Horas críticas

Los accidentes o tantas oportunidades perdidas de cerrar la boca a tiempo

Los nombres de Feliza de Juan Gabriel Vásquez

Detalle de la cubierta de Los nombres de Feliza

En Los nombres de Feliza, Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) relata la vida de la también bogoteña Feliza Bursztyn (1933), escultora famosa y controvertida en su país, que murió  el 8 de enero de 1982 en un restaurante de París cuando con su marido Pablo Leyva se disponía a celebrar el reencuentro con los viejos amigos que eran Gabriel García Máquez y esposa Mercedes, además de otra pareja. Feliza B. no se recuperó del infarto fulminante, acelerado a sus apenas 48 años por varias dolencias ligadas a su actividad y por las secuelas de varios accidentes. Quizá el interés de su biografía habría quedado acotada al ámbito de los conocedores del arte y las vanguardias del siglo XX si García Márquez no la hubiese inmortalizado para sus millones de lectores en una columna de opinión publicada apenas doce días después de su muerte, recogida con otras publicadas entre 1980 y 1984 en Notas de prensa, libro que JG Vásquez leía en 1996. García Márquez escribió que «había muerto de tristeza» tras meses de exilio. También el autor de Crónica de una muerte anunciada (1981) y Noticia de un secuestro (1996), cuyo eco se percibe en el último libro de JG Vásquez, se había visto obligado a abandonar Colombia «para evitar que lo arrestaran». Él lo hizo en 1979.

Con Los nombres de Feliza Vásquez añade una nueva pieza significativa al mosaico de la historia de Colombia representada en profesiones y ambientes de la burguesía; aquí son los ambientes artísticos a partir de la década de los 50, cuando las corrientes modernas que irradiaban desde los dos principales focos que eran Nueva York y París pugnaban por abrirse paso en contextos cerrados y fundamentalmente conservadores. El Derecho y la universidad, la caricatura política, la ingeniería, la literatura, el cine, y por supuesto el periodismo, han sido las profesiones que ha usado en sus novelas anteriores como hilo conductor para exponer la imbricación entre vida privada y gran política que ha determinado el devenir de Colombia a lo largo del siglo XX y hasta hoy. Esa pintura panorámica incluye tratar tanto de los gobiernos autoritarios como del aplastamiento de los movimientos proletarios, del imperio narco de Pablo Escobar y del surgimiento de la insurgencia armada ultraizquierdista de las FARC y otras guerrillas en América.

Feliza Bursztyn era miembro de una familia judía burguesa, propietaria de una fábrica de «paños finos para forrar muebles», que pudo escapar del nazismo al instalarse en Colombia. En 1948 vieron con espanto que en Bogotá se reproducían los ataques, incendios, asesinatos y saqueos que recordaban a Berlín, tras el asesinato del candidato a la presidencia Jorge Eliécer Gaitán —tema central en La forma de las ruinas, por lo que decidieron enviar a su hija menor a Nueva York, donde tenían vínculos de negocios y familiares. La mayor, Hela, ha tenido por su pronta vocación científica un derrotero más sosegado con una carrera de alto nivel en las universidades de Columbia y Stanford (Palo Alto, California). Vásquez se ha documentado exhaustivamente como es su marca y ofrece un relato especialmente interesante sobre la escena artística en Nueva York, París y Bogotá en el periodo que va de los años 50 a entrados los 70.  En Nueva York Feliza cursó estudios de bachiller antes de entrar en la Liga de Estudiantes de Arte, allí conoció a su futuro marido, un piloto norteamericano, y padre de las tres niñas «rubias» que quedarían con él tras el divorcio que escandalizó a la burguesía judía de Bogotá, aunque no pareció escandalizarse tanto por el trato violento con que la conminó a llevar vida de señora de su casa y conservar como hobby lo que para ella era destino.

