Cronicón 4.0

Olor a azufre

Un repaso a la censura estética y moral de los textos clásicos a lo largo de la historia

Cree Le coq espagnol, siempre al servicio de sus lectores, que adaptar un libro clásico al castellano corriente y correcto es como quitarle a un individuo parte de su aspecto y toda su alma entera. Por eso las lecturas escolares no tienen alma y los alumnos de este país no leen. Porque las adaptaciones son un modo de censura. Pongamos el ejemplo de un fragmento de El Lazarillo de Tormes:

“Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino cuando comíamos y yo muy de presto le asía y daba un par de besos callados y tornábale a su lugar. Mas turóme poco, que en los tragos conocía la falta y, por reservar su vino a salvo, nunca después desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa asido. Mas no había piedra imán que así atrajese a sí como yo con una paja larga de centeno que para aquel menester tenía hecha, la cual, metiéndola en la boca del jarro, lo dejaba a buenas noches”.

En la adaptación de Eduardo Alonso (Vicens Vives, Clásicos Adaptados, 1996), se cambia el verbo asir dos veces por agarrar, con lo cual elimina la aliteración de eses. Se elimina la palabra menester, de bellas resonancias tradicionales. Se elimina el juego del original de así trajese a sí. Y se añade una interpretación que no está en el texto original al decir que el niño dejaba al ciego a buenas noches, cuando lo que dejaba a buenas noches era el jarro.

Juan Manuel Infante en su adaptación para alumnos de instituto (Anaya, Clásicos a Medida, 1999) también sustituye el verbo asir (por coger –lo cual significa que nunca podrá venderse esta adaptación en Argentina– y agarrar), eliminando la aliteración; quita la metáfora de los besos callados, no sea que no la entiendan los alumnos y la sustituye por un par de tragos; también sustituye el significado metafórico de desamparaba por el literal de descuidaba. La paja larga de centeno se convierte en una larga paja de centeno, con un epíteto que no está en el original (porque sin duda el adaptador quiere competir con el anónimo autor del Lazarillo en uso de retórica), se elimina también la palabra menester y el juego del original de así trajese a sí. Por último, sustituye la bella frase hecha de dejar a buenas noches por la literal y vulgar de lo dejaba casi vacío.

Estas dos adaptaciones que acabo de comentar del texto original suponen una intervención violenta porque eliminan metáforas y otros usos retóricos como aliteraciones o juegos de palabras, y dan como resultado una traducción literal del texto literario que elimina precisamente la literariedad (o sea, la belleza) que su autor escogió libremente, y que es legado que se debería enseñar a los jóvenes lectores de los textos clásicos. El motivo de esta pérdida de alma y de belleza es facilitar la comprensión, con lo cual se hace un mal favor a los alumnos, que dejan de usar en este asunto la inteligencia que, seguramente, utilicen para otra maldad, o directamente no la usen, convirtiendo la docencia en una fábrica de hacer tontos o malos lectores en beneficio de las multinacionales de la edición que no tardarán en vendernos adaptados al castellano todos los clásicos de su catálogo, haciendo caer a los pocos alumnos lectores en las garras de ese gran montaje comercial que es la ramplona literatura juvenil.

Ejemplos radicales de este tipo de adaptaciones que elevan el libro clásico adaptado a la categoría de errata total son estos dos: la traducción al español que hace Andrés Trapiello del Quijote (Editorial Destino) o la absurda traducción de los sonetos de Shakespeare al bable (perpetrada por Héctor Fernández en la editorial Saltadera, 2016).

«La solución a este desmadre sería hacer antologías de fragmentos con alma, sin censura de estilo de ningún tipo»

La solución a este desmadre promovido por las multinacionales de la edición, por un mal sistema educativo que no cuida a sus alumnos y por una sociedad demasiado complaciente, sería hacer antologías de fragmentos con alma, sin censura de estilo de ningún tipo, como se hizo en la Biblioteca del Estudiante que dirigió don Ramón Menéndez Pidal desde el Instituto Escuela, durante la Segunda República, en los años 30 del siglo pasado. Dicha colección es un modelo de
divulgación de literatura de calidad entre adolescentes y de respeto a los clásicos (gloriosa es la edición del Romancero, ilustrada por Ruiz Castillo). Fue tan buena esta colección de clásicos orientados a los jóvenes de instituto, sin censura de ningún tipo, que incluso fue reeditada durante la dictadura del general Franco, a pesar de ser uno de los logros pedagógicos de la República.

