
El chiste, tonto donde los haya, pone un pie en tierra a muchas de las boberías que rodean el mundo de la creación artística porque, este infantil juego de palabras, algo paronomásicas, encierra, si nos paramos a pensar, lo más y lo menos.
Pintar, esculpir, escribir poemas que remuevan la sensibilidad de los predispuestos o tañer un instrumento son actividades que asociamos a mentes imaginativas y manos laboriosas, acciones destinadas por lo general a receptores de la misma especie. Que existen monos capaces de empuñar un pincel y que la música amansa a las fieras es una realidad incontestable, pero ¿podemos incluir a un chimpancé o a un elefante en el ámbito del artisteo? Creo que estaríamos de acuerdo en que aun teniendo difícil discernir qué producciones merecen ser colocadas en la casilla de lo artístico, todo lo relacionado con ello pertenece en exclusiva a la esfera de lo humano. A las eternas preguntas de quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos, los estudiosos han añadido un asunto axial en esta constelación: qué es y para qué sirve el arte, cómo se explica su existencia y hasta qué punto nos caracteriza como personas.
Qué es arte no es motivo de la presente exposición, sí le rozan en cambio dos cuestiones fundamentales: el argumento de su utilidad para la vida, clave en el pensamiento anglosajón, y el de su afección exclusiva —junto al pensamiento filosófico y religioso— al ser humano. Debemos a los humanistas, herederos de las culturas mediterráneas, que pusieran el ojo en el «hecho diferencial», tanto en la conciencia del propio yo creador como en el reino de las emociones que le afectan: la creación artística sirve para satisfacer las necesidades del espíritu y este es el elemento esencial que nos distingue del resto de los seres vivos.
Por lo que respecta a la primera de las cuestiones, la de su utilidad, fue el estadounidense Abraham Marlow el que abordó el tema en su famoso libro Una teoría sobre la motivación humana, reeditado en muchas ocasiones (Blurb, 2021). Marlow clasificaba las necesidades del ser humano en una pirámide con cinco niveles: los cuatro primeros comprenden, por orden de prioridad, las fisiológicas, las de seguridad, las de afiliación y las de reconocimiento social, a las que llamó «de déficit», mientras que el nivel quinto, el superior, en el que se incluyen tanto la creatividad como la tendencia a tener algún tipo de creencia, es el que denominó de autorrealización que consideraba la necesidad psicológica más elevada porque, una vez cubiertos los niveles inferiores, este quinto puede o tiende a dar sentido a la propia vida.
Marlow partía de lo puramente animal para concluir su recorrido con lo estrictamente humano. No tuvo la tentación de otros pensadores de disparar más arriba y colocar en manos de una voluntad divina —sean dioses o musas— lo que se conoce como inspiración. En La personalidad creadora (reeditado por Kairós en 1987) centraba sus teorías en el sujeto e intentaba lidiar con las críticas al sesgo supremacista que parecía contener su teoría al justificar en cierto modo la propia existencia de las clases sociales.
Para rebajar un poco el tono admitió que las necesidades más elevadas pueden estar presentes en los estratos más inferiores de la pirámide, pero el ser humano se encontraría con muchas dificultades para satisfacerlas si antes no quedaran cubiertas las más perentorias. O, lo que es lo mismo, a barriga llena, corazón contento y dispuesto, que dice nuestro refranero.
Casi contemporáneo de Marlow, pero más cercano a posiciones religiosas típicas de su tiempo, el catedrático y académico español, José Forns, en su manual de Estética aplicada a la música (Madrid, 1948), afirmaba que “…el hombre está integrado por dos elementos indisolublemente unidos: cuerpo y alma. Por el primero se asemeja a los demás animales mientras que el alma racional es la que le presta su condición humana, situándolo en el puesto más elevado de la escala zoológica…y, si por ser material, el cuerpo puede estudiarse y analizarse en sus más simples componentes, no sucede lo mismo con el alma, soplo divino que ha de actuar por medio de elementos materiales que en este caso le proporciona nuestro propio cuerpo…”.
Forns ve la mano de Dios en todas las obras, elevando a los hombres de categoría sobre el resto de los seres vivos por ser una creación divina dirigida a dominar el mundo. Concluye que los sentidos nos proveen de la información básica que la mente superior procesará gracias a esa intervención externa a su naturaleza; cómo lo haga y con qué resultado es harina de otro costal pues el empleo de la información sensorial y su posterior maquinación puede llevarnos por el camino «correcto» si se han obedecido las órdenes del Supremo o resbalar sin freno hacia la locura, en particular aquellos que no comulgan con los propósitos de la deidad.
