
Ne m’oublie pas, ne m’oublie pas
Quand tu es au pays de tes rêves
Ne m′oublie pas.
(Johnny Hallyday, 1995)
Querido Rey Gudú:
¿Te rebelaste ante el olvido que seremos? Tú, que tanto batallaste para que el Hechicero te escribiera con las formas de la crónica, que admiraste a Julio César y a Vegecio —consejeros de tu manu militari inexorable—, ¿leíste a Faciolince?, ¿al colombiano Héctor Abad (Medellín, 1958), periodista y escritor (como si fuera indiscernible lo uno de lo otro en el país de la ciudad de los espejos o espejismos)? Si así hubiera sido, te gustará saber que viene publicando en estos días Ahora y en la hora (2025), el relato vivo de quien sigue estándolo tras la detonación del misil ruso frente a la terraza de Kramatorsk en la que compartía, hace dos años, un encuentro emotivo con amigos: la escritora Victoria Amélina resultó muerta; la aleatoriedad del tiempo, el espacio y la oportunidad que salva, revelada.
Vengo a preguntártelo porque tu título y el suyo —no este último, claro— comparten base léxica, olvidar, y porque escogen Ana M.ª Matute (Barcelona, 1925-2014) y Faciolince para estos, de entre su familia (léxica), participio y adjetivo, y nombre, olvidado y olvido. Tu llegada, Olvidado Rey Gudú, se produjo una década antes (1996) de que el escritor colombiano subrayara, como un oráculo viejo alojado en el título (El olvido que seremos, 2006), la condición aneja a la caducidad humana que es la desintegración en la memoria colectiva y en la historia. La gramática desanclaba allí al olvido de su manida vaguedad para anclarlo firmemente a la forma verbal (seremos) a través del relativo convertido en atributo existencial de un nosotros tácito, que es sujeto existente al fin y al cabo. Así, concernidos cuantos lean en la portada o en el lomo, de pasada o con afán el olvido que seremos, no podrán sino sentir el vértigo que la toma de conciencia de la intrascendencia propia produce; el escalofrío de saberse, cuando toque, resuelto en polvo ya, como indicaba Lope; el pavor de situarse para siempre donde habite el olvido, con sus tantos todos para nada. Olvidado tú, y condenados a serlo los demás, ¿no encontraste un resquicio?
La vida al tablero (Jorge Manrique, copla XXXIII)
Héctor Abad Faciolince escogía un título muy bello, pero también desolador, y lo hacía desde el registro maquinal de la ropa —junto a la madre— en busca de los últimos objetos humildes del padre asesinado en plena calle por pistoleros del régimen. El cacheo es galvánico y recorre desde el dedo inerte que ciñe la alianza y la viuda recobra, hasta los bolsillos. Buscar y rebuscar en ellos es tratar de contemplar la escena cotidiana de un acto final en el que el muerto todavía no lo es. Hacía cincuenta años que el último verso de Machado había emergido curiosamente así, rescatado por su hermano José. En el año 87 del siglo pasado, otro verso también era recuperado por el hijo del médico y humanista que fue Héctor Abad Gómez, para intitular un relato biográfico, pero también personal, formativo, revisor no de una, sino de varias existencias (la suya, la del padre amado, la de toda una familia desgarrada), acompasadas a la crónica de un país y una ciudad, Medellín, impávida ante la miseria desafiada por un hombre de paz. La añoranza de los días azules y el sol infantil rememorados en la playa hasta la que Machado se acercó, ya muy enfermo, días antes, dista del endecasílabo lapidario ya somos el olvido que seremos, procedente del soneto de Borges publicado discretamente en Buenos Aires un año después de fallecer el poeta.
El texto de Faciolince es la elegía dirigida al padre —con el arrobo que solo Manrique imprimiera a sus coplas— y a la infancia clausurada, a la adolescencia supervisada en retaguardia, y a la juventud primera, alumbradas por la presencia de Abad Gómez. Texto de salvación propia, es el espejo que recompone con orden la existencia del autor, entretejida a la del progenitor, la madre y los hermanos con urdimbre más prieta de la que pudiera uno intuir cuando todo estaba en orden y la vida fluía, paseando por la calle cogido de la mano paterna protectora, declarando la incondicionalidad del amor al papá en esta vida y en la otra (“La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse” [Abad Faciolince 2017:14]), iniciándose en un mundo en miniatura hasta el que se llega por los tipos metálicos de la máquina sin marca (o una Remington, o una Underwood, o la vieja Olivetti) y que impactando sobre el papel del carro en el rodillo enseñan a leer —lo más importante que te puede pasar en la vida, defendía Vargas Llosa—, y a escribir con ritmo coreográfico, iguales (Ramiro) Pinilla y Abad Faciolince en el recuerdo a la madre y al padre instructores mecanógrafos, fascinados por ese “ir hundiendo sonidos, como en un piano, para convertir las ideas en letras y en palabras, […] una de las magias más extraordinarias del mundo” (24).