La historia de Feliza es en muchos aspectos el de tantas mujeres burguesas de la época, casadas demasiado jóvenes —ella a los 18 años y divorciada a los 23, siempre entre las protestas de sus padres— y hastiadas enseguida del encierro en jaulas de oro más o menos espaciosas, también en sentido metafórico. Hubo mujeres que se resignaron, otras que limitaron su rebeldía a tener amantes y otras, menos seguramente, comprendieron que el divorcio conllevaba inventar sin pautas maneras de vivir batallando por la relevancia profesional o artística. Burzstyn tuvo en su vocación y curiosidad un potente motor de vida, se interesó por los ambientes intelectuales y vanguardistas de la capital y, por supuesto, sacó provecho de su condición burguesa y judía; veinteañera aún, trabó amistad con personas que la instruyeron y estimularon, como la crítica de arte Marta Traba, o el librero también judío que brindó su espacio para una primera exposición. Ya divorciada, viajó a París, donde estudió escultura con Ossip Zadkine, y cuando regresó a Bogotá la dificultad y el elevado precio de los materiales con que solía trabajar la llevaron a decantarse por la chatarra y materiales de desecho. Conoció a su segunda pareja, Jorge Gaitán Durán, poeta, activista, editor de la revista Mito, la más importante del momento, al que perdería trágicamente. De la abundante información sobresale la que brinda Pablo Leyva, el último marido de la escultora, responsable de conservar y difundir su legado desde hace ya 50 años, especialmente en la casa museo que fuera domicilio de la pareja y escenario de la vigilancia y el allanamiento policial que determinaron su exilio, situada en el bien llamado barrio del Recuerdo.

El relato de unos y otros enfatiza el efecto que la obra y la personalidad de Feliza causaron tanto en su entorno conservador como en los ambientes artísticos colombianos y cómo, por aquello de tomar desprevenido al adversario, supo aprovechar los calificativos de «loca» que le llovían a diestro a siniestro para, además de forjar lo que hoy llamamos una imagen de marca a través de sus atuendos modernos y declaraciones desenvueltas, introducir un mensaje consistente acerca de las mujeres de su tiempo y de su propio lugar en la escena artística, con títulos como Las histéricas. De las artistas se esperaban obras bellas si no delicadas, algo radicalmente alejado de lo que salía de su taller, de un feísmo casi militante, y de lo que podía ofrecer una mujer a la que su marido aplastó la mano en una de las discusiones que dieron pie al divorcio. Que cuando adquirió fama la escultora se negara a elaborar un discurso descifrando su obra para el entrevistador de turno en un momento de creciente sofisticación de la filosofía y la crítica de arte puede entenderse como un indicio de que creía en la búsqueda de un lenguaje si no paralelo sí separado de la teoría del arte, no carente de coherencia ni de profundidad. Acertó a descifrarla desde el principio la argentina Marta Traba, quien con su discurso sin miedo a derribar reputaciones establecidas dio cierto empaque a la introducción en sociedad artística de la entonces joven escultora. Con su afilada elocuencia Traba perdió innumerables oportunidades de cerrar la boca a tiempo en asuntos de política hasta que las autoridades cada vez más reaccionarias la invitaron a abandonar el país. A menudo da la impresión de que todos, incluidos Leyva, Vásquez y García Márquez, pensaron eso mismo de Feliza, atribuyendo a cierto atolondramiento anarcoide su falta de prudencia cuando aceptó devolver, en nombre de sus anfitriones cubanos de la Casa de las Américas, documentación sobre exposiciones previas a sus respectivos autores; esto sucedió cuando regresó a Bogotá, tras una gozosa exposición en La Habana en julio de 1981, al lado de Edgar Negret (1920-2012), explayándose en las virtudes y penurias de los artistas cubanos en pleno embargo. Las autoridades no necesitaban más pretexto para considerarla correo entre el grupo M-19 y el castrismo y, en un contexto de espectaculares golpes de efecto de una guerrilla que parecía a punto de emular a los barbudos cubanos y de golpes de estado auspiciados por Estados Unidos en lo que el imperio definió como su «patrio trasero», la sometieron a un asedio que derivaría en su huida al exilio, en el que no tardó en acompañarla el leal y pragmático Leyva.

