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El Museo de Arte Contemporáneo de Céret cumple 75 años

Imagen promocional del Museo de Céret

Cuentan que Picasso se enamoró de este pueblito pirenaico, al otro lado de la frontera, por su luz, por su cercanía al mar, porque estaba a medio camino entre la locura parisina y sus querencias catalanas y, sobre todo, por la tranquilidad que proporcionaba un entorno apto para la creación y para la tertulia en cualquier café, librería o tienda de comestibles.

Nada parece haber cambiado desde entonces: la luz límpida, el Canigó a lo lejos con sus cumbres nevadas y el paisaje tan sugerente siguen ahí, en la naturaleza y en los lienzos que aquella cuadrilla de artistas interpretó cada uno a su manera. Picasso atrajo a sus amigos que acudieron a pasar temporadas o a instalarse definitivamente y que, con el tiempo, agradecieron la acogida de los ceretenses donando las obras que hoy conforman la colección del Museo de Arte Moderno, constituido en los años 50 del pasado siglo.

Sorprende que, en un pueblo tan pequeño, apenas crecido, se encuentre uno de los mejores museos de arte contemporáneo de Francia y que este sea tan dinámico exponiendo sus fondos y organizando magníficas muestras temporales de acreditados artistas actuales.

El edifico que alberga el museo, situado en el boulevar Maréchal Joffre, es obra del arquitecto catalán Jaume Freixa, alumno de Josep María Sert, y se corona con una terraza que ha sido habilitada para el disfrute del paisaje y del entorno, tanto del natural como del creado por la mano del hombre: el puente sobre el río Tec, los antiguos graneros que fueron convertidos en estudio y los campos de cerezos que dan nombre a la localidad, todos ellos, referentes en la pintura de paisaje tan popular en la zona.

Jean-Roch Dumont Saint Priest es el joven, pero sobradamente preparado, director-conservador del museo, comisario de la muestra junto a la jefa de la colección Aude Marchand, y asímismo responsable de la celebración del 75º aniversario de su fundación; Dumont señala que en el propio título 75 años de amistad, los artistas y el museo está implícita la historia de las relaciones a través de las más de sesenta obras expuestas que permiten, junto a los documentos que las acompañan, «comprender mejor la dimensión humana de la colección ceretana».

Se ha elegido como lema la amistad que unió a los grandes artistas y se ha querido poner de relieve el sentimiento de camaradería que les mantuvo unidos a pesar de las grandes diferencias de paleta, de dibujo y hasta de concepción de sus obras. Los fuertes vínculos que establecieron, corazón de la identidad de este espacio, se han tomado como referente en un mundo cada vez más violento e individualista en el que la fraternidad se muestra como una de las aventuras más interesantes del espíritu y como respuesta, en gran medida revolucionaria, a la deriva del entorno geopolítico actual. La amistad es el lugar de encuentro de la alteridad, en palabras de Dumont, de una creación libre y diversa, aquella que mostraron los grandes como el mencionado Picasso, Matisse y Chagall junto a otros artistas menos conocidos del gran público.

La muestra incide en tres grandes momentos que marcan su recorrido: las amistades fundadoras, las duraderas en las que se ha querido profundizar y las creativas que surgieron a partir de entonces, no necesariamente vinculadas a las primeras. Se han tenido en cuenta, además, los dos grandes períodos  que han marcado la vida del museo: por un lado, desde su fundación hasta los años 80 del siglo pasado, tiempos en los que la dirección corría a cargo de artistas de renombrado prestigio y, desde entonces hasta la actualidad, con un cambio de criterio en la elección de sus directores para los que se ha optado por técnicos, historiadores del arte y gestores que, aun participando de la sensibilidad que requiere este tipo de institución, enfocan su mirada hacia un mundo más amplio del que suele rodear al artista, como mandan los tiempos.

En el siglo XXI los museos ya no son meros contenedores de obras sino espacios generativos de creación en los que el visitante participa de manera activa del ambiente organizado -a veces sorpresivo- en el interior de su estructura arquitectónica. Las paredes se mueven, los techos se abren y se juega con las luces, naturales o artificiales, dotadas de un papel determinante en la creación del contexto. Lejos de museos como el de Céret quedan los clásicos con sus obras alineadas en paredes iluminadas por focos de continuidad; el Museo de Arte Moderno de Céret nació de un grupo de revolucionarios de la estética y por ello debía ser consecuente, en su propia esencia, con la idea de modernidad que los animaba a crear algo diferente.

