Culture Club

¿Cuánto vale el arte contemporáneo?

La mesa sectorial pone el grito en el cielo sobre las ayudas estatales mientras un documental sugiere que la burbuja está cerca de estallar. Algunos coleccionan cuadros como si fueran viviendas; del cambio de modelo, ni hablamos

Jeff Koons ante una de sus ‘gazing balls’, en un momento de «Todo tiene un precio» (2018).

En el documental Todo tiene un precio (2018), la directora de artes plásticas de Sotheby’s, Amy Cappellazzo, hace su interpretación de por qué el artista contemporáneo Gerhard Richter prefiere ver su obra expuesta a coleccionada: “Los museos, para él, son una forma muy democrática y socialista de evitar el hecho de lidiar con los ricos que quieren sus cuadros”. Esta gurú del negocio artístico, plusmarquista de ventas en las casas de subastas –antes estuvo en Christie’s–, es una de las protagonistas de la cinta de Nathaniel Kahn que puede verse desde el mes pasado en Filmin. Artistas, galeristas, coleccionistas, marchantes, críticos y otros profesionales del sector hacen su aparición en este carnavalesco retrato de la arena donde se disputan los dineros del arte contemporáneo.

Un asunto que ha cobrado actualidad en nuestro país, con la carta que la Mesa Sectorial del Arte Contemporáneo ha remitido al ministro de Cultura para mostrar su indignación por las ayudas consignadas a las artes plásticas y visuales con motivo de la crisis del coronavirus, ascendentes a un millón de euros. Rodríguez Uribes no gana para disgustos estos días (o igual sí). Desde este frente le acusan de “un profundo desconocimiento del arte contemporáneo como elemento fundamental de cohesión y proyección de nuestra cultura y de nuestra identidad como nación”. No escatima agravios la misiva, que también le echa en cara carecer de “sensibilidad para las artes que tanto tienen que ver con la esencia de nuestra cultura, nuestro turismo, nuestra actividad profesional y, en definitiva, nuestra economía”. Ahí queríamos llegar, porque el arte hoy día –como todo lo demás; faltaría– solo se justifica si hay business de por medio.

Visitantes durante la última edición de ARCO en Madrid (foto: IFEMA).

Y haberlo, haylo. Es lo que muestra el documental a través de dos artistas actuales. Jeff Koons, el del perrete del Guggenheim, el del conejito de 91 millones de dólares, trabajó en Wall Street antes de poner a sus minions a replicar obras clásicas para añadirles la famosa gazing ball. Brillante, la verdad, para un tipo que vende más que habla. Su antítesis podría ser Larry Poons, que representa al artista auténtico, largamente infravalorado, que se esconde del mundo y regresa como un héroe. Aunque parece traérsela al fresco lo del branding. Pero incluso Koons y Poons (juntos suenan a dibujos animados) son, cada uno a su estilo, meros peones en un sector donde el arte figura entre activos, acciones, bonos, bienes raíces y ese tipo de cosas en que los bancos recomiendan invertir.

Parece arriesgado confiar la suerte de tantos profesionales y pequeñas galerías a un modelo basado en los tejemanejes del mercado y la arbitrariedad del gusto estético

No es raro que haya intereses: el negocio global se cifra en unos 51 mil millones de euros al año. Y las ferias de arte son los templos de este culto. En el documental se mencionan la Frieze y la Art Basel, pero sin ir más lejos aquí tenemos ARCO. Su última edición se cerró el 1 de marzo con “éxito de ventas” y menos visitas pese a que “abundaba el gel de manos” (fascinante dato aportado por las agencias de noticias). Una rápida búsqueda en Google nos devuelve infinidad de artículos sobre las piezas más caras exhibidas este año: un Picasso de 6,5 millones, un Chillida de 5, un Torres-García de 2,2, un Calder de 1,5 y un Baselitz de 1,2 millones. Si nos da por sumarlas, asoma la paradoja: la venta de solo estas cinco piezas superaría en más de 15 veces la ayuda del Gobierno a las artes plásticas y visuales.

Es obvio que la industria cultural necesita generar riqueza, pero lo que tenemos delante de los ojos es una flagrante burbuja. “Nuestra Constitución entiende la cultura no como un lujo dirigido a las élites, sino como un eje vertebrador de la sociedad democrática”, rematan su carta al ministro las asociaciones del arte contemporáneo. Por eso parece arriesgado confiar la suerte de tantos profesionales y pequeñas galerías, que se mueven en parámetros más modestos pero en parte siguen dependiendo de ferias como ARCO, a un modelo basado en los tejemanejes del mercado, la arbitrariedad del gusto estético y el poder adquisitivo de unos cuantos coleccionistas-inversores con buen olfato para oler la sangre. La burbuja pide más madera y la cámara de Kahn recoge el momento en que el marchante Gavin Brown admite: “Creo que huele a quemado”.

Amy Cappellazzo comenta el mercado del arte en un canal televisivo de negocios, en «Todo tiene un precio» (2018).

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