Entre las cosas extrañas que hacemos los seres humanos se encuentra la costumbre de idealizar. Y aquí el filósofo debe bucear en los conocimientos de la psicología para hallar el siempre ansiado porqué: al parecer, porque lo necesitamos. Así, el proceso mental por el cual magnificamos lo positivo y escondemos bajo la alfombra lo negativo de alguien, o de algo, se debe a la necesidad de evitar la decepción ante la realidad, de sortear la incertidumbre y hasta de compensar la baja autoestima. Sin embargo, y como todo en esta vida, la idealización se cobra su portazgo. Este mecanismo de defensa es irónicamente arriesgado: supone una proyección que nos abre a nuevas oscuridades.
La idealización es un acto ambivalente: su falsedad se ve compensada con la verdad profunda que implica la necesidad de la proyección. Proyectamos lo que no existe porque sentimos que debería existir, que tiene que existir. Pero es siempre injusto respecto al sujeto (u objeto) idealizado, ya que significa la negación de tomarlo como debe ser tomado: en sí mismo. Esto, al menos desde Kant, es complicado de afirmar para un filósofo, pues posiblemente no conozcamos nunca las cosas en sí mismas… aunque también es cierto que a todo un Heidegger le fastidiaría que viésemos en un árbol una bonita estantería. En cualquier caso, más allá de estas disquisiciones, se puede coincidir en que la idealización es una forma de autoengaño.
Se da la circunstancia de que una constante en la historia de la filosofía, una tendencia nunca extinguida, ha sido la fascinación por reducir todo a su mínimo común denominador, a su esencia. No es de extrañar: la filosofía, desde su mismo nacimiento, escarbó el suelo del mundo prescindiendo del árbol para quedarse en la raíz y hasta la semilla, su explicación última y definitiva. Esta tarea, no exenta de ingenuidad, comenzó con la indagación presocrática del arjé, el fundamento o principio de todas las cosas. A partir de ahí, la búsqueda de la simpleza diamantina se extendió a otras áreas filosóficas, incluida la moral. Y aquí ya va asomando, efectivamente, la figura de Diógenes.
Diógenes de Sínope, apodado el Cínico, que significa “el Perro”, es una figura de la Antigüedad que sufrió un severo proceso de idealización. Autores como Roubineau han desmitificado cuidadosamente su leyenda, que permaneció pétrea prácticamente hasta nuestros días. Para la construcción fantasiosa de su figura fue una suerte que se muriesen él y los que le conocieron, como tantas veces ha ocurrido: muerto ya no hay nada malo que esconder, solo queda moldear a imagen y semejanza de la idea, acentuando todo lo que convino ensalzar.
Pero, ¿por qué se idealizó a Diógenes? Entramos aquí en aguas pantanosas, donde es temerario afirmar con rotundidad. Quizá sea momento de confesar sospechas razonables. Y para ello es preciso aclarar la encarnación legendaria que permitió su figura: la representación de la máxima austeridad. No hubo ejemplo de vida más simple que la de Diógenes, solo plagiada posteriormente por algún santo cristiano como san Francisco de Asís, cuyo cambio de vida desde la riqueza a la intencionada pobreza extrema recuerda también a Buda. Pero a Buda se le conoció por estos lares mucho después que a su cuasi coetáneo Diógenes.
¿Por qué el ser humano, en Oriente y Occidente, no ha dejado de ser deslumbrado por el ideal austero? Austeros es palabra griega que describe aspereza, sequedad. Vida áspera y seca respecto a los bienes materiales es la que manifiestan leyendas como la de un Buda, un Diógenes o un franciscano: aspereza de camino, de tinaja y hábito. No deja de ser curioso que de esa aspereza se desprenda una influencia lumínica de faro moral. A lo mejor resulta que, si nos lo proponemos, tenemos de nuevo el jardín del Edén al alcance de la mano, como tipo de vida que no precisa buscar unos bienes materiales que la naturaleza por sí misma ya provee. Pero, como decía, solamente es una sospecha.