El autor de Historia verdadera de Costaguana relata con su conocida solvencia y dominio de los tiempos la azarosa biografía de esta artista singular, marcada por sucesivos duelos, accidentes y dolencias, incluida la muerte en accidentes de avión o de coche de personas muy próximas, pero esta vez he tenido la impresión de que Los nombres de Feliza encierra subtramas que piden más desarrollo, en concreto un protagonismo mayor de Leyva. He echado de menos, sobre todo, que arriesgara un análisis del aparato simbólico de Bursztyn, para equilibrar la exhaustiva narración de lo que cabe llamar su “aparato sentimental”, pues cuesta contentarse con la única explicación del precio de los materiales con que solía trabajar en París en su opción de trabajar con chatarra y otros desechos.

Mientras leía me he acordado de dos películas francesas hoy clásicas estrenadas precisamente cuando la obra de la colombiana ganaba resonancia: El desprecio, de Jean-Luc Godard, y Las cosas de la vida, de Claude Sautet, de 1963 y 1970, respectivamente. En ambas un accidente de coche mortal decide la suerte de uno de los protagonistas, en una trama de crisis de pareja moderna. La de Sautet, protagonizada por Michel Piccoli y Romy Schneider, fue un bombazo inesperado incluso para su director y en el boca-oído que marcó su éxito era conocida como «la del accidente». En efecto, el protagonista, un arquitecto dividido entre dos amores —Lea Massari es la tercera en discordia—, se estrella en una carretera provincial de manera que ya no tomará ninguna decisión sobre su futuro sentimental. En la de Godard la colisión entre el descapotable en el que viaja Brigitte Bardot y un camión deja a Piccoli sin posibilidad de refutar definitivamente las acusaciones de ella, que justifican el título de la película. Lo que parecían coincidencias llamó mi curiosidad y así averigüé que los fines de semana Francia, y tantos países avanzados, sufrían una auténtica escabechina en las carreteras y hubo que cambiar el código. En México, el fotógrafo Enrique Metinides (1934-2022) se hizo famoso por sus imágenes de aparatosos accidentes de tráfico, tomadas entre 1949 y 1979, algunas de las cuales hoy se considerarían puro gore. Feliza vivió su juventud y madurez en esos años, de modo que disponer de restos de coches accidentados a mansalva y ser víctima de uno ella misma en el que estuvo a punto de morir debería interpretarse como parte de la violencia más o menos trivializada típica de la emergente sociedad de consumo.

También me ha sorprendido que no problematice su pertenencia judía después de la consabida alusión al periodo nazi. Cuando Feliza B. viaja a Israel le preocupa el destino de sus familiares allá, pues “el país está en guerra”, sin añadir más datos de un conflicto tan largo.  También extraña que solvente en una sola línea los rumores de una relación de Gaitán, el segundo amor de la Bursztyn, con Alejandra Pizarnik —romance que Cristina Piña y Patricia Venti presentan como dato fundamental y novedoso de una biografía actualizada de la poeta argentina en Biografía de un mito, (Lumen, 2021)—; de ser verdad, añade complejidad al duelo por Gaitán. Quizá habría convenido que el cronista discreto que ha decidido ser aquí —más cercano al de El ruido de las cosas al caer que al de La verdadera historia de Costaguana— tomara distancias de ese «murió de tristeza» acuñado por García Márquez y que disparó su prolongado interés por la escultora. Cierta melancolía marca de principio a fin el tono de la narración, incluso cuando cabría esperar una vibración más vital y reservar para el principio y el final, donde relata los días previos y posteriores al infarto, los tonos más conmovidos.

Un comentario

  1. Pingback: Los nombres de Feliza, de Juan Gabriel Vásquez, en Revista Mercurio | Plein Soleil…

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*