Siempre se traficó con la mala o la buena literatura o siempre hubo quienes quisieron utilizar la prohibición y la censura para sus intereses. Resalta en este sentido la obra del padre vasco Ladrón de Guevara (Salvatierra, 1861–Azpeitia, 1935) Novelistas malos y buenos (1910). Esta obra (de la que se hicieron cuatro ediciones en Bilbao en El Consejero del Corazón de Jesús, las dos primeras en 1910, la tercera en 1928 y la cuarta en 1933) es una imitación de la que publicó anteriormente en Francia, en 1904, el abate Louis Bethléem: Romans à lire, Romans à proscrire (Paris, Bureaux de la Revue des Lectures), que se convirtió en un verdadero best seller europeo, con más de 140.000 ejemplares vendidos. El jesuita Ladrón de Guevara plantea una verdadera censura moral dirigida a los lectores católicos. Dice el prólogo: “Juzgamos y sentenciamos las novelas con arreglo al código de la ley de Dios, siendo para nosotros malas todas aquellas en que la moral y las ideas lo sean. Si los novelistas malos son de grandes talentos, tanto peor”. O sea, que las novelas mejores literariamente son las peores. Ladrón de Guevara juzga los libros que no están en la última edición del Índice de libros prohibidos (de apóstatas y herejes) de 1904. Y considera que, de todos los géneros, el peor es la novela. Y que no solo pecan los que los leen, sino los que los poseen, los venden o los difunden.

Las calificaciones morales de las novelas juzgadas son las siguientes: herética, irreligiosa, impía, mala, muy mala, de malas ideas, deletérea, malsana, dañosa, incrédula, blasfema, clerófoba, dañosa, peligrosa, inmoral, obscena, deshonesta, lasciva, lujuriosa, libre, indecente, cínica, provocativa, voluptuosa, sensual, apasionada, de pasión, de mucha pasión, peligrosa para jóvenes, imprudente, temeraria, buena, muy buena, mediana, pasable, tolerable, inofensiva. En todas estas denominaciones hay un intento de lucha contra el volterianismo, las nuevas doctrinas y costumbres sociales que se estaban imponiendo a inicios del XX y, sobre todo, hay una falta de realidad que convierte estas calificaciones en una verdadera guía en contrario para los lectores más ávidos y nocivos, dirigiéndolos a los libros más dañosos. Veamos algunos ejemplos de los juicios que propone:

ALARCÓN, PEDRO ANTONIO: «Unas veces es bueno, otras tolerable, ya dañoso, ya notable y gravemente peligroso. Hay quien esto último llame en Alarcón frescura. Calentura infernal es la que produce en los jóvenes…».

ALAS, Leopoldo, por otro nombre Clarín: «Crítico presuntuoso, de mala ley, que se precia de tener por gran maestro al novelista francés cuyo nombre las gentes decentes no pronuncian sino con mucha repugnancia; parcial por lo de sus malas ideas con alardes de imparcial, é injusto con los buenos, aunque sean mejores literatos; anticlerical y librepensador; desbocado contra el matrimonio cristiano y contra el catolicismo. (…) La Regenta. En el fondo rebosa de porquerías, vulgaridades y cinismo, según dice un buen crítico (Fitzmaurice Kelly)».

D’ANNUNCIO, Gabriel: “Poeta y novelista peor entre los peores. Sus impiedades y deshonestidades llegan al colmo. De lo más repugnante, brutal, impúdico…».

AULNOY, Condesa de: «Novelista. Se divorció. No es recomendable».

AURIOL, Jorge: «Cuentista absurdo, grosero unas veces, indecente otras, peligroso en su conjunto…».

BALZAC, HONORATO DE: «Novelista muy deshonesto, y en alto grado pernicioso por sus máximas y principios y por los sentimientos que despierta. Bajo el título de La comedia humana, que es como un monumento de todos los vicios…».

BAROJA, PÍO: «No le cuadra el nombre de Pío, sino el de impío, clerófobo, deshonesto…».

BAUDELAIRE, CARLOS: «Poeta muy nocivo, autor del tan pernicioso y malvado libro Las flores del mal…».

BLASCO IBÁÑEZ, VICENTE: «Vive todavía y es cabecilla de un partido revolucionario en Valencia (…) Lo que nosotros vemos en este alborotado de Valencia es lo irreligioso, lo anticatólico, lo clerófobo, lo deshonesto…».

BOCCACCIO, GIOVANNI: «Literato italiano mal nacido en París, hijo de un comerciante de vida muy deshonesta (…) Después de más de seis siglos, corren sus cuentos escandalosos llevando almas al pecado y al infierno…».

La cultura española es hermosa por sus excesos, y este es uno de ellos. Si esto dice León de Guevara de Baroja o de Pedro Antonio de Alarcón, ¿qué no dirá de un Voltaire (“El impío que se propuso aplastar al Infame, como llamaba a Jesucristo”), un Nietzsche (“se parece a un filósofo como el vinagre al vino”), un Galdós (“defensor de ideas revolucionarias, irreligiosas, dominado del espíritu de odio a sacerdotes y frailes”), un Zola (“los tipos de sus novelas son grotescos y monstruos repulsivos”), una George Sand (“lanza anatemas contra ciertas leyes fundamentales del orden social”), un Valle-Inclán (“de malas ideas y grandemente deshonesto”), un Dostoyevski (“Tiene lo que se llama las aberraciones del espíritu”) o un Unamuno (“Es autor de algunas novelas malas. Se distingue este señor por su racionalismo y anticlericalismo”)?