¿Quién se dijo que fue Diógenes el Perro? Nació en Sínope, en el norte de la actual Turquía. Tierra de ninfas y argonautas, lo cierto es que Jenofonte nos la describe como una ciudad portuaria del mar Negro en su máximo esplendor e influencia. El que sería perro fue antes hijo de banquero, ligándose así a la admirada caída en desgracia material de Buda y san Francisco. Pero, además de hijo, fue cómplice: la arqueología nos muestra abundante moneda falsificada en la tierra que fue Sínope, y moneda falsificada fue la que manipuló Diógenes con su padre Hicesias. De ahí le llegó el exilio, que no fue en mal lugar: Atenas. Como de falsificar sabía bastante, el de Sínope identificó pronto la falsa moneda de las costumbres atenienses, que pretendía pasarse por la auténtica de la moralidad.
Este juego de autenticidades y falsedades solo puede comprenderse desde la capital dicotomía del pensamiento griego entre la naturaleza y lo convencional, entre la physis y el nomos. Diógenes, sobra decirlo, jugaba en el equipo de la naturaleza, renegando de la hipocresía habitante en las convenciones humanas. Pronto en Atenas comenzó a tomarse la pérdida con humor, como cuando se le fugó su esclavo Manes y concluyó que él también podía vivir sin él, haciendo gala de un desprendimiento que por otro lado recuerda al de un ex despechado. Poco tardó en buscar maestros, solo para superarlos rápidamente en ascetismo. Volveremos a ellos. Basta de momento continuar con la imagen que de él nos traslada Platón, como “Sócrates delirante” que caminaba descalzo, vivía en una tinaja que inevitablemente nos hace imaginar una caseta canina, e iba percatándose de que hasta del cuenco para comer podía prescindir.
El exhibicionismo no fue problema para Diógenes, porque el escándalo de sus masturbaciones públicas era silenciado por la finura de sus falacias: si fuera para apagar el hambre, menos reproches supondría. Por otro lado, sorprende que si prescindió de cuenco no lo hiciera de candil, el cual paseó sarcásticamente por las calles a plena luz del día buscando un hombre honesto, hombre que no encontró, y que no topó porque sin duda careció de espejo que le satisficiera la falsa intriga. Volviendo a la masturbación, esta vez idealizadora, resulta muy placentero imaginar a nuestro protagonista soltándole a Platón un gallo desplumado como ejemplo de humano, “bípedo implume” según la definición del gran filósofo, o criticando la ausencia de la idea de “mesidad” cuando veía una mesa. De sueños también se vive.
Menipo de Gadara coloca más tarde a Diógenes en Corinto, primero esclavo y después libre, donde acabaría, supuestamente, conociendo a un tal Alejandro, que andaba ampliando la finca y aún le sobraba interés por raros arbustos como el Cínico, al que aseguró poder cumplir cualquier deseo material, como si no hubiera entendido nada de lo que le contaran del personaje, o quizá interpretando una tentación demoníaca, todo para recibir la famosa respuesta desairada: “Quítate de donde estás que me tapas el sol”. Un Alejandro desarmado concluyó que, si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes. Mala suerte que efectivamente tuviera la desgracia de ser Alejandro, así de aburrida puede llegar a ser la vida.
Nótese la importancia de no dejar escritos: a un Aristóteles no lo idealizamos, ya resulta insoportablemente inteligente a través de sus obras. Pero, si uno se mueve en el riesgo de una vida dudosa, una vida de parábola vaga, genial y conflictiva, tramposa pero decisiva, mejor no dejar constancia directa. Con suerte ya llegarán los que hagan el trabajo de tu trascendencia.
Esbozado el perfil de semejante celebridad, es oportuno apuntar la forma en que fue enmarcada: como en algunas religiones, acabó en eslabón de una cadena ejemplar que completaría y daría lustre a la coherencia narrativa. Todo comienza en Sócrates, personaje capital de la cultura occidental que sintetiza tanto la raíz de nuestros logros intelectuales, como nuestro alejamiento de la vida, que tan bien vio Nietzsche. Pero, ante todo, Sócrates fue un ejemplo moral. Y se dice que su primerísimo discípulo fue Antístenes, que se entregó en cuerpo y alma al maestro y al cultivo ascético de la virtud. Considerado por la posteridad como fundador de la escuela cínica, es probable que Antístenes no llegase a conocer a Diógenes: su relación sería un invento de los estoicos para ligar a Sócrates con Zenón a través de Antístenes, Diógenes y Crates, construcción que Dudley ha calificado como “sucesión apostólica entre Sócrates y el estoicismo”.
