasnochado o en un sueño dentro de una verruga, habla de la insignificancia de un Dios que es consciente de que al final la muerte le ganará la partida:
Para qué nos engañamos
es la única
que me sobrevivirá
Dios nace de la muerte, de la necesidad de explicar la existencia temporal. Pero Dios es el rostro de lo trágico, de aquello que no debería existir, de las acciones propias de un ser acomplejado que ha alimentado su odio en la envidia, en la frustración y en las emociones reprimidas de una vida indeseable para cualquiera. La vida de Dios no es fácil: ha visto morir a su hijo, se tutea con la muerte, trastea con las muñecas de los niños muertos y pinta grafitis en sus tumbas. Tal vez la muerte sea un problema mal entendido entre Dios y la eternidad. Asistimos al desenlace de una nadificación prolongada de Dios, por la continua profanación, por la humanización de Dios hecho carne, de la misma materia de los hombres y de los sueños de los hombres. Léase el poema «La muerte lloró a los pies de Jesús», del libro La muerte tiene los días contados: «Qué pena con la pobre muerte / ahí desnuda en el Calvario / llorando a los pies de Jesús / su hijo crucificado», como paradigma de una lectura macabra del Nuevo Testamento.
En el poema 33, como los años de Cristo a su muerte, de la segunda parte de Partitura para aves de mal agüero, leemos: «La muerte / tiene / el mismo / tipo / de sangre / que / Dios». En la última sección del libro propone una reflexión metapoética, continuando con una preocupación que ya había parecido desde su primer poemario, especialmente en la sección «Cicatrices de guerra»: «El cadáver del poema se parece demasiado / a la página en blanco». El silencio está al acecho de las palabras, mientras el lenguaje las observa desde lejos. Pero las palabras son integradas en el absurdo caótico del imaginario y empiezan a ser presentadas junto a Vallejo o Artaud, designando la eternidad o varadas en la orilla del Sena, o escondidas en un poema para huir del silencio. Entre el lenguaje, la palabra y el silencio se juega el poema. Somos seres de palabras y, en algunos casos, poetas que apuestan todo al poema para que no gane la partida el silencio. Las palabras salen de la mano del poeta y se posan en la página en blanco; allí quedan para que sean otros sus dueños, para que el lector, como Cristo, les diga a esas pobres lázaras aquello de levántate del olvido y acompáñame en mi camino. Resucitado del silencio, el poeta se salva del vacío, de la nada. Dios o lenguaje; hombre o palabra; muerte o silencio. Siempre un diálogo a tres.
El lenguaje no iguala al silencio
no tiene el don de adivinar
la belleza que lo precede
Pocos poetas tan cercanos a Dios han pisado sus pies sobre la Tierra. Caricaturizar a Dios es otra forma de ver sus rasgos particulares, hiperbolizándolos, luciéndolos mostrencos. Tan magnificados serán que un ser de esas características solo puede ser producto de la imaginación, pero solo de la imaginación desbordada del poeta Mario Meléndez, el mago de la soledad.