«Curiosa es la obsesión con los detalles morbosos de los escritores. De Blasco Ibáñez dice (en 1910) que “vive todavía”, como si deseara que ya estuviese muerto».

Curiosa es la obsesión con los detalles morbosos y vitales de los escritores, que rozan el odio personal. De Blasco Ibáñez dice (en 1910) que “vive todavía”, como si deseara que ya estuviese muerto. De Zola dice que “murió de muerte desastrada”. De Baudelaire que “murió en una casa de salud”. De Voltaire que “vino a morir desesperado”. De George Sand, que fue “casada, divorciada, mal acompañada, incrédula, irreligiosa, impía, socialista, defensora del amor libre…”. De Sade, que “vivió vida de orgía” y que lo tuvieron que encerrar “como a loco incurable y peligroso”. A Alejandro Sawa lo acusa de ser mal hijo, porque menciona la muerte de su madre en el prólogo de un libro altamente anticlerical. De Nietzsche, “muchos ni aún después de verle en una casa de locos y morir loco, se acaban de persuadir de que lo estaba”. Y de Navarro Villoslada dice: “De Viana de Navarra, donde murió como un santo”. Como si sus muertes o sus vidas fueran un castigo o un correlato digno de sus obras.

La obra de Ladrón de Guevara, como buen jesuita español que era, es mucho más violenta que la de su modelo francés, y dejó como herederos “luengo parto de varones”. En 1911, el franciscano Amado de Cristo Bruguera y Serrano publicó su obra Lecturas nocivas y lecturas útiles: calificación moral de autores nacionales y extranjeros (Valencia, Doménech y Taroncher, 1910). Y también publicó en 1911 Representaciones escénicas malas, peligrosas y honestas: calificación moral de más de 3.500 comedias, tragedias, dramas, óperas, zarzuelas… (Barcelona, Librería
Católica Internacional).

En 1949 otro Jesuita, Ángel Garmendia de Otaola, publicó Lecturas buenas y malas a la luz del dogma y la moral (Bilbao, El Mensajero del Corazón de Jesús, 1.ª edic. en 1949, 2.ª en 1953, y otras posteriores). Garmendia imitó el estilo beligerante de Ladrón de Guevara: Baroja era «impío, antiespañol, anticatólico,  antihumano”; Joaquín Dicenta, “dramático muy malo, anticlerical, socialista, deshonesto”; Alejandro Dumas hijo “defensor del divorcio, muy deshonesto».

Y este celo inquisitorial siguió hasta nuestros días a través de otras publicaciones, como las Orientaciones Bibliográficas de la revista ECCLESIA, en los años 50, verdadero boletín mensual de todas las novedades bibliográficas, o los volúmenes de Selección de libros, juicio sobre más de mil obras publicado por la Biblioteca y Documentación, de la Editorial Valencia, en 1949. Incluso la editorial Planeta se atrevió a reeditar la obra de Ladrón de Guevara en 1998.

«Del olor a azufre y del temor de Dios iracundo de los escritores jesuitas se pasó al lenguaje tecnócrático y políticamente correcto del Opus Dei»

Pero ya el estilo de estas nuevas publicaciones era distinto. Del olor a azufre y del temor de Dios iracundo de los escritores jesuitas, se pasó, a medida que el capitalismo iba hincando el diente en España y las soflamas nacionalcatólicas se iban apagando, al lenguaje tecnócrático y políticamente correcto del Opus Dei, y así, poco a poco, hasta nuestros días, en que ya no se espanta a nadie, aunque se sigue censurando igual o peor que antes en las tenues traducciones y las adocenadas versiones para adolescentes que se hacen de ciertos clásicos como El Lazarillo, La Celestina o el Libro de Buen Amor, que padres y profesores acogen con fervor comercial.

Por último, piensa Le coq espagnol que las censuras ahora se adaptan a los tiempos que corren: las defensas implacables de lo políticamente correcto (feminismo, animalismo, ecologismo y otros tantos ismos), las censuras políticas y supremacistas de los patriotas nacionalistas (catalanes, vascos y otros especímenes) en sus correspondientes provincias o de los autores adocenados por el proselitismo del poder (sea cual sea la sigla política que mande), o la autocensura feble que está convirtiendo a muchos lectores y escritores en verdaderos animales de establo o toreritos de salón, todos caminando juntos en la misma dirección.

Que quien esté sin pecado, tire la primera piedra. ¿Qué escritor de ahora no se ha echado a temblar después de haber escrito cierta frase y la ha cambiado inmediatamente? Corren malos tiempos para la libertad. Pero eso de la autocensura es otra historia, de la que escribiremos en otro artículo…

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