El museo fue fundado en 1950, renovado en 1993 y posteriormente ampliado en el 2022, para albergar la importante colección que, a partir de donaciones, se fue reuniendo en esta pequeña población que en la actualidad cuenta con unos 8.000 habitantes.

Céret era una localidad de veraneo a la que llegaron entre 1910 y 1911 algunos artistas como el músico Dèodat de Severac, Manuel Martínez Hugué (conocido simplemente como Manolo) y Frank Haviland. Picasso, amigo de Hugué, pasó varios veranos en este lugar del que se prendó y con el que inició una relación que duraría muchos años. El paisaje, la tranquilidad y su plaza de toros inspiraron una buena cantidad de obras, especialmente pinturas y cerámicas, de las que dejó testimonio en forma de agradecimiento: un total de 57 piezas -que se exhiben de manera rotatoria- forman parte de los fondos del museo.

Algunos de los artistas que formaban parte del círculo íntimo del malagueño (cubistas, surrealistas, etc.) se instalaron en esta localidad o pasaron pequeñas temporadas en ella atraídos por el paisaje y por la calma que proporcionaba el entorno, ese fue el caso de Henry Matisse, Auguste Herbin —una de cuyas obras se ha elegido como cartel anunciador del aniversario—, Juan Gris, Chaim Soutine, Marc Chagall, Joan Miró o Braque.

El archivero de la ciudad, Michael Aribaud, gran aficionado al arte, tenía muy buena relación con esta pléyade -a la que era fácil encontrar en las terrazas del bulevar central, en animada conversación- y fue reuniendo una pequeña colección de sus obras que, junto a las donaciones de Pierre Brune y Frank Haviland serían el germen a partir del cual se fundó el museo. Entre 1950 y 1957 Picasso y Matisse donaron algunas de sus creaciones que hoy se pueden contemplar, entre las que destacan la serie de 28 cuencos de cerámica de temática taurina del primero y algunos de los dibujos de Matisse realizados en sus últimos años de vida.

Céret se convirtió en un centro cultural que atraía no sólo artistas venidos de lugares lejanos sino también a otros tantos locales que, con sus propias aportaciones, hicieron crecer la colección, entre ellos destacan las figuras de Etienne Terrus, Aristide Maillol, Louis Bausil y Camille Descossy que establecieron un vínculo sentimental con los consagrados y con el entorno. La propia colección, tan bien alimentada, se divide en dos grupos fundamentales: los modernos y los contemporáneos, entendiendo que los primeros forman parte de las llamadas vanguardias históricas y los segundos pertenecen a épocas posteriores como es el caso de Antoni Tàpies, Fernand Léger, Jaume Plensa, Miquel Barceló, Vicent Bioulès, Claude Viallat y otros tan conocidos hoy del público y de la crítica.

El 75º aniversario de la creación del museo se celebrará a lo largo del año, especialmente desde el 12 de abril al 16 de noviembre de este 2025. Para la exposición, montada a propósito en una de las amplias salas con las que cuenta el edificio, se han elegido algunas obras muy representativas de la disparidad creativa de sus fondos y es precisamente esa disparidad de estilos la que establece hasta qué punto la amistad y la fraternidad son capaces de configurar un diálogo feliz que, manteniendo el carácter individual, es capaz de compartir algunos rasgos comunes que facilitan el entendimiento. En el conjunto se aprecian los cruces sin envidias, las artes personalísimas que participaron de una misma luz y de un mismo ambiente que cada subjetividad interpretó dirigiendo el pincel, componiendo el colorido y dictando un motivo inspirando en el entorno y traducido por su particular sensibilidad.

La convivencia de las geometrías abstractas de Herbin con la figuración onírica de Chagall no hace sino individualizar cada una de las obras que se muestran. La variedad de propuestas engarzadas en un diálogo, en teoría difícil de trabar, da idea de hasta qué punto y, a pesar de la estrecha convivencia de la que tenemos noticia, cada uno se sintió más libre en contacto con esta naturaleza tan calma que en las callejuelas y cafés parisinos o en aquellos entornos agobiantes de egos constituidos en grupo, en los diferentes ismos. De Chagall se presentan tres obras: La chèvre à l’ombrelle de 1942 y dos litografías bajo el nombre de Composition de 1971.

