Crónicas desorbitadas

Clásicos atemporales: So Long, Marianne

Imagen promocional del documental Marianne y Leonard: palabras de amor (2019)
Now so long, Marianne
It’s time that we began
To laugh and cry
And cry and laugh about it all again

Al final de esta historia, ella le escribió una carta y él le respondió. No hay más drama que ese. Tampoco menos. Cuando Leonard Cohen supo que Marianne Ihlen estaba muriendo, en un hospital de Oslo, le envió un mensaje donde le decía que pronto estaría con ella, que su cuerpo estaba envejeciendo y que su mano ya no podía sostener una pluma con firmeza. Escribió: te amo tanto que ni siquiera intento expresar cuánto. Unos días después, ella murió. Tres meses después, murió él.

Pero antes de la muerte vino la música. Antes de la música, la historia. Antes de la historia, la isla. Hydra, verano de 1960. Leonard Cohen llega con una beca del gobierno canadiense, cargando su Olivetti y sus primeras obsesiones literarias. Marianne Ihlen ya estaba allí. Había llegado con su esposo, el escritor noruego Axel Jensen, pero el matrimonio era un desastre. Cuando Cohen la vio por primera vez, estaba en la tienda del puerto comprando leche con su hijo, Axel Jr. Ella le sonrió. Lo demás fue un lento incendio.

La vida en Hydra era un asunto de tinta, tabaco y vino barato. Marianne cocinaba en una pequeña casa de piedra encalada donde el poeta escribía durante horas. En las noches, él cantaba con su voz pastosa, aún sin la aspereza de los años. En ese lugar, Cohen aprendió lo que era tener un amor real, pero también el peso de la incertidumbre. Era pobre, pero no miserable. Escribía, pero aún no se ganaba la vida con ello. La bohemia, siempre un espejismo, empezaba a evaporarse cuando Marianne le pedía que pagara la cuenta del pan.

Como casi todas las grandes historias de amor, esta también terminó. Él se fue a Nueva York en busca de algo más, y aunque durante un tiempo siguió enviándole cartas desde un mundo distinto—rodeado de Bob Dylan y Janis Joplin en el Chelsea Hotel—, la distancia se impuso. Marianne se quedó en Hydra, esperando, escribiendo, desconfiando. Cohen tenía algo de santo y algo de mentiroso. Cuando regresó por última vez, las cosas ya no eran iguales. Ella se había cansado. Él, como siempre, estaba ya en otro lugar.

Y sin embargo, le escribió una canción. So Long, Marianne es la carta de amor que nunca terminó de escribir, la disculpa que nunca supo hacer, la despedida que nunca quiso pronunciar. En la letra hay un hilo de amargura, pero sobre todo una ternura irredenta: Well, you know that I love to live with you but you make me forget so very much. I forget to pray for the angels and then the angels forget to pray for us. La canción fue lanzada en 1967 en Songs of Leonard Cohen, su primer álbum, como primera canción de la cara B, y se convirtió en un himno de las despedidas largas, de las nostalgias que no se disuelven del todo. Lo curioso es que, aunque el tema está escrito como un lamento, cuando Cohen la interpretaba en vivo solía hacerlo con alegría, casi como una celebración. Como si al final entendiera que perder a Marianne no era una tragedia, sino una suerte de bendición.

Con el paso de los años, Marianne Ihlen se convirtió en un mito menor dentro de la leyenda mayor que fue Leonard Cohen. Aparecía en las biografías como la musa, la mujer que inspiró la canción. Y aunque ella jamás pidió ese título, lo llevó con dignidad. Se casó de nuevo, vivió en Oslo y rara vez hablaba de aquellos años en Hydra. Pero cuando Cohen le escribió aquella carta, en los últimos días de su vida, la leyó con una sonrisa. Le contestó con un simple ven pronto.

Las historias de amor suelen parecerse a las canciones. Algunas son fugaces y ligeras como un coro de verano. Otras, como So Long, Marianne, se convierten en algo más grande que sus protagonistas. Uno podría pasarse la vida cantándola y aún no entender del todo qué significa. Pero en la última estrofa hay un secreto, uno que Leonard Cohen nunca terminó de resolver: I′m standing on a ledge and your fine spider web is fastening my ankle to a stone.

A veces, el amor es eso: estar atrapado en un hilo invisible que no aprieta pero del que nunca acabas de escapar.

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