En una sociedad de verdades incontestables, donde la duda tiene mala prensa, donde la rotundidad de mil verdades que solo lo son durante pocos segundos impera en medios, redes y conversaciones, en una sociedad así, un libro donde la duda es dios es un milagro, un bálsamo, un resquicio de sanación a la urgencia de las respuestas a gritos e infinitas.
En El Loco de Dios en el Fin del Mundo Javier Cercas se dedica a preguntar y a dudar. Apenas hace otra cosa en las cerca de 500 páginas de su libro.
Cercas narra aquí un viaje de ida y vuelta a Mongolia desde el Vaticano, que se convierte en su catedral de la duda, en su centro de operaciones interrogatorias. Acompaña el escritor al séquito del Papa y al propio pontífice, en este viaje, si no al fin del mundo del cristianismo, si a su frontera. Y desde el extranjero que es el ateísmo para el catolicismo, pregunta una y otra vez a diferente personajes (personas reales que bajo la pluma de Cercas se convierten en personajes literarios) del entorno del vicario de Cristo en la tierra y a varios misioneros y misioneras de esa frontera del fin del mundo en que se convierte Mongolia (el verdadero fin del mundo en el libro es China, a la que no ha podido viajar el Papa pero que al parecer le obsesionaba). Cercas nos cuenta que hace ese viaje, que escribe el libro para tener la respuesta del Papa a una única pregunta ¿existe realmente la vida eterna? ¿Se reencontrará su madre con su marido fallecido una vez muera ella? El camino a la respuesta es intrincado y construido a base de más preguntas.
Es lógico que a alguien que se constituye, a sí mismo y a su obra, desde la duda, le llame la atención una y otra vez a lo largo del libro, la solidez de las respuestas de cardenales, monjas, misioneros, laicos y del propio Papa. Cercas se deja sorprender por las respuestas a sus preguntas. Muchas de estas cuestiones se las repite a varios prohombres (y una sola promujer) del entorno del Papa y aunque cada uno da su respuestas propia, todas tienen algo en común, esa solidez rocosa que tanto sorprende. a veces llegando incluso a la admiración, al escritor ateo.
Cercas no quiere ser objetivo y no quiere convencer a nadie. Quiere entender al Papa y quiere entenderlo desde esa pregunta sobre la inmortalidad, una pregunta que es el llanto de un hijo por una madre que se le escapa de entre los dedos por culpa del alzhéimer. Su madre encuentra paz y consuelo en saber que en el más allá se podrá encontrar con su amado marido. Cercas lo busca en la respuesta del Papa a esa pregunta, más exactamente en llevarle esa respuesta directamente del Papa a su madre, quizás logrando así un pequeño atisbo de recuerdo, de reconocimiento entre madre e hijo que el alzhéimer convierte en poco menos que un milagro.
Como todos los libros de Cercas, éste encierra dentro de sí muchos libros. Una reconstrucción de Bergoglio y de Francisco y del entorno que le rodea en el Vaticano, a veces se convierte en una pequeña guía de viaje por Mongolia, encierra una humilde historia de amor (inmortal si se es creyente), la de su madre y su padre, cuenta el esfuerzo de un hijo por conseguir el santo grial en la respuesta de un Papa que le otorgue a su madre un pequeño haz de memoria y que permita el último encuentro consciente de ambos y narra la extraordinaria aventura de un ateo en la corte del monarca absoluto del Vaticano.
No encontrará el lector respuestas milagrosas, ni verdades reveladas, solo preguntas y más preguntas con respuestas que nunca dejan satisfecho salvo seguramente a los que responden. No busca Cercas dar respuestas. Busca conocer a través de la duda, sobre todo entender una realidad, la de la fe, que le es ajena en el sentimiento que no en la educación. Y el lector acabará el libro y los habrá que se acaben encontrando más cerca de Dios y los habrá que se reafirmarán en su ateísmo, eso seguramente le dé igual al autor que deja una idea flotando en las últimas páginas, una de las pocas afirmaciones que contiene, quizás, seguramente, una verdad: que ser creyente o ateo no te hace per se una buena persona, una persona digna, que son las ideas y las acciones, más allá de las creencias o de las ausencias de ellas, las que nos levantan como seres humanos decentes.