Hay piezas extremadamente bellas, como el dibujo a lápiz, trazado con muy pocas líneas, con el que Matisse recordaba, poco antes de morir, a su hija Marguerite —Margot— o quizá a su primera musa, la siberiana Lydia; una sorpresa deliciosa que da muestra del dominio del dibujo en un fiero fauve, valga la redundancia, y que lo emparenta con el trazo continuo, abstracto, simplificado, realizado una y mil veces por  Picasso, desde que era Pablito en su Málaga natal y ayudaba a su padre pintando las palomas de la Plaza de la Merced.

También hay piezas escultóricas, como el Patot de Claude Massé, artista nacido en Céret, que utiliza materiales naturales extraídos del entorno, y óleos casi matéricos como La rascasse de Moïse Kisling, un pintor polaco que anduvo por estos parajes al calor de la fama de sus peculiares habitantes.

Se han escogido algunas pinturas que tienen el común denominador del paisaje que rodea la población y que, sin embargo, muestran entre sí pocos rasgos semejantes, fruto, a buen seguro, de las distintas miradas con que sus autores lo llevaron al lienzo: cabe reconocer, en una cierta abstracción geométrica, las montañas que enmarcan un trazado urbano en la obra Paitsatge de Céret, firmada por Auguste Herbin en 1913, el Paisatge a Céret, l’esglesia, pintado por Raoul Dufy en 1940 que, al contrario que el anterior, antepone la naturaleza viva al núcleo urbano centrado en la torre de la iglesia de Saint Pierre y el Paisatge de Céret, pintado en 1919 por Chaim Soutine en un estilo figurativo que evoluciona hacia un expresionismo desconcertante, en palabras del director del museo. A estas obras habría que añadir la acuarela firmada por Albert Marquet en 1940 que, en modo fauvista, presenta un paisaje en el que emerge la figura del antiguo castillo.

Se tiene por cierto que el Cubismo nació en Céret de la mano de Picasso y Georges Braque en el verano de 1911. En 1912 Picasso regresaría en el mes de agosto llevando en su mente algunas novedades que empezó a introducir en sus obras: papeles pintados y los primeros collages, así como imitaciones de piedras y mármoles que darían al cubismo un aire más innovador al distanciarse también de las cuasi monocromías de las primeras etapas. Picasso, estudiante irresoluto de los clásicos, donó al museo la litografía Vénus et l’Amour (1949) y el grabado Nature morte aux poreaux (1950) realizados tras visitar una exposición de Lucas Cranach.

Miró, con Personnage Oiseau (1979) y Tàpies, con Socie et Jambre de 1982 también acuden a la cita del 75 aniversario en la que encontramos obras del canadiense Jean-Paul Riopelle y del francés Vincent Bioulés, paisajista nacido en Montpellier que tuvo contacto directo con los pintores de Céret, como ya he señalado.

En el apartado de Arte Contemporáneo se presentan dos instalaciones muy curiosas: el francés Toni Grant ha elaborado 17 elementos en forma de cilindro —Du simple au doublé— de diferente tamaño aunque de similar textura -realizados en poliéster y fibra de vidrio- que contienen, cada uno de ellos, una forma específica y ciertamente desazonadora de animal en estado fetal, como si de diecisiete nidos se tratase, mientras que el estadounidense afincado en Tarragona Tom Carr ha realizado una instalación a base de espejos denominada Paysage intérieur que permite al espectador sumergirse y reflexionar sobre el paisaje de Céret, a propósito del interés que este despertó en los autores que se exhiben en la exposición; suya es también la composición que nos recibe en el doble hueco de la entrada al museo que, en homenaje a su admirado Calder, muestra unas maderas en equilibrio imposible, sostenidas por pequeñas cuerdas que permiten el movimiento en diferentes direcciones, metáfora del movimiento continuo y coordinado que rige nuestras vidas de manera permanente. La obra de Carr invita como ninguna a la reflexión tanto como a la abstracción de una realidad en la que participamos todos pero que interpretamos según nuestras propias coordenadas emocionales.

Otras obras de autores no menos importantes como Josep Riera i Aragó, Jaume Plensa y Miquel Barceló, completan un conjunto que merece la pena visitar con tranquilidad.

Al margen de la exposición se han previsto una serie de actividades que incluyen talleres de artes plásticas para niños y mayores, visitas guiadas, performances, teatralización de las obras, conferencias, etc. que tienen la intencionalidad manifiesta de desarrollar la sensibilidad de sus participantes a través de la colección y del pensamiento de los artistas que la conforman.

 

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