
En el verano de 1863, mientras Europa se revolvía entre la decadencia y la modernidad, Fiódor Dostoyevski cruzaba el Rin con más deudas que esperanzas. Había enterrado a su mujer y a su hermano, había fundado una revista que quebró como una promesa rota y había empezado a cortejar sin éxito a su mecanógrafa. En Wiesbaden y luego en Baden-Baden, jugó como quien escribe su epitafio. Perdió relojes, abrigos, préstamos, dignidad. Apostó hasta el último kopek. Pero de aquella fiebre —el color verde de la ruleta, la excitación enferma, la certeza de la derrota— extrajo uno de sus libros más precisos, más desnudos, más irritantes: El jugador.
La novela nació de una urgencia contractual. Tenía cuarenta y nueve días para entregar una obra al editor Stellovski o perdería los derechos de toda su obra anterior durante nueve años. Firmó como quien firma una condena. En lugar de renunciar o imitarse a sí mismo, Dostoyevski se impuso una jugada maestra: dictar la novela en veintiséis días, con ayuda de una joven estenógrafa, Anna Grigórievna Snítkina, que después sería su mujer. La relación entre el autor y la taquígrafa es un contraplano perfecto de la historia entre el protagonista, Alekséi Ivánovich, y Polina Aleksándrovna: una relación de deseo, servidumbre, miedo y fascinación. Donde Alekséi se arrastra, Dostoyevski se redime. Donde hay humillación, él encuentra un hogar.
El jugador no es una novela extensa, ni siquiera una novela capital en su bibliografía, pero sí es una de las más autobiográficas. No porque cuente lo que le ocurrió, sino porque revela el mecanismo con el que él mismo se enfrentaba al destino. Alekséi Ivánovich no juega solo por el dinero. Juega por una mezcla intensa de emoción, desafío y deseo de afirmarse frente al mundo. Juega porque hay en la apuesta una forma de presencia total, una entrega sin reservas. Como dice el personaje: «Si hubiera tenido que matarme por ello, lo habría hecho. Y todo por unos malditos talers. ¡Oh, Dios! ¡Qué bajo ha caído el alma humana!». Dostoyevski no lo juzga. Lo retrata con una lucidez casi quirúrgica. Y, al hacerlo, muestra una faceta del alma humana: la necesidad de riesgo, de intensidad, de juego como expresión de libertad. En el presente, donde la experiencia del juego se ha transformado, el acceso a un casino online bono bienvenida encarna esa misma llamada al azar y al vértigo, pero también al entretenimiento y al dominio del cálculo. La emoción sigue intacta, aunque haya cambiado el escenario.
En esta apuesta narrativa hay algo de la precisión clínica de Pavlov y algo del monólogo interior de Joyce. Hay, sobre todo, una voluntad de mostrar el alma sin metáfora. No hay en El jugador largos discursos filosóficos ni grandes construcciones simbólicas. Hay diálogos abruptos, repeticiones nerviosas, gestos patéticos. Hay desesperación. La ciudad de Roulettenbourg —un Baden-Baden apenas velado— es un espacio moral donde todos los personajes se miran como se mira a un espejo que devuelve una imagen deformada. La ruleta funciona como dispositivo narrativo y como símbolo absoluto. No se trata de ganar. Se trata de volver a jugar.
En el fondo, Dostoyevski inventó con El jugador un tipo de novela que la modernidad ha reescrito con nombres distintos. El jugador que no puede parar está emparentado con el broker que no puede cerrar una posición, con el youtuber que no puede apagar la pantalla, con el influencer que no puede dejar de contar su vida. La ruleta como máquina de azar se ha sofisticado, pero el mecanismo sigue siendo el mismo: una dependencia del vértigo.
En literatura, las huellas de El jugador son múltiples. Thomas Mann, que entendió como nadie la tensión entre el arte y el desmoronamiento, homenajeó al ruso en La montaña mágica y también en Doctor Faustus. En Confesiones de un jugador, de Fyodor Sologub, la herencia es directa. Stefan Zweig, en su espléndido ensayo El misterio de la creación artística, alude a cómo Dostoyevski, en su angustia contractual, convirtió la necesidad en virtud, el agobio en ritmo. Pero tal vez donde el eco de El jugador se oye más fuerte es en el cine.
Robert Altman filmó California Split como un western urbano con ruleta. Paul Schrader escribió The Card Counter con una conciencia doliente del perdedor brillante. En Uncut Gems, de los hermanos Safdie, el personaje de Adam Sandler no deja de ser un Alekséi moderno: cada decisión es una huida hacia adelante, cada apuesta es un modo de no mirar atrás. Pero nadie ha llevado la esencia de El jugador al límite como lo hizo Martin Scorsese con Casino. Allí, la mesa de juego es un altar y la cámara es el bisturí. No hay redención, sólo el giro eterno de la bola, el ruido, el destello, la caída.
El jugador es una novela breve escrita a toda prisa, pero contiene algo que el tiempo no ha podido agotar: la mirada lúcida sobre una enfermedad que no ha hecho sino perfeccionarse. La modernidad es ese instante en el que se pierde, pero se sigue jugando. Dostoyevski lo entendió mejor que nadie y lo escribió sin moralina, sin consuelo. Como el jugador que ya ha empeñado todo menos su vida, pero aún conserva el deseo de girar una vez más la ruleta. Porque puede. Porque debe. Porque no sabe hacer otra cosa.