Analógica

Crítica y criterio, un objetivo subjetivo

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

En la casa de mi infancia, mi padre hizo construir una librería que llegaba desde la primera planta hasta el techo del segundo piso. Para acceder a la parte más alta, se inventó una especie de puente al que se accedía desde un hueco abierto en la barandilla del pasillo del piso de arriba. Durante años tuve vetada la entrada a ese pasadizo colgante, con la promesa de poder hacerlo cuando alcanzara una edad prudencial para andar paseando por las alturas, lo que por supuesto no impidió que me colara en secreto una vez aprendí a abrir el cerrojo, con igual dosis de fascinación y de miedo a caerme al vacío. Lo que más me maravillaba era que absolutamente todas las repisas estaban repletas de libros, ordenados a veces por temas y a veces por orden alfabético, otras por tamaño o por orden de llegada a la colección. Recuerdo que me parecía una tarea titánica e imposible leerlos todos. Y sin embargo, por otro lado, era como una necesidad, un reto a tiempo indefinido. La biblioteca de casa siempre ha sido una obsesión para mí. Cuando preguntaba a mis padres qué podía leer ahora, siempre llevaban a cabo el mismo ritual: sus ojos y sus manos se deslizaban con rapidez por los lomos de los libros, sacando algunos ejemplares y volviéndolos a colocar, murmurando para sí mismos, en una suerte de misión secreta, hasta que me ofrecían dos o tres tomos que consideraban adecuados para la ocasión. Siempre me pregunté cuál era el criterio para decidir, para elegir por qué sí o por qué no era el momento de leer un libro y no otro (si dependía eso del libro o de mí) y, sobre todo, por qué debía aceptar su juicio y leer en el orden que ellos me daban. Como es normal, a veces hice caso y otras no. Disfruté el descubrimiento de obras que me marcaron por siempre y leí con tedio algunas otras. Por supuesto, no siempre había unanimidad de opiniones, pero estuviera o no de acuerdo en la selección, o en la apreciación de la obra, había para mí un cierto poder legitimador que me hizo aceptar casi todas las propuestas a lo largo de los años: ellos habían leído todos aquellos libros y, solo por eso, por esa tarea ingente que entonces se me planteaba tan larga como la vida, confiaba en su capacidad de decisión.

Pero ¿cuántos libros hay que leer para hacer crítica literaria? ¿Cuántas obras hay que ver y cuantos textos hay que publicar antes de convertirse en crítica de arte? ¿Cuánto de hondo hay que sumergirse en el mar para salir y decir con total seguridad, «métete, el agua está perfecta, no te vas a arrepentir»?

La crítica de arte(s) lleva mucho tiempo siendo objeto de investigación en los estudios culturales y, según Terry Eagleton, después de los estructuralistas y demás corrientes de lo que se ha denominado alta teoría, ya no es posible regresar a la época en la que bastaba con afirmar que Keats era delicioso o que Milton era un espíritu salvaje [1]. Personalmente creo que esas son las críticas que realmente vale la pena leer y que, sin embargo, nos hallamos sumidos en una especie de espiral de la que parece imposible salir, en la que los textos críticos rebosan por todos lados léxico posculturalista, citas a los mismos teóricos franceses que se repiten una y otra vez, y vocablos que, como un comodín, se insertan indistintamente en un escrito u otro. Lo cierto es que la crítica se ha ido transformando a medida que ha pasado el tiempo. En las últimas décadas, en las que todo está entremezclado, las prácticas se superponen unas a otras y las tareas, antes definidas y destinadas exclusivamente a según qué agentes culturales, ahora se llevan a cabo indistintamente por unos o por otros. También han aumentado las plataformas para la expresión, y ya no solo los medios consolidados tradicionalmente para la crítica son espacios válidos para ella. En el contexto del arte contemporáneo, por ejemplo, hoy en día un curador puede ejercer como crítico sin necesidad de escribir, influyendo en la opinión del público mediante el acto de decidir qué artistas están dentro o fuera de una exposición colectiva en una institución, y repercutiendo así en que unos pasen a formar parte de la primera línea del panorama cultural y otros se queden a las puertas. Pero también sucede a la inversa y, a veces, el éxito de un curador o de un crítico depende directamente del valor que adquiere en el mercado el artista o autor al que ha decidido respaldar. Si su opinión se acredita gracias a las ventas, aumenta su poder en el circuito cultural, y esto hace que casi automáticamente sus textos futuros adquieran una mayor legitimidad. Quizás por eso son tantas las veces en las que parece que la publicidad supera al criterio y leemos críticas que tienen más de promoción que de juicio. Ante esta situación cabría preguntarse si en la amalgama actual que constituyen la expresión y la teoría artística, la crítica aporta todavía nuevas perspectivas o se limita a contribuir a un discurso ya establecido.