No puede extrañar, por tanto, que Epicteto hable con gran respeto de Diógenes en sus Disertaciones, considerándolo un modelo de sabiduría y libertad interior. El propio Cicerón lo menciona como ejemplo de autosuficiencia y desprecio por los bienes materiales, y autores cristianos antiguos como Jerónimo o Lactancio se refieren a él como prototipo de austeridad, si bien un prototipo para ellos dañado por su paganismo y provocación.
Parece claro que la tradición idealizó a nuestro personaje porque su figura encarnó de forma radical y provocadora la imagen de filósofo libre, incorruptible y auténtico. Repasando las razones clave de esta operación, encontramos a Diógenes como símbolo de libertad absoluta, despreciador de todas las convenciones políticas, sociales y económicas, defensor de una libertad ubicada en la autosuficiencia y el dominio de uno mismo; como crítica viviente a la hipocresía, predicando desde la acción contra la falsedad, el lujo y la moral convencional; como ironista genial, mezcla de sabio y bufón que pone en evidencia a poderosos y “supuestos” sabios; como ejemplo de vida extrema, rabiosamente animal en coherencia feroz con su doctrina, y como, en fin, tótem de la sinceridad radical y la crítica al sistema. Aparenta, cuando menos, una nada desdeñable hoja de servicios a la moralidad universal.
Queda un gran interrogante por responder: ¿por qué ensalzamos la austeridad? Con frecuencia se da por buena una especie de virtud intrínseca a este modo de vida. La entendemos como expresión de fortaleza, libertad, coherencia y lucidez, como ética de lo esencial frente a la dispersión y el exceso. En muchas religiones es camino a lo sagrado, purificando y orientando el alma a través del ascetismo hacia lo trascendente. En filosofía, la austeridad se ha visto como requisito de la autonomía moral, del carácter verdadero y auténtico hacia el propósito vital. Y ya en el mundo moderno, esta actitud se entiende como resistencia a la lógica del mercado, al hedonismo vacío o a la vida artificial. Autores como Thoreau vieron en ella una forma ética de rebeldía.
En nuestros días, la austeridad se nos viene presentando como solución frente a la mala conciencia que provoca nuestro impacto en la naturaleza. El decrecimiento toma fuerza como corriente crítica de un modelo económico necesitado de crecimiento continuo, proponiendo reducir voluntariamente la producción y el consumo en aras de la sostenibilidad y la justicia social. Por tanto, la vida buena no dependería de la acumulación de bienes materiales, sino de las relaciones humanas, tiempo libre, salud y equilibrio con la naturaleza. Esto casa bien con el terrenal sentido de la vida esbozado brillantemente por la filósofa Susan Wolf.
No cabe duda de que reducir el consumo colectivo supondría un acto cultural y político de primera magnitud, precisando la transformación de valores, estructuras sociales y prioridades colectivas. Solo así se podría llegar a tal grado de toma de conciencia y solidaridad. Uno solo puede fantasear con el papel que podría jugar un Diógenes de carne y hueso en nuestro contexto, amplificada su figura por las redes sociales. También es cierto que no le faltan imitadores. Quizá en un futuro alguno de ellos sea convertido en mito. De momento habremos de conformarnos con dar like a la exhibición del arte de unos para viajar por el mundo sin dinero o el buen humor de otros para vivir en un tonel de apartamento. Aunque para ello debamos sortear, por enésima vez, nuestro escepticismo.
A Z., que tomada en sí misma superó, obviamente, toda idealización. Y como dice con su coletilla, que apuesta por la ligereza: «libertad pa’los presos» -de la idealización.