La infancia guiada por el padre tiene el regusto de los espejos de aquellos príncipes medievales necesitados de mentores y castigos (ejemplos) prácticos provenientes de quienes realmente ameritaban autoridad. Abad Gómez reprueba el vandalismo contra los Manevich en una escena muy pequeña, pero paralela a otras de En el punto de mira (Arthur Miller, 1995), que se grabará a fuego en la memoria del niño rehusando desde entonces “cuanto pueda llevarme a pensar no como individuo sino como masa y a tomar decisiones no por una reflexión y evaluación personal, sino por esa debilidad que proviene de las ganas de pertenecer a una manada o a una banda” (31). El padre de generosidad tan incalculable como su conciencia social, militante pleno en las campañas de vacunación e higiene, crítico con la Iglesia latinoamericana que alimenta la superstición agitando el tercero de los (instrumentalizados) misterios de Fátima, el padre de convicciones humanistas y admiración profunda a Cristo, repudiado públicamente por el arzobispo de Medellín, rebelde ante las depuraciones en las cátedras de la Universidad de Antioquía, cada vez más incómodo por reaccionario, sospechoso de insurgencia y, finalmente, vigilado estrechamente, acompaña infatigable al hijo en el descenso al infierno del hambre, la insalubridad y la ignorancia de la ciudad monstruosa. Habrá registro de un tiempo para reír y un tiempo para sembrar (“Años felices”), pero también de un tiempo para iniciarse definitivamente en la muerte al estilo Andrés Hurtado en El árbol de la ciencia (Pío Baroja, 1911), primero en su faceta fisiológica, más tarde en el desgarro que provoca la muerte de la hermana: el autor empezaba a comprender que la vida iba en serio.
Conforme Faciolince enfila el final de su relato, la laudatio al padre conmueve. La integridad que exige rectitud y la misericordia de quijote valiente que posee el médico constituyen las líneas de fuerza de un carácter no plegado a más restricciones que la de una jubilación forzosa que no se prolongaría. La vocación docente de Abad Gómez lo lleva a la escritura, a la reflexión acerca del ejercicio profesoral, instalado en el amor y la pedagogía unamunianos (y socráticos) de ochenta años antes: “El mero conocimiento no es sabiduría. La sabiduría sola tampoco basta. Son necesarios el conocimiento, la sabiduría y la bondad para enseñar a otros hombres” (236). Mientras, arrecian los señalamientos, las desapariciones, las torturas y los crímenes perpetrados por los paramilitares entre compañeros, egresados y alumnos. Abad Gómez redobla sus artículos en agosto del 87. El 25 lo acribillarían a balazos dos motoristas.
Antes de comenzar, el poema está en mi anticipación; apenas lo acabé, en mi memoria; pero mientras lo digo, está distendiéndose en la memoria […]. Pienso que la nostalgia fue ese modelo. (Borges 1997: 39)
Olvidar, olvido y olvidado. Del verbo destaca el comienzo de cada una de sus acepciones: dejar de retener, tener, hacer. Cesar de pasar dos veces por el corazón, que es el punto de partida de su antónimo, recordar. Recuerde el alma dormida significaba en el siglo XV el regreso o despertar del alma a la consciencia, de la misma manera que el soñar con el padre, lejos de rememorar el crimen al modo del rey Hamlet, reanuda la pulsión tenaz del abrazo que alienta la alegría del reencuentro (“No hemos soñado el uno con el otro para pedir venganza, sino para abrazarnos” [295]). También Juan Boscán confesaba que “Durmiendo, en fin, [era] bienaventurado” (soneto LXI). Porque pese a la vanitas, y al ubi sunt?, y al resto de los tópicos enredados en la muerte y por la muerte, todavía se levanta la última carta que detiene la partida y se impone al olvido, subsidiario de aquella: la escritura. A las palabras escritas las convoca la memoria, leerlas es casi un acto demiúrgico: devuelven al presente cuanto invocan. Si los manuscritos sánscritos de Melquíades condenan y salvan a los Buendía porque tú también lees al compás de Aureliano Babilonia; si leer la crecida del Lago condena al olvido y redime a un tiempo al Rey Gudú, cuánto más la lectura de El olvido que seremos volverá a dejar harto consuelo a quienes amaron a Héctor Abad Gómez y a reivindicarlo como maestro de esforzados y valientes a quienes lo hayan conocido a través de las palabras de su hijo.
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Héctor Abad Faciolince (2017). El olvido que seremos. Madrid, Alfaguara.
Jorge Luis Borges (1997). Historia de la eternidad. Madrid, Alianza.
Jorge Manrique. Coplas a la muerte de su padre. Edición digital a cargo de la Real Academia Española.