En cuanto al criterio (término etimológicamente conectado con el concepto griego crinos, que significa «juzgar»), sigue siendo el pilar fundamental de la crítica, o eso se espera. Y aunque se sobrentiende que para juzgar una materia hay que tener ciertas nociones sobre la misma, la crítica en las artes no se cierra en banda al conocimiento de aquello que se observa, sino que abre su espectro a otros factores también importantes como la sensibilidad o la imaginación. En esta búsqueda del equilibrio tiene sentido volver sobre la crítica de la razón kantiana que sostiene que toda intuición sin estar ligada a un concepto resulta ciega, y todo concepto sin intuición, vacío. Por mi parte, siempre he sentido que para enfrentarse a la crítica es conveniente despojarse antes de la carga previa que supone pensar que hay que saber exactamente qué se va a decir antes de empezar a escribir, qué términos son los más adecuados o hasta dónde puede una ser subjetiva. Comparto con Oscar Wilde la idea de que en realidad la crítica es «una creación dentro de una creación», y defendería con fragor en cualquier debate su statement de que hablar de una cosa es —a veces— mucho más difícil que hacerla. Porque escribir una crítica puede ser como escribir una novela de la que no se tiene claro el argumento. La escritura va desarrollándose por sí misma, los acontecimientos van sucediéndose de forma inevitable y el ejercicio de escribir se convierte en el ejercicio de pensar mientras se escribe. La crítica necesita de cierta intuición y también de algo de instinto, y no hay nada malo en enfrentarse a ella desde un plano un tanto irracional. Decía Wilde en El crítico como artista que hay dos maneras de odiar el arte: una es que no te guste; la otra, que te guste racionalmente [2].

Tener una opinión —y compartirla— es parte del contrato tácito que se adquiere con el receptor de cualquier tipo de crítica, y, sin embargo, esta es siempre susceptible al cambio. A veces, el primer encuentro con una obra suscita emociones o pasiones que, con el tiempo, van transformándose en otras. Y es lícito que esto pase. La crítica implica una relación directa con la creación, sin red y sin artificios, y con el relativismo o la aleatoriedad que implica emplear cierta dosis de improvisación a la hora de analizar aquello que se está observando. Aunque en ocasiones pueda resultar conveniente dejar reposar las ideas antes de lanzarse a escribir, en muchas otras, dejarse llevar por las sensaciones y juzgar de acuerdo con el estado de ánimo del momento es la manera más sincera de actuar con uno mismo y con los lectores, pese a que pueda parecer incoherente. Al fin y al cabo, mantener la objetividad en una práctica por definición subjetiva es una quimera.

Por otro lado, aunque partimos de la base de que dentro de la crítica hay niveles y jerarquías en forma y formato, y que las publicaciones en medios especializados son las que adquieren una mayor legitimidad y confianza por parte del público, existen otros caminos. Explorarlos es siempre una buena idea. Puede pasar que lo que iba ser un análisis estético formal se convierta de pronto en una écfrasis literaria que completa la obra otorgándole una nueva capa de significado, o que lo que pretendía ser un breve apunte crítico acabe tomando la forma de un poema hexámetro de varias páginas. Y es más bonito así. La crítica ni siquiera tiene por qué estar escrita. Puede ser recitada, declamada o meditada. Puede quedarse flotando en un pensamiento y no llegar a materializarse nunca. Eso no quita que esté ahí, atravesando todas las capas de la cultura. Aunque se ha teorizado sobre su fin, como la poesía, la pintura o el resto de las artes, y como los libros en papel que siguen inundando estanterías y casas enteras, la crítica se resiste a desaparecer.

[1] Terry Eagleton. Después de la teoría. Random House, Barcelona, 2005.

[2] Oscar Wilde. El crítico como artista / La decadencia de la mentira. Rosetta Edu, Londres, 2023. Trad. Guillermo Tirelli.

 


Carolina-Laia Puigdevall es historiadora del arte y máster en estudios artísticos, literarios y de la cultura. Escribe sobre arte y literatura para diferentes medios de crítica y pensamiento, además de colaborar en publicaciones de artistas, catálogos y exposiciones. Actualmente radicada en Berlín, desarrolla su práctica navegando entre contextos literarios y artísticos, mientras se ocupa de la gestión de una colección privada de arte contemporáneo.

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