La intervención divina, que hoy sonaría trasnochada si no anduviera la rueda volviendo a posiciones creacionistas, separa lo físico de lo espiritual, como si existieran dos mundos de compleja articulación: de un lado, lo material, finito, corrompible, despreciable y de otro, lo espiritual, obra de un ser superior inmarcesible, infinito, perdurable, eterno. Uno es claramente superior al otro porque se distancia de nuestra mera condición de animal, pero al mismo tiempo es ajeno a nuestra voluntad pues, en esta visión, Dios manda. Pero conforme Dios ha ido perdiendo terreno en aras de lo racional, se ha ido diluyendo la frontera que pretendía separar el cielo de la tierra y lo humano de lo divino, linde que la neurociencia anda ahora empeñada en explorar.
Lo especial y diferente
Si las abejas viven en sociedad al servicio de una reina y los pájaros construyen el nido en el que criarán a sus descendientes, lo hacen movidos por un instinto al que le falta algo esencial: el libre albedrío o, trasladado a una esfera más holística, la conciencia. He aquí el término sobre el que gira el toque humano: la conciencia del ser, del hacer, el «cogito ergo sum» cartesiano.
No carecen de razón los que defienden, como hizo Forns en su manual, que lo más básico es percibir por medio de sensaciones y después procesar la información con el raciocinio; pero hay que preguntarse por el automatismo, ¿percibo y proceso? ¿se puede generar una obra desde la nada? La respuesta es que no: es necesaria la intermediación de los sentidos, aunque sólo la mente sea capaz de crear a «posteriori» gracias a lo que el propio Forns definió como fantasía, ahora llamada creatividad, y eso sí es exclusivamente humano.
La fantasía o la capacidad de crear y la ensoñación son facultades estrictamente humanas nacidas de la interacción con el medio y criadas en el mundo particular y cerrado de la imaginación. Lo saben bien todos aquellos que practican el arte conceptual y los seguidores de Platón: al percibir los objetos del mundo que nos rodea, el intelecto elabora un esquema básico que es lo que se lleva al lienzo o a la materia, nada concreto ni real, sino la idea que el cerebro ha elaborado. ¿Reside la esencia del entendimiento en la capacidad de abstracción? Es evidente que sí y, más allá, en la facultad de construir algo que no existe en la naturaleza, aunque acabe formando parte de ella.
Si tenemos conciencia del escalón que existe entre las múltiples realidades y la percepción que cada persona tiene de ellas, también sabemos de la disparidad que puede haber entre «lo que es» y lo que cada uno puede componer partiendo de esas percepciones; aun alumbrados por el instinto, la prueba contundente de que se toma distancia de él es la aparición del código, es decir, de las claves para la interpretación de las ocurrencias de alguien. El paso del arte que imita al arte imaginado tiene un largo recorrido, pero, en esencia, ha consistido en transgredir las reglas de lo evidente e individualizar la manera de mirar del creador y la comprensión de esas claves para el receptor. Es el juego de la imaginación que también nos hace humanos.
«Sensu contrario» y como espectadores o escuchantes, los sentidos contribuyen también a la apreciación de la belleza o, mejor dicho, al sentido estético de la vida que es inherente a la condición humana; se incluyen en este punto la cara B de los que aman lo que se considera feo, insulso y hasta desagradable porque, en el fondo, se mantienen en la lucha contra lo normativo como un acto de rebeldía, como una carrera contracorriente y una necesidad perentoria de distinguirse de los demás.
Qué se considera bello y a qué se atribuye el adjetivo es discusión de aparición reciente: apenas tres siglos llevamos teorizando sobre si la belleza debe estar presente o no en las obras de arte. Se abre otra vía de disquisiciones sobre el propio término, lo objetivo y lo subjetivo, lo presunto y lo evidente y un largo etc. que pondría sobre aviso a los artesanos antiguos y a todos aquellos que tomaban del natural los modelos para sus obras.
¿Existe una tendencia innata a buscar la belleza como una forma de placer? ¿Dónde se sitúa el impulso creativo? ¿Para qué sirve el arte, que función tiene en el ser racional? En cierta ocasión le hice estas preguntas al profesor Juan José Gómez Cadenas, científico y escritor, y me contestó que para contener la locura.
¿Es el arte (y/o la locura) lo que nos hace verdaderamente humanos?