Horas críticas

Los cuatro vértices de la memoria

Vesania. Kris Van Steenberge. Traducción de Gonzalo Fernández Gómez. Acantilado, 2019. 416 páginas. 24 €

En el todavía álgido debate sobre las posibilidades de la novela como mecanismo narrador frente a otros instrumentos, especialmente audiovisuales, ya sea dentro o fuera de la ficción, Vesania, la primera novela del escritor Kris Van Steenberge (Lier, Bélgica, 1963), presenta argumentos más que notables que tener en cuenta. Formalmente, Vesania es una novela (con perdón) al uso: no pretende romper los enunciados de la narración clásica, ni llevar la complejidad textual más allá de donde no la ha llevado nadie, ni introducir elementos hipertextuales, ni proponer un nuevo realismo, ni construir la experiencia desde donde nunca habíamos visto, ni siquiera rechazar los géneros.

Vesania no es un thriller ni una novela histórica, pero se vale de los arquetipos propios de ambas etiquetas (especialmente en lo que a las expectativas del lector se refiere) para llevarlos a otro sitio y provocar un rendimiento inédito de los mismos. Nada hay en Vesania de experimental, de retorcido ni de, estrictamente, innovador: los planos son bien reconocibles, el relato transcurre por donde razonablemente cabe esperar y el autor decide ponerse del lado del lector cuando más necesario resulta.

Lo prodigioso, si se quiere, es el modo en que el autor toma los elementos estructurales más reconocibles de la novela, en un modo ampliamente compartido, incluso en sus convenciones menos exigentes, para contar lo que quiere contar de una manera harto singular; tanto, que Vesania sólo se parece a sí misma pudiendo parecerse a muchas otras novelas. No es una novela conscientemente dirigida al lector del siglo XXI, el que ha adoptado la mediación de Internet y la multipantalla como disposición cultural primera; pero éste la asumirá de inmediato como una obra capaz de adquirir una poderosa resonancia en su tiempo.

Ahora que, ay, determinadas censuras de la post-postmodernidad insisten en establecer qué modelos de novela resultan apropiados o no al lector contemporáneo, Van Steenberge deja caer una idea clara como un axioma: cuando un escritor tiene algo que decir, las convenciones, o la ausencia de las mismas, son indiferentes. Si un narrador tiene algo que contar, y lo cuenta bien, no habrá humo ni artefactos desfasados, sino literatura. A partir de aquí, y en lo relativo de nuevo a los géneros, igual el lector de Vesania se acuerda de Murphy de Samuel Beckett y hasta de Don Quijote. Cuando un autor es libre de contar lo que quiere y actúa en consecuencia, la buena literatura sucede. El resto, que diría Houellebecq, es tecnología.

Van Steenberge ambienta Vesania a finales del siglo XIX en Woesten, una pequeña aldea del oeste de Flandes que funciona a modo del consabido territorio mítico, por más que el autor se apresure en un ilustrador prólogo a la edición de 2018 (la novela se publicó originalmente en 2013 y al año siguiente fue reconocida con el Bronzen Uil, prestigioso premio a la mejor primera novela escrita cada año en neerlandés) a la desmitificación.

En este contexto, el autor trenza su historia a través de cuatro personajes principales: Elisabeth, una joven idealista que asume las servidumbres del matrimonio cuando se queda embarazada; su esposo, el pragmático doctor Guillaume; y los dos hijos de ambos, gemelos dispares: Valentjin, nacido hermoso, atesora todas las promesas para la prolongación del linaje; su hermano, por el contrario,es una criatura deforme, engendro terrible a quien se padre rehúsa dar un nombre seguro de su temprana muerte y que, tras su inesperada supervivencia, pasará a llamarse, sencillamente, el Innominado (¿Otro guiño a Beckett?).

Van Steenberge no escatima en recursos para subrayar la condición monstruosa del hijo menos aventajado (“Entre los dos brazos del fórceps, a pesar de la sangre, se distinguía un rostro terriblemente desfigurado, una mandíbula con una malformación espeluznante, un agujero oscuro lleno de babas gelatinosas y espuma roja que no formaba parte de la anatomía humana”) así como, en consecuencia, la calidad simbólica de los dos hermanos: el autor prolonga su relato hasta la sangría de la Primera Guerra Mundial, con lo que los encuentros y desencuentros de los hermanos ofrecen una representación certera del devenir continental que siembra su afección en los personajes sin que ni ellos ni el lector lleguen a ser siempre conscientes. A partir de aquí, Van Steenberge cuenta su historia, la misma historia (la separación de los hermanos, el desprecio del padre hacia el monstruo a cuya llegada al mundo ha contribuido para mayor asco de sí mismo, la terrible muerte de la madre), cuatro veces distintas.

Cada uno de estos relatos adopta el punto de vista, respectivamente, de cada uno de los cuatro protagonistas. El autor no oculta su simpatía hacia el Innominado, el único que cuenta su versión de los hechos en primera persona (“Crecí al amparo de la penumbra. El sol es hostil conmigo. Su luz es demasiado intensa, sus rayos me abrasan la piel”). La estrategia parece disfrazarse de thriller en la medida en que cada voz aporta datos nuevos que permiten al lector resolver la tragedia y reconocer la mano que la provoca, pero Van Steenberge se vale del género con el fin de asentar otra verdad: para la reconstrucción de los acontecimientos y, por tanto, para la forja de una supuesta identidad, así como para la satisfacción de la memoria desde los márgenes que corresponden a la literatura (reivindicados como imprescindibles), necesitamos todos los vértices: el del ángel, el del monstruo, el de quien parece ser un ángel y el de quien parece ser un monstruo.

La vieja quimera de la imposición del orden en el caos es en Vesania, ciertamente, un acontecimiento tal vez no nuevo, pero sí distinto, rabiosamente propio. Y, sobre todo, necesario.
Viejo conocido de la vanguardia teatral europea, Kris Van Steenberge es uno de los dramaturgos y directores de escena más importantes de la misma Bélgica que dicta, desde hace décadas, las pautas de la escena mundial de vanguardia. Pero hará bien el lector en no malgastar tiempo en la identificación del huella del dramaturgo en los (por otra parte ajustadísimos) diálogos. Vesania es una novela absoluta que explica por qué la novela, todavía, importa. Tanto como todo lo que merece ser preservado.

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